09 agosto 2008

A la luz cambian las cosas

Tenía pendientes un montón de envíos de libros y fotografías desde hacía meses y aprovechó que, desde que regresó de un viaje transatlántico, sufría un horario cambiado por lo que se despertó muy pronto para escribir las tarjetas que acompañarían los envíos, meterlo todo en sobres acolchados y acercarse a la estafeta de correos. En un mundo donde puede uno hablar en tiempo real con alguien que esté en Manchuria y mandar una fotografía enorme en unos diez segundos a través del correo electrónico, tiene lo de enviar cartas y paquetes un no se qué romántico y como anacrónico que le alegra a uno el día. Así que se está uno un cuarto de hora viendo desfilar a los que llegaron antes de que lo hiciera uno a la oficina de buen humor, con los quince sobres que ha preparado durante unas dos horas, escribiendo cartas personalizadas a cada uno de los destinatarios, y pensando en la alegría que da recibir hoy una carta que no contenga una factura o un extracto bancario. Por eso paga uno contento los treinta y pico euros que se ha dejado en correos para cartas a los cuatro puntos cardinales de la península y algunos del extranjero, y sale uno con el alma tan esponjada que se sienta a tomarse un café en la terraza de bar que hay junto al establecimiento postal.
Bueno, la verdad es que tampoco fue algo improvisado, porque de haberlo sido no habría llevado un libro para leer en alguna terraza junto a los sobres. Pero bueno, eso son detalles secundarios, porque pese a llevar el libro encima y sacarlo, lo que menos hizo uno fue leerlo.
La terraza, como he dicho, está junto a correos. En la carrera de San Francisco, en un recodo que hace la calle porque la fachada del edificio está retranqueada. Allí hay un quiosco de prensa que lleva años cerrado, y un par de cabinas -bueno, de teléfonos público, porque ya no hay cabina alguna-, además de un centro de asistencia del SAMUR social, ese invento cosmético del Ayuntamiento de Madrid para aparentar que hacen algo por la gente sin techo cuando en realidad no hacen más que maquillar las calles para que no se les vea mucho. El bar en cuestión lleva allí muchos años, pero recientemente le han dado un lavado de cara porque parece ser que tiene nuevos dueños. De todo esto me enteré el otro día tras un encuentro casual con el que fuera camarero de la cafetería del instituto donde uno cursó el bachillerato. Ahora el tipo ha dejado aquello y se dedica a ejercer de encargado en uno de los locales que regentan los propietarios de este bar. Deben tener unos siete negocios en la zona, por lo que le entran a uno ganas de conocerlos, por la fascinación que siempre ha sentido uno por los emporios, aunque sean de algo tan poco sofisticado como los bares de tapas de La Latina y las discotecas horteras.
Total, que uno no podía imaginar ni de lejos lo divertido que es tomarse un café con una tostada con tomate en esa terraza. Le entran a uno ganas de ir todas las mañanas, hacerse parroquiano y llevar una cámara para registrarlo todo.
Apenas me senté en una de las mesas de la terraza, la que estaba más recogida, justo en el esquinazo, vi al camarero comentando con el cliente de la mesa de al lado, que estaba con una niña de unos tres o cuatro años, tomando una cerveza, lo maleducados que eran muchos padres. Le contaba que otra clienta que acababa de largarse le estaba dejando a su hija pasear sobre la mesa como si fuera un patio de juegos. Y claro, él, como camarero, no podía permitir que alguien dejase huellas de las sucias aceras madrileñas donde luego tiene que depositar las consumiciones de los clientes. Desde luego tenía más razón que un santo, las cosas como son. Pero lo mejor del asunto es que no parecía comentarlo con este nuevo cliente como una curiosidad, sino advirtiéndole de que no hiciera él lo mismo con su hija. Una niña que, por cierto, estaba ya de pie en la silla, así que le estaba dejando restos de las basuras callejeras de la capital en la silla en la que más tarde se sentaría otro cliente. El padre de la niña -bueno, supongo que sería el padre, en estos casos tiene uno que suponer estas cosas, si comienza a pensar en otras razones se vuelve uno un poco loco, la verdad- contraatacó pidiéndole al camarero un poco de paciencia. Y usó el argumento más manido de estos casos: “Cómo se nota que no tienes hijos”.
Yo, desde luego, también habría pensado que el camarero no tiene hijos. Es un tipo de tez oscura, algo agitanado, que debe andar por los treinta y pocos. Tenía buen planta, muy buen tipo, con la camisa de un blanco impoluto metida dentro de unos pantalones negros que, al contrario de como se suele acostumbrar en el gremio, no tenían pinzas. Aunque al camisa era de manga larga -en un agosto tórrido con una ola de calor sahariano-, la llevaba remangada y se veían una de esas muñequeras de cuero que uno nunca ha entendido. Si uno es un tenista y debe estarse cinco horas dándole golpes a un melocotón blando, se comprende que uno lleve muñequera para secarse la frente cada poco tiempo, incluso tienen justificación esas horrorosas cintas de pelo que se calzan los jugadores. Pero las muñequeras de cuero, con sus dos hebillas, le hacen pensar a uno en el daño que hicieron las películas de Conan de los años ochenta. Estéticamente no tienen justificación, y funcionalmente tampoco, así que no entiende uno porque las usa la gente. Lo mejor de todo es que en la otra muñeca llevaba un reloj enorme, plateado, con doscientas esferas, que no pegaba con el cuero de la otra mano ni de rebote. Para rematar la faena estaba el peinado, uno de esos tocados a la moda, que uno debe esculpir cada mañana con la ayuda de gomina u otros afeites, y que recuerdan a una peineta incrustada en mitad de la cabeza. No, desde luego no habría pensado uno que el tipo tenía hijos. Pero, los tuviera o no, no se amilanó lo más mínimo y le espetó al cliente:
-Dos, tengo dos hijos. Pero los tengo bien educados.
Y se largó dejando en la mesa el doble de cerveza y el refresco de la niña y sin darle opción de réplica.
Se acercó a la mesa de uno y le pedí el ya mencionado café y la tostada con tomate, que es un desayuno muy oportuno cuando se sufre una ola de calor norteafricano.
Mientras despachaba la comanda el camarero dentro del bar, me fui fijando en el resto de la clientela. Una pareja de mediana edad, con la pinta de hippies trasnochados que tienen muchos de los vecinos del barrio. Gente que tiene bares, o trabaja en profesiones más o menos bohemias, que baja a desayunar al medio día como lo hace uno. Ella llevaba una falda con un estampado de flores y una blusa desteñida, él unos vaqueros ajustados y una camiseta negra que le bailaba debido a su extrema delgadez. Fumaba, él, tabaco de liar, pero se conoce que lo más barato del conjunto, el papel, no lo tenía. Cada cuarto de hora se daba una vuelta por las mesas para pedir un papelillo. Que alguien piense que en una terraza del centro de Madrid con siete mesas el resto va a tener papel de liar te deja claro en qué círculos se mueve. Uno de los clientes, muy amable, le indicó que a apenas cien metros tiene un estanco, y allí podía hacerse con un librillo de papel. Pero el tipo le dijo que esos cien metros era muy lejos, así que entró al bar a preguntar al camarero.
El hombre que le había sugerido lo del estanco era un tipo muy curioso. Delgado, muy bajo, se había sentado en la mesa junto a la mía al poco de hacerlo yo. Salía, también, de la estafeta. Portaba una caja de cartón enorme, un paquete recién recibido, supuse, que se dispuso a abrir en la mesa de la terraza. Sólo por eso merecería la pena acercarse hasta esta esquina todas las mañanas. Tiene que reconocer uno que es un poco cotilla, y eso de ver cómo abre la gente sus paquetes tiene un interés evidente para todo el que pueda presenciarlo. Algunos los abrirán ilusionados, otros temerosos, los menos curiosos, etc. Se podría hacer una clasificación de seres humanos dependiendo de la relación que tienen con los envíos que reciben. Por supuesto, me fije que en la caja ponía, en inglés, algo así como “asiento budista ergonómico”. Lo de asiento ergonómico tenía su lógica, lo de que fuera budista era muy gracioso. Había que contenerse mucho y aguantarse las ganas de mudarse con él a la mesa para ver en qué consistía ese prodigio. La verdad es que, quitando lo del asiento budista, fue el tipo más tranquilo y discreto de toda la mañana. Ojeó las instrucciones de montaje de la silla, se tomó su café, se echó un ducados y se largó sin darle guerra a nadie.
Lo mejor llegó entonces. Cuando el camarero me trajo el café me fijé en que había un loco, el típico hombre con pantalones de pana y una camisa de franela en una mañana de agosto mesetaria, con la melena sucia y que no se había afeitado en meses -o sea, que salvo lo de la ducha que había disfrutado por la mañana, de cuello para arriba era igual que uno-, pidiendo mesa por mesa un cigarro; y una mujer mayor -o sea, una vieja- vestida de negro andando también entre las mesas. La mujer miraba alternativamente al cielo y a las mesas de los clientes. Estos son los locos de esta esquina, me dije. Seguro que alguno de los dos la montarían en breve, me dije. Y en eso se descubre que uno es un malpensado contumaz, porque el loco se ofreció a acercarse al estanco a comprarle papel de liar al otro cliente con tal de poder echarse uno, ya que el ducados que le ofreció el hombre tranquilo no le convenció.
No, el que la lió fue otro. Casi se me cae el café cuando escuché unos golpes que estaba dando un tipo a la cabina telefónica con el auricular.
-Se ha tragado el euro, se ha tragado el euro la muy hija de puta. Mama, se ha tragado el euro.
Nos quedamos todos mirándole. No tanto por lo exagerado de los golpes y las voces que estaba dando, como por el vocativo. Las cabinas, al menos en Madrid, generan muchos problemas y escenas esperpénticas. Hace unos años, estando de copas por el barrio de Malasaña con un amigo barcelonés que estaba de visita, nos topamos con un tipo al que se le había quedado la mano enganchada en el mecanismo de la cabina por intentar recuperar unas monedas que el aparato no le retornaba. Salió en los telediarios y todo, porque ni la policía, ni la ambulancia, ni los bomberos resolvieron nada. Era divertidísimo ver uno tras otro los distintos vehículos en la calle Velarde. Tuvo que llegar un técnico de la compañía telefónica que, con una llave especial, abrió la carcasa en un minuto y liberó la mano del pobre avaro. Durante la espera que, por supuesto, contemplamos íntegra, fueron llegando coches de distintas televisiones para hacer recursos de cara a los noticiarios. Uno, que estaba ya algo achispado, no dejaba de gritar ironías como “A ver si aprendes y te compras un móvil”. O, “joder, te vas a dejar la mano por cien pelas” -todavía no había euro, creo-. Aunque de la que más orgulloso está uno fue de lo de “Llamen a Antonio Mercero, que si lo ve no se lo cree”. Además, debía gritar uno muy algo, porque luego familiares y amigos me dijeron que en las noticias se me escuchaba y que hicieron alguna broma similar con lo de López Vázquez y la cabina.
Total, que a uno no le extraña que alguien pierda los nervios porque la cabina le deja sin monedas y se líe a golpes con ella. No, lo mejor era que le hablase a su madre un tipo de unos sesenta años, canoso, con la camisa perfectamente planchada pero por fuera de los pantalones y unas gafas de sol de macarra discotequero. Todos, como era de esperar, nos pusimos a buscar a la madre, que debía ser una momia o una aparición divina que había bajado de los cielos. Y resultó que era la señora de luto que desfilaba de mesa en mesa, porque le contestó.
-Tranquilízate. Ya has llamado cinco veces esta mañana, no podemos estar así todo el día.
-Pero es que yo quiero hablar con mi mujer y esta cabina hija de puta -ahí volvía a golpearla- se me ha tragado el euro, mama.
-Bueno, venimos luego y pruebas.
-No, yo tengo que hablar con mi mujer. Dame otro euro, mama.
-¿Cómo te voy a dar otro euro, si van ya cinco llamadas esta mañana?
-Dame otro euro, mama.
-No, cómo te voy a dar otro.
-Dámelo.
Y la mujer se lo dio y volvió a alejarse, caminando de nuevo entre las mesas. Ahí nos mirábamos todos entre nosotros y al camarero, que había salido al dintel del bar cuando escuchó los golpes en la cabina.
-¡Otro euro se ha tragado esta otra hija de puta! Me cagüen... Mama, se ha tragado otro euro.
La mujer volvió a mirar la cielo pidiéndole una explicación de todo esto.
-Pues venga, hijo, vámonos a casa, que son ya dos euros los que has tirado.
El hombre golpeaba la cabina con verdadera saña.
-¡Pero qué tienen las cabinas en contra de mí! Esta otra hija de puta se ha tragado otro euro.
-Venga, vamos a casa.
-Has sido tú.
Ahí nos quedamos todos congelados, sin saber qué hacer o qué decir, porque aquello se estaba ya transformando de un chiste a algo trágico.
-Has sido tú, que tienes la negra y me la has pasado, mama.
-Si yo no me he acercado a la cabina aposta, para que no me dijera nada. Ahora dice que soy yo la que tiene la culpa -esto no lo decía por nosotros, sino con el mismo pensar en voz alta que deben usar los dos en casa, porque a esa altura estaba claro que los dos estaban locos.
-Has sido tú, que me quieres joder la vida. Has sido tú la que has estropeado las cabinas.
Aquello era increíble. La mujer, que se conoce que, pese a no andar muy cuerda, está mejor que el hijo, le conminó de nuevo a volver a casa y emprendió camino por la carrera de San Francisco arriba.
Pero el hijo se quedó allí renegando, dando golpes a las cabinas y diciendo que tenía la negra. Todos los clientes que salían de la estafeta se le quedaban mirando extrañados, y nos interrogaban a nosotros con la mirada, queriendo saber lo que había sucedido. En ese momento lo suyo sería haber montado una tertulia, y comentar lo sucedido a ver si entre la imaginación de la niña, la espiritualidad del budista y las alucinaciones del porrero llegábamos a alguna conclusión. Pero no, nos quedamos todos mirándonos y uno tras uno fuimos volviendo a nuestras cosas, no fuera a ser que el tipo se diese cuenta de la escena que había montado y nos encarase a nosotros ahora.
El tipo siguió golpeando la cabina y murmurando unos cinco minutos cada vez con menos fuerza, como una letanía. Y en esas volvió a aparecer la madre.
-Vamos a casa, hijo. Luego bajamos a llamar de nuevo.
-Pero yo tengo que hablar con mi mujer. Vete tú a casa.
-No, vamos los dos.
-Que no voy, que tienes la negra.
Y, dando un último golpe, dejó el aparato colgando y se largó a cruzar la calle. Desde donde yo estaba lo podía ver. Se sentó en el alféizar de una de las ventanas del edificio de enfrente, que es del Insalud o algo así. A la sombra de un arbolillo. La madre lo siguió, y debía de estar convenciéndole de que se largasen a casa. A ella no se la escuchaba. A él sí, porque de vez en cuando al gritaba que se fuera ella, que ya iría él luego. Pero ella, pacientemente, esperaba. Daba todo mucha pena, la verdad.
Le pidió uno al camarero la cuenta. Mientras la traía, el padre agarraba a su hija que amenazaba con subirse a la mesa como ya le advirtió el camarero que no hiciera. Hablaba por el móvil, supuso uno que con su mujer, y le decía que todo aquello era de locos, que estaba en un terraza al lado de San Francisco el Grande donde todo el mundo, hasta el camarero, estaba loco. Daban ganas de darle la razón, la verdad.
En ese momento pensé en que era todo demasiado extraño, en que alguna de esas escenas pueden suceder ante los ojos de un testigo, pero que no es normal que se den todas a la vez. Comencé a sospechar que se trataba de una de esas cámaras ocultas con las que se cachondean luego a costa de la buena voluntad del ciudadano. No podía ser otra cosa. Por eso, cuando llegó el camarero con la cuenta, le preguntó uno dónde estaban las cámaras.
Benítez Reyes, en su Prontuario en marcha, incluye esta definición de poema:
- "POEMA: Dícese en los medios de comunicación de aquellos rostros que muestran un estado lamentable por causas psicológicas relacionadas con el mundo del deporte: "Tras el gol, la cara del portero era todo un poema". (No suele utilizarse en sentido contrario: "Aquel poema parecía la cara de un portero tras un gol".)
Yo creo que la cara del camarero fue todo un poema, desde luego, porque no entendía nada. Estaba claro que todo aquello había sucedido de verdad, que no tenía a ningún productor hábil o un guionista ingenioso detrás. Incluso, para más INRI, yo creo que mi pregunta debió dejar al camarero totalmente perdido, porque hasta ese momento seguro que yo le parecía el único tipo medianamente normal que había pasado por allí. Ahora, después de la pregunta por la cámaras, habrá pensado que uno es el peor, desde luego, y que no puede uno fiarse de nadie. Y le habrá dado exactamente igual que, en una última intentona de arreglar mi imagen maltrecha, le haya dejado casi un euro de propina. Seguro que al volver dentro del bar le habrá comentado a su compañero de la barra:
-Se acaba de ir un idiota que se piensa que montamos espectáculos para distraer al personal. Hasta ha dejado un montón de pasta de más, como su fuéramos unos cómicos de los del paseo del lago del Retiro.