Con la muerte de Julien Gracq se nos va uno de esos artistas que parecen ya de otra época, dedicados a su labor y alejados de las presiones mediáticas y comerciales que les impone la sociedad actual. Su coherente negativa tanto a la candidatura del premio Goncourt por “El mar de las Sirtes” –había criticado sus procedimientos en su panfleto “La literatura estomagante” y pidió por carta que le privasen del mal trago de tener que rechazarlo cuando le nombraron finalista-, como a ingresar en la Academia Francesa al considerar que la institución es un “abuso de poder” –basta comparar con la prisa y el ansia que demuestran algunos autores de estos pagos-, le situó como referente moral de muchos lectores.
Ramón Gaya, en una de las entrevistas que se incluyen en “De viva voz” se sorprende cuando se le señala que sus afirmaciones son polémicas. Él consideraba que lo verdaderamente polémico es que un artista no pueda decir lo que desee y que lo importante sea su obra. Cuando, ya octogenario, recibió el primer premio Velázquez de pintura, todos sus admiradores nos alegramos, pero también sospechábamos que a él le daba totalmente igual. Sus preocupaciones eran otras.
Como también parecen ser otras las de un escritor oculto pero constante, que sigue trabajando a sus noventa y siete años, y que pasa desapercibido porque habla de las sencillas cosas del campo, con una delicadeza y estilo únicos. A José Antonio Muñoz Rojas le llegó hace cinco años el reconocimiento a través de ese hermano pequeño del Cervantes que es el Reina Sofía de Poesía –qué original la rima-, pero sigue siendo un escritor para gourmets, que publica regularmente una nueva perla pese a que los voceros de la cultura no parecen darse cuenta de ello.
Publicado en el diario Público el 24 de diciembre de 2007