23 octubre 2011

Eternal Sunshine of the Spotless Mind


The world forgetting, by the world forgot.
Eternal sunshine of the spotless mind!
Alexander Pope

Hasta que Muybridge sentó las bases del cinematógrafo mediante su uso de cámaras múltiples capaces de representar el movimiento, nadie pareció reparar en algo tan evidente como que la imagen fija no representaba el movimiento. Hasta entonces las únicas artes durativas eran la literatura y la música, que requieren de un percepción extendida a lo largo del tiempo para ser aprehendidas por el destinatario. Pero la llegada del cine modificó radicalmente el estatuto de la imagen fija. El movimiento dejó de ser algo asociado a esa imagen detenida de la pintura porque podía ya representarse de modo más fiel. Pero, al mismo tiempo, se creó un nuevo tipo de narración, la formada por una serie de imágenes estáticas que el cerebro cierra. Es, por ejemplo, lo que ocurre en el mundo del cómic y, paradójicamente, en el de la literatura. La elipsis no es más que un espacio que el cerebro del receptor rellena con mayor o menor exactitud dependiendo de su calidad como lector y de la habilidad del autor. ¿Por qué digo todo esto? Porque lo más llamativo de las enfermedades degenerativas como el Alzheimer o la demencia senil es que se rompe la capacidad de establecer esas relaciones, de trazar argumentos que las relacionen y, por lo tanto, de establecer patrones narrativos. No es que los pacientes no recuerden, muchas veces sí lo hacen, sino que no son capaces de hilar esos recuerdos con el momento presente o de enlazar lo que ha sucedido unos momentos anteriores. La vida de un enfermo así está hecha de imágenes estáticas y perfectas y su mundo no es más que una serie de instantáneas desarticuladas.
De ahí el acierto en el título de la última novela de Sylvia Molloy y, sobre todo, de su estructura. La novela presenta ante el lector las visitas, las llamadas, los momentos en que la narradora se encuentra con su vieja amiga enferma. No es casual que los fragmentos reciban muchas veces títulos relacionados con la narratología o cuestiones afines a la labor literaria. Por un lado porque la narradora es escritora, pero también porque es todo lo relacionado con esas facultades lo que está desapareciendo de la vida de la paciente. Léxico, nombres, conjugaciones... La sintaxis que rige la codificación de la memoria y sirve para relacionar las palabras está poco a poco desapareciendo de la vida de una de las dos protagonistas, y en este caso el objeto de las instantáneas que la narradora compila es, quizás, fijar lo que se está deshaciendo.
Porque la novela sucede realmente en el desvanecimiento de esa relación, de la amistad de ambas, que va poco a poco siendo pasto del olvido. Y que, tal vez asustada ante lo doloroso del ejercicio, la narradora interrumpe antes de haber agotado todo el material disponible. La continuidad de la que la enferma carece y a la que la narradora renuncia es, en sí, la metáfora perfecta de la muerte, que no viene dada por la desaparición de la memoria, sino por la incapacidad de usarla con eficacia. De qué sirve una memoria vaga, imprecisa y antojadiza, se pregunta el lector tras haber presenciado el inventario de despropósitos y escenas curiosas que provoca la enfermedad.
Y, al mismo tiempo, se va modelando la figura de la narradora. Ahí es donde, además, la sutilidad de Molloy resulta doblemente fascinante. No es, desde luego, una narradora amable. Es una narradora preocupada por su amiga y por lo que la enfermedad está haciendo con ella, por supuesto, pero, también, es juguetona y sádica, y es lo suficientemente honesta como para no ocultar esos juegos amablemente sádicos, para la paciente y para ella, que va refiriendo en el texto. Historias sexuales pasadas, los caprichos de la memoria, la planificación de un futuro. Todo va pasando ante los ojos del lector, porque la narradora no oculta nada. Habría sido tan fácil un texto más o menos melodramático sobre la degeneración de la amiga... Pero Molloy quiere, ante todo, levantar ante el lector un aparato textual que funciona como la relación ya condicionada por la enfermedad. Y lo consigue, vaya si lo consigue, porque esta novela -el lector, que sí puede trazar la sintaxis de los recuerdos la lee como tal- se lee con la velocidad con la que pasan los segundos y el deleite de haberlos disfrutado uno a uno. Cuando uno quiere darse cuenta, está volando, con las cuatro patas en el aire, cabalgando frenético por los senderos de la memoria, tan llenos de trampas y de seductores rincones.
Sylvia Molloy Desarticulaciones Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010
La foto, homenaje y apropiación del trabajo de Muybridge, es de Mike Stimpson

19 octubre 2011

La revolución ambulatoria

Toda planificación urbana
modela la participación en algo
de lo que es imposible participar.
Raoul Vaneigem

No sé si puede entenderse la voluntad revolucionaria del libro de Luigi Amara sin haber estado nunca en el DF. Yo, desde luego, he tenido que visitarlo y moverme por él para hacerme una idea real de la socavadora idea que acoge este poema de largo aliento que se integra en la escasa producción de poemas ensayos que tenemos en castellano. La capital mexicana es una ciudad desmedida, en la que muchos ciudadanos usan la bicicleta pero tan sólo cuando apenas deben moverse dentro de su colonia o, como mucho, en las aledañas a la suya. Para cualquier otro traslado, un defeño debe usar o bien el abarrotado transporte público -entrar en el metro del DF en hora punta es más que un duro ejercicio, es casi un milagro- o bien usar su propio coche -y asumir los periodos de inmovilidad en el continuo atasco en que se han convertido las vías rápidas de la ciudad, donde rara vez el conductor puede acelerar. Eso le da a México DF un aspecto muy curioso. Visto desde la ventanilla de un coche es, todavía, un collage formado por los coches fresas de los ricos -casi siempre enormes coches cuatro por cuatro impolutos- con el todavía enorme parque móvil de bochos -los VolksWagen Dragon, conocidos como Escarabajos o Beetles- que pueden alcanzar sin problema las limitadas velocidades a que esos embotellamientos constantes obligan. Y, aún así, nada más incomprensible, más extraño, que un peatón en el DF. De ahí la radical apuesta de Amara, que traslada algo tan común y habitual en Europa como la asimilación de una ciudad a pie a un espacio donde apenas esto puede comprenderse.
Por eso el paseo de la voz poética que enhebra este poema está hecho de colonias, de diferentes temas que aparecen y reaparecen al mismo tiempo que cambia el paisaje por el que se camina. Y las avenidas se convierten en cicatrices que señalan la solución de continuidad que se efectuó al ir construyendo colonia tras colonia, pero al mismo tiempo las costuras que disimulan esas desgarraduras suturadas para conformar el patchwork que es la ciudad. Los estampados de las distintas telas cosidas están hechos de pensamientos, de digresiones -identificar al paseante con el diletante es algo que surge ya de las prosas de Baudelaire-, pero también de imágenes, de objetos de enorme fuerza poética. Y de cultura, de culturas en general. Como ocurría en Mis dos mundos de Sergio Chejfec, la ciudad se despliega ante el que la habita -o la visita- de un modo nuevo, llena de hipervínculos, que la densifican y multiplican de modo exponencial. Una ciudad no es ya sólo el espacio en el que nos movemos, sino las referencias culturales ligadas a cada esquina, la memoria enraizada en sus rincones e, incluso, las futuras posibilidades que la planificación urbana parece ir dibujando en sus actuaciones sobre el terreno. La ciudad es un presente ramificado hasta el extremo que no se puede decodificar o entender, y que espera tan sólo a ser disfrutada. Experimentada, y apenas tanteada mediante la palabra.
De ahí el verdadero interés del texto de Amara, que se presenta como una digresión de tono panfletario para redescubrir la ciudad. Una poesía intelectual que elucubra sobre los materiales con que se encuentra y que los retuerce, modifica, recorta para integrarlos en su discurso. La cita de Vaneigem que abre este post está sacada del poema, pero en realidad dentro del mismo aparece recortada. Se ha "perdido" la referencia directa a la publicidad y, por extensión, a la condición de espacio de plusvalía que la ciudad genera. El DF, extensa ciudad de casas bajas, no experimenta la especulación del terreno de, por ejemplo, Nueva York, que justifica de modo mucho más certero la afirmación con que abre Vaneigem su Programa urbanístico:
El urbanismo no existe: no es más que una "ideología" en el sentido de Marx. La arquitectura existe realmente, como la coca-cola: es una producción investida de ideología que satisface falsamente una falsa necesidad, pero es real. Mientras que el urbanismo es, como la ostentación publicitaria que rodea la coca-cola, pura ideología espectacular. El capitalismo moderno, que organiza la reducción de toda vida social a espectáculo, es incapaz de ofrecer otro espectáculo que el de nuestra alienación. Su sueño urbanístico es su maestro de obras.
Con todo, la experiencia de transitar por el poema de Amara es tan placentera y reconfortante como la del paseo en sí. De hecho, quizás por mantener el tono del poema, yo no puedo separar mi paseo por sus páginas del zumo de naranja y el sandwich de pan blanco que comí en un puesto de la calle Córdoba de la colonia Roma mientras me dejaba mecer por los versos de Amara. La ciudad, incomprensible, desborda las páginas del libro para introducirse en él. Y lo mejor del libro es que es un dispositivo poroso que la alberga y refuerza para otorgarle sentido.
Luigi Amara A pie Almadía, Oaxaca, 2010
La foto es de Lisette Model, otra genial diletante que aparece citada en el libro

07 octubre 2011

In memoriam


Cioran dijo que "toda amistad es un drama oculto, una serie de heridas sutiles", y precisamente este libro es, en sí, un inventario de heridas, de síntomas, que sirven al autor para diagnosticar la verdadera razón del drama: por qué no supo ver lo que se estaba larvando. La búsqueda obsesiva de pistas, de marcas, de confesiones entre lo restos de su amigo -sus cartas, sus textos, sus colaboraciones en prensa- lleva al autor, al amigo, a encontrar avisos, advertencias premonitorias en todos ellos. Se pregunta, también, hasta qué punto son verdaderas llamadas de auxilio de una mente ya perdida en su melancolía asfixiante o tan sólo imposturas creativas. Lo enriquecedor del libro, más allá de la valentía y honestidad de Romeo a la hora de trabajar con materiales tan íntimos e hirientes, radica en el análisis casi obsesivo de la culpa. No se trata de esclarecer el por qué, de hecho, el narrador que busca saber llega a elucubrar una teoría sobre ello, sino de que la escritura sirva como descargo de la culpa, tener la certeza de que no son más que fantasmas esas continuas llamadas de atención que ahora encuentra en cada una de las palabras y gestos del amigo. La grandeza del texto reside en reconocer su total incapacidad de lograr su objetivo. No puede trazar una biografía del amigo y no hace sino aumentar las preguntas en torno a lo sucedido. La literatura, la gran literatura no simplifica el mundo, sino que lo torna más complejo. ¿Para qué escribir pues este libro? ¿Se trata tan sólo de una sencilla purga del alma? No, hay que ir más allá y entenderlo como un ejercicio único de humildad frente a la incapacidad del lenguaje para retratar la vida. La escritura como una vía de investigación, pero no una finalidad en sí. Como en el caso de Pavese, callar supone, quizás, la muerte.
Fragmento de la crítica que publiqué en febrero de 2008 en el diario Público sobre Amarillo