Casi desconocido en español, Noll es una de las voces más originales de la narrativa brasileña. Comparado con Beckett, dice que lleva su sintaxis hasta el límite, hasta llegar a rozar el error.
Por: Oliverio Coelho
Basta mencionar a escritores como Joao Guimaraes Rosa, Clarice Lispector y Machado de Assis en narrativa, o a Carlos Drummond de Andrade, Joao Cabral de Melo Neto, Manuel Bandeira en poesía, para corroborar que Brasil no es sólo un país de grandes músicos: su literatura, claramente, es una de las más complejas y variadas del continente.
A estos seis íconos habría que sumarles muchos otros, como los inclasificables Haroldo de Campos y Dalton Trevisan. Entre los más contemporáneos, a João Gilberto Noll, Milton Hatoum y Sergio Sant'Anna, todos recientemente editados en la Argentina. Nacido en Porto Alegre en 1946, Joao Gilberto Noll ha mantenido por casi tres décadas una estética inconfundible: frases de una precisión extrañada y poética, universos minimalistas que tienden a la desintegración y a una fragmentación sensual. Podría decirse que sus libros, con cierta modulación beckettiana y una fina añoranza existencialista, giran en torno a un mismo personaje que, en situaciones extremas de abandono y absurdo, pierde identidad a medida que vaga.
En Lord y Bandoleros, novelas traducidas al castellano y publicadas por Adriana Hildago en el 2006 y el 2007, respectivamente, los protagonistas aparecen despersonalizados en el paisaje urbano: uno en Londres, otro en Boston y Porto Alegre. Ambos son máquinas de aprehender en lo cotidiano rituales subterráneos y consumirse en la intensidad de esas percepciones. Esa intensidad es reflexiva y muchas veces hilarante; siempre funciona como piedra de toque de una transformación lenta que marca el ritmo sincopado de cada libro. A diferencia de Lord, que presenta cierta linealidad en su estructura, en Bandoleros la simultaneidad de episodios y espacios resulta una de las experiencias más osadas en la literatura latinoamericana post boom.
En Harmada, de reciente edición (Adriana Hidalgo), la apuesta se intensifica, y la cadena vertiginosa de peripecias termina de confirmar que la escritura de Noll está entre las más originales del panorama literario actual. El personaje ya no está inmiscuido en laberintos urbanos, sino en paisajes metafísicos que disparan rectas surrealistas y oníricas: desde el encuentro con un niño herido en la orilla de un río, una orgía con actrices decadentes, un casamiento disparatado, una estadía en un asilo y finalmente el regreso a Harmada, su ciudad natal, donde, como en todos relatos de Noll, aparece algún viejo amigo, nuevas identidades, y mucho azar. Da la impresión de que en esta novela las mutaciones son más brutales, y el personaje no vive una lenta transformación, sino vidas sucesivas sometidas a un montaje en cámara rápida. Más cerca del éxtasis que de la experimentación razonada, más cerca de un tiempo mental alucinado que de la linealidad de una historia, todo en Harmada cumple con aquello a lo que Noll confiesa aspirar: "Me gustan los personajes que brotan como una aparición, una esfinge. Que exista este nicho ritualista. Quiero que la novela tenga la grandiosidad de un rito".
Después de la lectura de "Bandoleros" y "Harmada" se acentúa la impresión de que la experiencia que propone, para sus personajes y para el lector, es metafísica.
Estoy completamente de acuerdo. Tal vez porque viví una infancia bajo el yugo del catolicismo, acostumbrado a la tradición de la gula hacia eso que nunca tendremos: la vida eterna. Hoy, como ateo, es posible que escriba ficción intentando extraer un flujo hipnótico de esa existencia vetusta. Soy un autor pasional, nada cerebral. Encuentro mis narrativas a través del lenguaje y no a la inversa. Primero viene la voz, luego la trama. Y el resultado, tal vez, es una prosa con materialidad poética. Sin olvidar la violencia, el carácter como de alquilado que puede tener la prosa. Pienso que el estilo puede ser una suerte de somatización del contenido de la ficción. Busco huir de la prosa neutra, amorfa en la superficie, lenguaje que sería equivalente al del cine por televisión. Mi utopía particular es que la literatura pueda contener a la música, la mayor de las artes. Digo mayor porque no precisa materializar ideas, es algo no intelectual. Estoy separando aquí las letras de las canciones. Mi formación primera fue en el canto lírico. La literatura puede ser una forma de oponerse a nuestra condición a través de un ritmo sumergido, un rayo sonoro en las bases del lenguaje.
¿De qué manera?
Se trata muchas veces de una coreografía sorda. Creo que mis libros intentan un cuerpo a cuerpo con nuestra precariedad de expresión. La incursión por la sintaxis va hasta su límite, rozando el error. Es preciso personificar la dificultad inherente a la expresión. Clarice Lispector sufrió mucho esa autoexposición en sus libros. Pero yo lucho para no hacer de los personajes figuras abstractas, sino circunstancias. Mis personajes están insertos en un paisaje concreto. Londres, Boston, Porto Alegre, Río de Janeiro. Pese a esa tangibilidad, mi protagonista, que en cierta forma es siempre el mismo, de un libro a otro, no tiene nombre, vive desfamiliarizado, sin un rostro acabado, extraño, como una aparición eclipsada, casi. Mi protagonista es un hombre que llevo en el pecho y no existe la menor posibilidad de que se disuelva. Es mi único dogma. Existe cierta ética literaria en la preservación de ese ideal imaginario, cultivado dentro o fuera de lo escrito.
¿Pero esa identidad imaginaria, ese hombre "interior" no está sometido a cambios?
En mi nueva novela, terminada hace unos meses, llamada Acenos e afagos ("Gestos y caricias"), ese hombre acompaña su propio fin dentro de su sepultura. Apegado a un obstinado residuo de vida, en un empirismo terminal, percibe que todo es cuestión de minutos. Pero su compañero, vivo todavía, improvisa la función del sepulturero. Sepulturero a la inversa. Saca con mucho esfuerzo el ataúd del foso y lo abre para darle un beso a su amante suspendido en la ausencia. ¿Un nuevo Lázaro? No, no se trata de nostalgia de algún ilusionismo del Evangelio. Es otra cosa. Es tal vez lo que se podría considerar la infiltración del ardor en la duración inútil del cuerpo. Al fin y al cabo, soy de una generación para la cual las matrices de la dialéctica eran las fuerzas que terminaban por producir sentido y acción.
¿Cuánto de su experiencia y de su biografía se filtra en sus libros?
Tanto Bandoleros como Lord fueron escritos en países que no son el mío. Bandoleros en Estados Unidos y Lord en Inglaterra. No los habría escrito si no hubiera tenido esa experiencia de vivir algunas temporadas fuera de Brasil. Digamos que son libros míos bien empíricos. ¿Pero lo serán realmente? A veces dudo de esto. Lo que procuro en la ficción es un punto de intersección entre el yo y el mundo. Ni propiamente la cosa autobiográfica ni la crónica del modus vivendi extranjero. Lo que importa, sí, para el artista en general, no es tanto la crónica de la experiencia ni tampoco lo contrario, es decir, esa máscara que usamos para sobrevivir, sino esa tercera instancia que reformula nuestra condición. Todo esto puede parecer una especulación compleja, pero sirve de hecho a un único amo: el humor, en cada libro más nítido en mi trabajo. Tanto en Bandoleros como en Lord y Harmada, y ahora más abiertamente en Acenos e afagos, hay un humor no ya refinado sino patético, carnavalesco. Escribí Acenos e afagos bajo el efecto de grandes ataques de risa. Risotadas que me aliviaban un poco del arduo servicio de escribir. La primera vez que sentí en mi ficción la posibilidad de la risa fue en Bandoleros, cuando una amiga me hizo ver los tonos burlescos de la novela. En un principio pensé que no había entendido el libro. Después brindé con ella.
Hablando de "Bandoleros", todavía más que en "Lord", la narración está sumamente fragmentada. ¿Vino con la historia o es parte de un don, diríamos, que está en su lenguaje?
La confusa fragmentación de Bandoleros se dio de forma aleatoria durante la escritura. En un comienzo pensé que cuando llegara al fin iba a reordenar la narración. Pero no ocurrió así. Como escritor instintivo y pasional que soy, en el transcurso de la escritura de las novelas trato de obedecer el posible magnetismo del lenguaje. Pero está claro que puedo conjuntamente trabajar la frase, el lenguaje que me fue dado. Y suspendo la intervención más profunda en la estructura, ya que eso lo hago sólo al final, como visión del conjunto. Pero en un segundo momento trabajo la novela hasta el cansancio.
Aunque no llega al "nonsense", en su obra hay un trabajo de desarticulación del sentido que llevó a que asociaran su estilo con el de Samuel Beckett.
Pienso que hay un poco de ese clima en mis libros. No, de todos modos, con una actitud premeditada y vanguardista. Escribo eso que mi organismo está en condiciones de darme. Siendo una somatización, el aspecto formal es el que le da cuerpo a la trama. Poco importa si se elige una forma clásica o vanguardista. Fui ligeramente afásico cuando era chico, el lenguaje siempre me costó. Y traigo esos dramas para componer, junto con otros elementos como el lenguaje de mi trabajo de escritor. Pero la literatura no es producida por la abstracción, como podría ser el caso de un ensayo. Por más que a un escritor le gusten las construcciones abstractas, todo se remite al cuerpo, la unidad humana, lo queramos o no. En este sentido, la literatura fue para mí el hecho histórico de la existencia física y sus derivados, como por ejemplo el aparato psicológico y sus percepciones deformantes, realistas o afeadoras.
En Lord y Bandoleros, novelas traducidas al castellano y publicadas por Adriana Hildago en el 2006 y el 2007, respectivamente, los protagonistas aparecen despersonalizados en el paisaje urbano: uno en Londres, otro en Boston y Porto Alegre. Ambos son máquinas de aprehender en lo cotidiano rituales subterráneos y consumirse en la intensidad de esas percepciones. Esa intensidad es reflexiva y muchas veces hilarante; siempre funciona como piedra de toque de una transformación lenta que marca el ritmo sincopado de cada libro. A diferencia de Lord, que presenta cierta linealidad en su estructura, en Bandoleros la simultaneidad de episodios y espacios resulta una de las experiencias más osadas en la literatura latinoamericana post boom.
En Harmada, de reciente edición (Adriana Hidalgo), la apuesta se intensifica, y la cadena vertiginosa de peripecias termina de confirmar que la escritura de Noll está entre las más originales del panorama literario actual. El personaje ya no está inmiscuido en laberintos urbanos, sino en paisajes metafísicos que disparan rectas surrealistas y oníricas: desde el encuentro con un niño herido en la orilla de un río, una orgía con actrices decadentes, un casamiento disparatado, una estadía en un asilo y finalmente el regreso a Harmada, su ciudad natal, donde, como en todos relatos de Noll, aparece algún viejo amigo, nuevas identidades, y mucho azar. Da la impresión de que en esta novela las mutaciones son más brutales, y el personaje no vive una lenta transformación, sino vidas sucesivas sometidas a un montaje en cámara rápida. Más cerca del éxtasis que de la experimentación razonada, más cerca de un tiempo mental alucinado que de la linealidad de una historia, todo en Harmada cumple con aquello a lo que Noll confiesa aspirar: "Me gustan los personajes que brotan como una aparición, una esfinge. Que exista este nicho ritualista. Quiero que la novela tenga la grandiosidad de un rito".
Después de la lectura de "Bandoleros" y "Harmada" se acentúa la impresión de que la experiencia que propone, para sus personajes y para el lector, es metafísica.
Estoy completamente de acuerdo. Tal vez porque viví una infancia bajo el yugo del catolicismo, acostumbrado a la tradición de la gula hacia eso que nunca tendremos: la vida eterna. Hoy, como ateo, es posible que escriba ficción intentando extraer un flujo hipnótico de esa existencia vetusta. Soy un autor pasional, nada cerebral. Encuentro mis narrativas a través del lenguaje y no a la inversa. Primero viene la voz, luego la trama. Y el resultado, tal vez, es una prosa con materialidad poética. Sin olvidar la violencia, el carácter como de alquilado que puede tener la prosa. Pienso que el estilo puede ser una suerte de somatización del contenido de la ficción. Busco huir de la prosa neutra, amorfa en la superficie, lenguaje que sería equivalente al del cine por televisión. Mi utopía particular es que la literatura pueda contener a la música, la mayor de las artes. Digo mayor porque no precisa materializar ideas, es algo no intelectual. Estoy separando aquí las letras de las canciones. Mi formación primera fue en el canto lírico. La literatura puede ser una forma de oponerse a nuestra condición a través de un ritmo sumergido, un rayo sonoro en las bases del lenguaje.
¿De qué manera?
Se trata muchas veces de una coreografía sorda. Creo que mis libros intentan un cuerpo a cuerpo con nuestra precariedad de expresión. La incursión por la sintaxis va hasta su límite, rozando el error. Es preciso personificar la dificultad inherente a la expresión. Clarice Lispector sufrió mucho esa autoexposición en sus libros. Pero yo lucho para no hacer de los personajes figuras abstractas, sino circunstancias. Mis personajes están insertos en un paisaje concreto. Londres, Boston, Porto Alegre, Río de Janeiro. Pese a esa tangibilidad, mi protagonista, que en cierta forma es siempre el mismo, de un libro a otro, no tiene nombre, vive desfamiliarizado, sin un rostro acabado, extraño, como una aparición eclipsada, casi. Mi protagonista es un hombre que llevo en el pecho y no existe la menor posibilidad de que se disuelva. Es mi único dogma. Existe cierta ética literaria en la preservación de ese ideal imaginario, cultivado dentro o fuera de lo escrito.
¿Pero esa identidad imaginaria, ese hombre "interior" no está sometido a cambios?
En mi nueva novela, terminada hace unos meses, llamada Acenos e afagos ("Gestos y caricias"), ese hombre acompaña su propio fin dentro de su sepultura. Apegado a un obstinado residuo de vida, en un empirismo terminal, percibe que todo es cuestión de minutos. Pero su compañero, vivo todavía, improvisa la función del sepulturero. Sepulturero a la inversa. Saca con mucho esfuerzo el ataúd del foso y lo abre para darle un beso a su amante suspendido en la ausencia. ¿Un nuevo Lázaro? No, no se trata de nostalgia de algún ilusionismo del Evangelio. Es otra cosa. Es tal vez lo que se podría considerar la infiltración del ardor en la duración inútil del cuerpo. Al fin y al cabo, soy de una generación para la cual las matrices de la dialéctica eran las fuerzas que terminaban por producir sentido y acción.
¿Cuánto de su experiencia y de su biografía se filtra en sus libros?
Tanto Bandoleros como Lord fueron escritos en países que no son el mío. Bandoleros en Estados Unidos y Lord en Inglaterra. No los habría escrito si no hubiera tenido esa experiencia de vivir algunas temporadas fuera de Brasil. Digamos que son libros míos bien empíricos. ¿Pero lo serán realmente? A veces dudo de esto. Lo que procuro en la ficción es un punto de intersección entre el yo y el mundo. Ni propiamente la cosa autobiográfica ni la crónica del modus vivendi extranjero. Lo que importa, sí, para el artista en general, no es tanto la crónica de la experiencia ni tampoco lo contrario, es decir, esa máscara que usamos para sobrevivir, sino esa tercera instancia que reformula nuestra condición. Todo esto puede parecer una especulación compleja, pero sirve de hecho a un único amo: el humor, en cada libro más nítido en mi trabajo. Tanto en Bandoleros como en Lord y Harmada, y ahora más abiertamente en Acenos e afagos, hay un humor no ya refinado sino patético, carnavalesco. Escribí Acenos e afagos bajo el efecto de grandes ataques de risa. Risotadas que me aliviaban un poco del arduo servicio de escribir. La primera vez que sentí en mi ficción la posibilidad de la risa fue en Bandoleros, cuando una amiga me hizo ver los tonos burlescos de la novela. En un principio pensé que no había entendido el libro. Después brindé con ella.
Hablando de "Bandoleros", todavía más que en "Lord", la narración está sumamente fragmentada. ¿Vino con la historia o es parte de un don, diríamos, que está en su lenguaje?
La confusa fragmentación de Bandoleros se dio de forma aleatoria durante la escritura. En un comienzo pensé que cuando llegara al fin iba a reordenar la narración. Pero no ocurrió así. Como escritor instintivo y pasional que soy, en el transcurso de la escritura de las novelas trato de obedecer el posible magnetismo del lenguaje. Pero está claro que puedo conjuntamente trabajar la frase, el lenguaje que me fue dado. Y suspendo la intervención más profunda en la estructura, ya que eso lo hago sólo al final, como visión del conjunto. Pero en un segundo momento trabajo la novela hasta el cansancio.
Aunque no llega al "nonsense", en su obra hay un trabajo de desarticulación del sentido que llevó a que asociaran su estilo con el de Samuel Beckett.
Pienso que hay un poco de ese clima en mis libros. No, de todos modos, con una actitud premeditada y vanguardista. Escribo eso que mi organismo está en condiciones de darme. Siendo una somatización, el aspecto formal es el que le da cuerpo a la trama. Poco importa si se elige una forma clásica o vanguardista. Fui ligeramente afásico cuando era chico, el lenguaje siempre me costó. Y traigo esos dramas para componer, junto con otros elementos como el lenguaje de mi trabajo de escritor. Pero la literatura no es producida por la abstracción, como podría ser el caso de un ensayo. Por más que a un escritor le gusten las construcciones abstractas, todo se remite al cuerpo, la unidad humana, lo queramos o no. En este sentido, la literatura fue para mí el hecho histórico de la existencia física y sus derivados, como por ejemplo el aparato psicológico y sus percepciones deformantes, realistas o afeadoras.
Publicado en el diario Clarín