Por eso, desde el título, aconsejamos comprar La novela luminosa antes de que termine este verano de perros, recomiencen las huelgas de maestros y recrudezca la tozudez de los gobernantes empecinados en cuidar la plata para destinarla a festivales pop, trenes bala y pasajes aéreos.
Otro motivo a considerar es el precio. Pocas cosas han de haber más satisfactorias que puedan conseguirse por apenas sesenta y dos pesos, que equivalen al sesenta por ciento de valor en dólares de la edición uruguaya, y a menos de la mitad del precio en euros de la recién publicada en España. Claro que ambos países son virtualmente primer mundo, pero aquí –en el tercero o cuarto–, parece que la filial de Random House ha calculado el costo del papel a precios 2005: tarde o temprano revisarán sus cuentas y el que vaya a comprarla después de Carnaval se encontrará con una desagradable sorpresa.
El giro. Casualmente La novela luminosa aparece al mismo tiempo que El giro autobiográfico, una colección de ensayos de Giordano sobre este género ancestral que parece atraer a tantos ejecutantes en la nueva literatura argentina. Levrero descubrió de muy joven que el personaje más rotundo e inolvidable de su obra era el narrador y gradualmente fue identificándolo con el yo narrativo que predomina en sus cuentos y novelas. La evolución se advierte en los relatos que integran El portero y el otro (Arca; Montevideo; 1992) una selección de textos compuestos entre 1966 y 1987 y se puede verificar en la reedición de 1998 de La máquina de pensar en Gladys que reúne otros textos de fines de los setenta.
Autobiográfico. A ese personaje tramado de tics, fobias, obsesiones, manías y supersticiones se lo puede reconocer en la mayoría de sus relatos y novelas, hasta en los que bien pudieron clasificarse en los géneros fantástico, policial y de ciencia ficción. Toda narrativa contiene restos autobiográficos pero en Levrero el género responde a una decisión. En el extremo de la autobiografía está la crónica veraz y el diario personal. Siempre que el narrador reflexiona sobre el relato o da testimonio de las percepciones de un personaje en las pocas veces que se permite entrar a la conciencia de un tercero tiene lugar la irrupción del factor Levrero, ese entramado de manías que orientan a tratar al mundo real como una fantasía y a lo fantástico como al conjunto de piezas que dan cuenta del funcionamiento de la máquina de la realidad.
La irrupción. “Irrupción” es una palabra levrerina. El mismo la usó como comodín para sus intervenciones de prensa en la revista Posdata. Afortunadamente, una antología de ciento veintiséis de esos textos fue publicada por Punto Sur en Montevideo en 2007. Pensando en Barthes, puede decirse que son una suerte de Antimithologies. Si las Mitologías fueron compuestas para interpretar los mensajes del mundo con las herramientas del análisis lingüístico, los 126 artículos de sus Irrupciones parecen destinados a resignificar el mundo desde un mito en estado naciente y floreciente: la mirada del autor y su dominio absoluto de la lengua natural. Infortunadamente, la terminal local del editor uruguayo –Santillana-Alfaguara, del grupo Prisa– no ha encontrado, hasta ahora, motivos para introducir este libro en la Argentina.
Pensar sin pensar. “Pensaba, pero no pensaba; era algo que estaba dado, no un pensamiento; era una voluntad o un sentimiento, algo que estaba fuera del telón con pensamientos. No podía pensar, hasta que elegí pensar. Elegí esto. Empecé a pensar y seguí pensando, o dejándome pensar por ESO que piensa a mi alrededor y me atraviesa...”, escribe en una de sus Irrupciones . En ese lugar del “pensamiento dado” –un saber en estado naciente, aún indiscernible del deseo y la emoción– se pone a escribir Levrero. Al poder, al saber, al deseo: todo se le trifurca al autor y el saber se escribe desde los sentimientos, la voluntad –bajo la forma de la duda, la vacilación y la desidia– se procesa desde el saber, y el sentimiento mismo se somete al cálculo y a la descripción, ora geométrica, mecánica o arquitectónica, ora informática.
Trifurque. Saber, poder, deseo, temas de todos, son el dominio de Levrero, que pese a su conversión al catolicismo –un tanto newager o, probablemente, tan newager como la integración gozosa de Bellatín a su secta musulmana–, nunca acertó a reconocer en ellos las trifurcadas tres virtudes teologales de la secta romana: Fe, Esperanza, Caridad. Parece chiste, pero lo primero que el mundo conoció de este autor apareció en la revista El lagrimal trifurca de Francisco Gandolfo, quien hacia 1967 publicó el elogio de su hijo Elvio a la nouvelle Gelatina.
Lecturas provisorias. Pasé años leyendo Levrero, y por iniciativa de Alicia Hoppe –su ex mujer y eterna médica de cabecera– fui el segundo lector de los borradores de la Luminosa, recién recuperados de su caos informático por su amigo el escritor y experto en computación Eduardo Giménez. Llevo años leyendo lo que se escribe sobre Levrero y sin reparar en los elogios de Bolaño, destaco los trabajos de Gandolfo, los de Alvaro Mathus (El laberinto de la personalidad) e Ignacio Echevarría (Levrero y los pájaros) en el número 5 de la Revista de la Universidad Diego Portales, el de Oliverio Coelho en Inrockuptibles, y el de Tabarovsky en El País de Madrid y, particularmente, las lecturas de “Flavia” y sus decenas de corresponsales del blog la lectoraprovisoria.com.ar que testimonian la trasformación de cultos lectores de novedades en el tipo de lectores de culto al que aspiraba Levrero.
Libros de culto. Como su El discurso vacío, La novela luminosa será una obra de culto. (Otra buena razón para comprarlo… ¡Cómprelo ya!). Nos presenta al Levrero de 2000 que desde hacía quince años atesoraba una novelita de no más de cien páginas de la que ya se habían perdido varios capítulos. Acaba de obtener una beca Guggenheim para mejorarla y concluirla. No se le ocurre nada que agregar. Tampoco lo entusiasma mucho esa novela que es apenas una crónica impecable de los antecedentes de su conversión, narrada “con la imaginación disfrazada de recuerdo”, según declara desde el comienzo. Releyendo los capítulos que sobrevivieron de aquel texto, encuentra que el relato “pierde el rumbo casi al comienzo y los cinco capítulos no son otra cosa que el esforzado intento por retomar el rumbo perdido”.
El motivo es la novela. Un texto mutilado y largamente desestimado por el autor, quien releyéndolo desde el punto de vista de un futuro lector lo encuentra incompleto e inconvincente es el objetivo pactado con la fundación que lo becó.
Pero Levrero, que poco antes pudo hacer una obra maestra a partir de un cuaderno de caligrafía usado en uno de sus ejercicios vanos de autoayuda (su El discurso vacío, publicado por Interzona) y treinta y cinco años atrás había sido capaz de construir un universo a partir del big-bang tecnológico desencadenado por un neurótico que escruta los mecanismos de su encendedor de bencina (en el relato La calle de los mendigos, integrado entre los de La máquina de pensar en Gladys, publicada por Arca), sólo necesita comenzar un diario de su imposibilidad de avanzar en una novela y administrarlo a lo largo de doce meses para alcanzar la perfección de la novela de su vida, un libro imprescindible. ¡Cónsígaselo de alguna manera!
Novela oscura. Durante años el autor estuvo prometiendo una “novela luminosa” y una “novela oscura” que tal vez nunca existió, o apenas bocetó, o que alcanzó a escribir y se disolvió en alguna de las catástrofes informáticas que en las primeras versiones de Windows eran aún más frecuentes que ahora. Pero se puede componer una novela oscura a partir de sucesivas lecturas de la luminosa. Levrero merece tal ejercicio, que no requiere búsquedas esotéricas en las huellas que este gran esotérico dejó en su libro. Saber que es un maestro del tratamiento inverso de la figura y el fondo de sus textos, puede justificar el goce de releer lo mismo que impulsó al culto de sus libros y al amor por Levrero como una exposición ampliada de lo odiosos que somos. Otro buen motivo para comprar y perdonarnos.
Para ese entonces, la mayoría de los amigos le llamábamos Jorge (por Varlotta), después de décadas de llamarlo Mario (por Levrero). La cosa venía, aproximadamente, desde la mudanza de Colonia a Montevideo, después de vivir un período en Buenos Aires. Y se había afirmado desde que empezó a vivir en un departamento grande y antiguo, en la calle Bartolomé Mitre, frente al hotel Pirámides (donde había vivido Lautréamont) y sobre la calle que se había convertido en una ristra de bares ruidosos por la noche, estruendo que él detestaba con intensidad, aunque buena parte del departamento quedaba lejos de la calle (la otra parte daba a la calle Rincón). Con su forma de L, lograba tener una visión espléndida de la Plaza Independencia (sobre todo por la noche) de un lado, y otra (por la ventana del dormitorio) de la bahía de Montevideo.
Durante décadas, Jorge (antes Mario) había vivido en un departamento estrecho y larguísimo del 936 de la calle Soriano, que todo aquel que lo conoció reconoce en muchos de sus relatos. Desde allí había viajado a Burdeos (Francia) y a Rosario y Buenos Aires (Argentina), ciudad esta última donde vivió y trabajó (dirigiendo una revista de acertijos) durante algunos años. Al fin regresó a Uruguay y se quedó unos años en Colonia. A despecho de declaraciones como “Colonia fue mi temporada en el infierno”, hizo grandes amistades en cada uno de esos lugares. Del único que no quedan registros es de Burdeos, tal vez por una cuestión de lengua.
La plata y el aire. El vínculo (o el trait d’union, como dirían en Burdeos) entre Buenos Aires y Colonia fueron la doctora Alicia Hoppe (actual albacea de su obra) y su hijo Juan Ignacio, que se lleva hoy muy bien con Nicolás, el hijo de Levrero que vive en Barcelona, recibido en Psicología. En esos años, Levrero fue un padre riguroso con Juan Ignacio, incluso excesivo, pero siempre dispuesto a tremendas palizas de películas favoritas o despreciadas miradas, una tras otra, en VHS, en sesiones que iban de la tarde a la noche larga.
Cuando la relación con Alicia se complicó, Varlotta logró al fin alquilar el departamento de la calle Mitre. Allí llevó gran parte de su biblioteca (donde tenían un puesto central docenas de ediciones baratas de Stanley Gardner y Nero Wolfe), y sobre todo fue absorbido, chupado, por ese chiche nuevo que era una computadora, tan letal en su seducción como las mujeres de sus relatos fantásticos. Pasaba que una parte de su mente trabajaba matemática, incluso geométricamente: basta citar su costumbre rigurosa de anotar en un papelito metido bajo el celofán del paquete de cigarrillos, la hora en que encendía cada uno, para deducir, al fin del día, que el consumo había bajado en un 11,03%, por ejemplo.
El departamento era, propiamente, un departamento para él. Incluía una especie de vitrina iluminada con objetos heteróclitos, era un poco laberíntico, tenía aparatos antiguos (como el calefón, que en Montevideo suele ser casi siempre un tanque de al menos 50 litros, eléctrico) y una gran sala para instalar (como lo hizo) una prolongada mesa para reuniones de directorio, que usaba en cambio para las clases del taller literario, tarea que había aprendido a fondo en Colonia.
Para todos los que lo conocíamos fue una alegría serena, silenciosa y agradable enterarnos de que había obtenido la beca Guggenheim. La justicia, después de todo, podía llegar a existir. Sus soluciones fueron directas, francas: poner aire acondicionado (odiaba el calor del verano casi tanto como el ruido, que en Montevideo, contra lo que suele creerse, puede alcanzar niveles altísimos). Y un sillón grande, compacto, realmente para sentarse y estar muy cómodo, donde solía charlar.
Lo que había cambiado era la relación con esos amigos. En este caso el trait d’union era la portera, a quien se le dejaban o él dejaba revistas, libros o videos en préstamo. Después todo pasaba por la computadora: era mucho más fácil arreglar una cita por mail que por teléfono. Es posible que alguno más de nosotros haya pensado lo mismo que yo: estaba disfrutando de la vida, y alguna vez volvería a escribir. Una vez me alegró aún más que la Guggenheim ver una hoja escrita sobre un estante.
—¿Estás escribiendo algo? –le pregunté.
Largó una especie de carcajada.
—Sí, es algo, pero no me gusta. Una especie de chiste sobre la propia beca.
Era, por supuesto, La novela luminosa.
Un apéndice de un prólogo. La novela luminosa, el muy extenso libro póstumo de Mario Levrero (casi 600 páginas), es uno de los intentos más ambiciosos y paradójicamente logrados de lo que en otros tiempos se denominaba “literatura latinoamericana”. La etiqueta es necesaria para indicar hasta qué punto el libro rompe con el marco de la también denominada “literatura uruguaya” actual, y se instala entre otras obras inclasificables, como Museo de la novela de la Eterna, del argentino Macedonio Fernández; Por los tiempos de Clemente Collins de Felisberto Hernández, o más cercanamente (en el tiempo y las intenciones), el Diario 1974-1983 de Angel Rama, o más aún, La tentación del fracaso, el enorme diario del peruano Julio Ramón Ribeyro.
El volumen de Levrero continúa y amplía un ahondamiento de la “investigación de sí mismo” que ha sido siempre su obra, pero sobre todo a partir de un relato, El diario de un canalla (1991), y más aún de El discurso vacío (1996), considerada por muchos de sus lectores y parte de la crítica como su obra maestra. Los tres textos avanzan no sólo en tamaño, sino también en un proceso de “abandono de sucesivas capas de ficción”, según lo definió su amigo Eduardo Abel Giménez. Las tres parecen narrar la “vida real” del autor.
A diferencia de otros diarios de escritores, éste pierde buena parte de su dimensión si se lo lee salteado en vez de linealmente: hay núcleos poderosos que se van desarrollando en el tiempo, como en una novela. El título “Prólogo” suena a chiste formal (en eso se asemeja al Museo de la novela de la Eterna con sus incontables prólogos), pero se trata de un chiste en serio. Porque es el muy extenso preámbulo de 400 páginas a La novela luminosa, que ocupa apenas las cien páginas finales, casi un epílogo de ese prólogo.
Sin embargo, ese tramo supuestamente narrativo termina por ser inconcluso y heteróclito. De entrada, Levrero anuncia en el “prólogo histórico” inicial que fracasó finalmente en la escritura de las “cosas luminosas”, porque no pueden escribirse. Lo que narra es una auténtica conversión religiosa, un proceso sospechado en momentos de parapsicología, metafísica o erotismo, que culminan en el cuento final: Primera comunión. Hay largos tramos en que el tono de la alegoría o la creencia directa se impone a la ambigüedad de la literatura.
Los recaudos son claros: a cada uno de los seres reales que figuran se les pidió permiso. Y una nota preliminar aclara, salteándose a la torera los probables problemas legales: “Las personas e instituciones que se sientan afectadas o lesionadas por opiniones expresadas en este libro deberán comprender que esas opiniones no son otra cosa que desvaríos de una mente senil”. La plenitud del volumen desmiente esa senilidad. Hace sospechar además en la partida final la probabilidad de que (como la del “Flaco” y gran amigo que fallece en México, en el libro), sea una muerte aceptada como parte del precio de una libertad muy elegida, y de un camino cumplido a fondo.
He encontrado esto en el diario argentino Perfil, creo que mi obligación era compartirlo.