Hay días que, sin saber uno muy bien por qué, parecen correr como un helado de vainilla con cookies. Frescos, agradables, sabrosos. Serían lo contrario a uno de esos días rojos de Holly Golighty. Y lo más gracioso es que llegan de un modo casi estúpido.
El pasado sábado regresé de un viaje. El buzón estaba lleno de cartas -algunas que no son ni para mí, sino de la casera o de alguno de los inquilinos anteriores que, por el membrete del sobre, debe ser un tipo con muchos problemas de morosidad-, y entre ellas había una de La Casa Encendida. La verdad es que pensé que se trataba de la programación de los próximos meses. Me dije para mí, por fin alguno de los amigos y conocidos que trabajan allí se ha acordado de incluirme en el mailing de los folletos. Así podré estar informado de esas actividades a las que casi nunca me acerco, sobre todo por pereza, ya que el centro cultural en cuestión está a menos de cinco minutos andando de casa. Y, la verdad, dejé el sobre junto a las cartas del banco, las publicidades de tarjetas de crédito y demás, sin abrirlo.
Tengo al costumbre, no sé si sana, de abrir mi correspondencia en el retrete. Si, como un entretenimiento más. A lo mejor es porque de un modo automático, inconsciente, relaciono mis heces con la porquería que meten en mi buzón, a veces camuflada de sesudas e importantes cartas de instituciones comerciales. Así que no esperaba nada de la carta de La Casa Encendida. Pero, al abrirla, qué sorpresa. Nada de folletos, se trabaja de un precioso cuaderno hecho de páginas rosas reutilizadas. Y entonces supe quién estaba detrás de ese cuaderno, y con sólo haberlo recibido y saber de quién venía pareció el que sol brillaba más y calentaba un poco menos la mañana de este tórrido lunes de agosto.
Hace ya casi diez años me fui un año a vivir a Lisboa. La excusa fue una de las becas Sócrates-Erasmus que han servido a tantos jóvenes para tener un puñado de ciudades del mundo en las que ahorrarse el hotel cuando van de visita. La verdad es que uno hizo poca vida académica. No fui a Lisboa hasta entrado el mes de octubre porque se nos había avisado que la facultad de letras estaba de obras y hasta mediados de mes no abriría sus puertas. Lo mejor fue que hasta iniciado noviembre no hubo clases y que a lo largo de todo el año no estuvo disponible la biblioteca de la facultad. Con eso creo que lo he dicho casi todo.
Para mí ese año fue el del conocimiento de una cultura que desde entonces siento como mía -no es difícil, ya que siempre he sospechado que tengo algunos antepasados lusos por el origen de parte de mi familia-, y de trabar amistad con dos amigos estupendos: Laura y Sergio.
Hasta hace apenas un año ellos permanecieron en Lisboa. Allí construyeron un hogar, engendraron a su hija, y se dejaron la piel intentando sobrevivir en una ciudad amable y acogedora pero desesperante en algunos momentos.
Sergio es biólogo y vende bombas de vacío para laboratorios. Laura, que llegó a cursar el doctorado en biología, ha elegido en cambio senderos un poco más artísticos. Como intérprete y bailarina. Algunas veces la he visto en obras de teatro y en alguna “pieza” a medio camino entre la danza contemporánea y las “performances”. Y la mayoría de las veces me he quedado con la sensación de no haber entendido nada y de que me han hecho pensar mucho. Como en una clase de matemáticas avanzadas, que es una sensación agradable, al menos para mí. Pues bien, resulta que a mediados de junio me llamó para ofrecerme unas entradas para una obra en la que participaba. Los Torreznos había seleccionado a un grupo de actrices para una obra en torno al poder. Laura era una de ellas.
No sé muy bien cómo, pero terminé no sólo asistiendo, sino incluso escribiendo un artículo sobre la representación para el periódico. Un texto en que, como no podía ser de otro modo, daba a entender que no había entendido nada pero que me habían hecho pensar mucho, como en una clase de física.
A los pocos días quedé para comer con Laura y Sergio. Ella tuvo que irse pronto porque tenía que “preparar” la representación de esa noche. Por lo visto, los gestores de La Casa Encendida la habían contratado, además, a lo largo de todo el festival para acondicionar el patio donde se realizaban los pases de los distintos grupos teatrales o conjuntos interpretativos -parece que estuviera presentando la sección de coros y danzas del programa Gente Joven, en el que se estrenaron los Mecano-. Le pregunté qué tenía que hacer. Y entonces me dijo que había que desparramar por la sala y pasillos un montón de pliegos rosas. Eran los mismos pliegos rosas que algunos de los espectadores de la representación a la que asistí garabatearon, los que arrugábamos y echábamos al suelo para poder sentarnos en nuestras butacas -en realidad eran sillas tijera de ikea pero respetemos la terminología teatral-, los que provocaban un rumor estruendoso en los pases.
“¿Para qué narices lo llenáis todo de los dichosos papeles?” le pregunté.
Me respondió que ya lo vería.
Y hoy lo he visto, al abrir el sobre de La Cada Encendida. Un cuaderno de hojas rosas, con restos de los programas del día, con manchas de suelas -quizá de mis propios zapatos-, con algún garabato, con algún roto. Un cuaderno que tendré que rellenar antes o después de palabras, de dibujos, de un poco más de vida.
Para que, cuando se lo regale a Laura, tenga algunas experiencias y recuerdos más que cuando ella me lo envió, ya cargado con unas cuantas.