El autor es hijo de un notable escritor y político argentino, descendiente de una rica familia de la ciudad de Córdoba, Raúl Baron Biza, que aparece ficcionalizado en la novela como Arón, y de Rosa Clotilde Sabattini, que aparece en la novela como Eligia. La relación entre ambos fue tormentosa. Su episodio final tuvo lugar el 16 de agosto de 1964, cuando se habían reunido en el domicilio de él, en la calle Esmeralda número 1200, con los abogados de ambos para discutir aspectos del divorcio. Raúl Baron Biza, radical revolucionario y pornógrafo profesional, se sirvió unos whiskeys. En un momento dado le tiró el contenido de uno de esos vasos a su mujer, pero en vez de contener la bebida alcohólica, lo había rellenado con ácido clorhídrico. De ese modo desfiguró el rostro de su mujer, hija de un caudillo cordobés del radicalismo y prestigiosa educadora. No sólo su rostro, que tuvo que ser convertido en una calavera por los cirujanos plásticos antes de su reconstrucción, sino otras partes de su cuerpo quedaron para siempre deformes. Cuando volvieron a buscarle a su domicilio para detenerle, Raúl Baron Biza se había pegado un tiro en la sien mientras permanecía tumbado en su cama.
Todo esto no se cuenta en la novela, que se inicia con el viaje que debe realizar Eligia a Milán para que le reconstruyan la cara. Todo nos lo narra su hijo, pese a que al principio de la novela oculta esa filiación, que permanecerá al lado de su madre los veinte meses que durará el tratamiento en tierras italianas. Tratamiento que terminará con la escasa fortuna familiar que no había dilapidado el padre con sus excesos.
La novela se cierra con otro suicidio, en este caso el de la madre que, catorce años después de aquél incidente, se arrojará por la ventana de la casa en la que su marido la atacó. Si la literatura se midiese, como quisieran en algunas redacciones de revistas del corazón, por la desgraciada biografía de sus autores, desde luego la de Jorge Baron Biza sería, sin duda, la más glorificada.
No es casual que el propio Baron Biza escribiese una vez “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En una secuencia como esta quedó atrapada mi soledad”.
Esas líneas cobran especial importancia si atendemos a sus últimos años de vida. En 1998 publicó El desierto y su semilla. Lo hizo en una editorial pequeña, excéntrica –como lo fue toda su vida- de la ciudad de Córdoba. Eso impidió una buena distribución y que se produjese un éxito clamoroso entre la crítica argentina. Y aún así, de un modo espaciado, se le fue reconociendo poco a poco la importancia de su novela dentro del canon argentino. Por eso sorprendió que siguiese el extraño destino fatal que le había sido impuesto un domingo de inicios de septiembre del año 2001, apenas dos días antes de que dos aviones echasen abajo las Torres gemelas, dejándose caer desde un duodécimo piso en un edificio de viviendas de la ciudad de Córdoba.
Con semejante biografía a cuestas, se corre el riesgo de que esta eclipse la obra hasta el punto de que se hable más de la desgracia del autor que de la fortuna de su novela. El propio Barón Biza fue consciente de ello: “El libro fue bien recibido, sí. Pero se leyó mucho lo autobiográfico y el sufrimiento no legitima la literatura. Lo que legitima la literatura es el texto” confesó en una entrevista publicada en Página/30 en 1999.
Y es verdad cada una de sus palabras. No se puede leer este libro sin un mínimo de escándalo, como bien dice Daniel Link en un precioso artículo de homenaje publicado en Página/12 –de donde se ha extraído la excelente cita que aparece en la cubierta del libro en la edición española. La verdad que aporta, su voluntad de no huir ni echarse atrás ante nada, desde los horrores físicos de la enfermedad y sufrimiento de la madre hasta las escenas de sexo explícito y extremo que salpican en el texto, es única. Todas las cosas que nos son mostradas son verdaderas, reales, pero siempre aparecen potenciadas, transmutadas en algo más mediante el mecanismo de la ficción. No pretende Baron Biza levantar un testimonio de sufrimiento, no es el suyo un libro destinado a purgar mediante la escritura el dolor y horror vivido o presenciado –libros estos de los que el siglo pasado nos ofreció numerosas y en algunos casos valiosas aportaciones. No, Baron Biza busca narrar, levantar una realidad desde modelos autobiográficos que sirva para preguntarse quiénes somos, cuál es nuestra esencia, si nuestra cara es verdaderamente nuestro rostro o apenas una máscara que no sabemos distinguir.
Las sucesivas operaciones a que es sometida Eligia, primero para retirar todos los tejidos dañados por el ácido, y luego para devolverle un rostro, sirven apenas como marco para las numerosas reflexiones que el alcoholizado hijo va realizando. En todo momento permanece el narrador junto al protagonista, todo lo sabemos por él, y todo nos es dado por él, y sin embargo tenemos la sensación de conocer a todos y cada uno de los personajes del relato. La madre, la prostituta, el doctor Calcaterra. Todos aparecen a través del filtro de un hombre que se ve, por mucho que le duela, mucho más parecido a su padre de lo que le gustaría reconocer, y que, al mismo tiempo, no puede dejar de sentirse cercano a su madre, que sufre la reconstrucción de sí misma en la camilla del hospital. ¿Cómo escribir, cómo hacer literatura de una tragedia semejante? Posiblemente mediante la distancia, mediante la exactitud y pulcritud con que nos va narrando cada operación o proceso de la curación –como el depilado del párpado- o mediante la parodia –paródicos son los discursos de los médicos; las escenas pornográficas que protagoniza con Dina, la prostituta callejera, parecen parodias de las escenas que imaginó Arón, el padre, como pornógrafo profesional.
Del mismo modo, sobre todo en Europa, la crítica se acercó siempre desde una perspectiva simbólica. La carne derretida por el ácido y su desfiguración representaban la trayectoria de un sector político importante en los años sesenta, ese progresismo elitista que choca con la masa proletaria que es más permeable a la política del mercado, que es más materialista, que nunca podrá ser comprendida por la gauche caviar a la que pertenece Eligia. Vila-Matas, por ejemplo, tal y como aparece en la contracubierta del libro, se inventa –es muy típico en Vila-Matas, inventar significados y mensajes en los libros de los otros, quizá esa sea, sin duda, su mayor virtud, la de crítico imaginario- una relación metafórica entre la reconstrucción del rostro de Eligia y la desfigurada Argentina del siglo xx. Llama la atención porque yo, al menos, no sé cómo era esa Argentina ideal que se fue viendo desfigurada.
Y, sin embargo, lo más importante es el texto en sí, de no ser porque suena muy gastado se podría decir que el esfuerzo es titánico, porque en este libro todo encuentra su discurso apropiado, no hay un sometimiento del discurso al estilo, sino que este se adapta de un modo casi inverosímil a lo que el escritor quiere construir mediante la palabra. Por ejemplo, el tratamiento del cocoliche, que es el habla de los emigrantes italianos y sus descendientes que se hace en el libro. O la plasmación sintáctica de los diferentes idiomas que aparecen en el texto: el italiano, el inglés, etc. Daniel Link, en su artículo, hace referencia a la tensión idiomática argentina, ya que su lengua es una lengua inexistente, como el lenguaje literario, que es una convención, y la novela plasma la reconstrucción de esa lengua mediante la metáfora de las operaciones a que es sometida la madre del protagonista.
Puede ser, en cualquier caso la lectura de esta novela impresiona en el perfilado de un nuevo personaje que añadir a la nómina de seres vacíos, carentes de sentimientos y de pulsiones que nos ha dado la literatura contemporánea. En la línea del Bartleby, que preferiría no hacerlo, se enmarca este Mario Gageac.
Novela sobre una enfermedad: la desintegración de un mundo, que puede apreciarse en cada uno de los síntomas que uno quiera. Esta novela nos transmite una porción de verdad, de sentimientos, que es poco común en la mayoría de los títulos que desde el mercado –y sus folletos publicitarios: las secciones de cultura de los diversos medios de comunicación- nos quieren colocar. Gracias al detalle que ha tenido la gente de 451 podemos leer en España este libro. Ahora toca a los lectores aceptar el desafío que supone su lectura.
Espero que este comentario fuera del agrado de Jorge Baron Biza, que dejó escrito este breviario que procuro seguir –esto es, no cayendo en los errores que indica- en cada uno de los comentarios de este blog:
EL DECÁLOGO DE LA MALA CRÍTICA 1. De un libro sólo se habla para explicarle al autor cómo debiera haberlo escrito. Privilegiar siempre lo negativo.
2. La crítica es el espacio ideal para ajustar cuentas con ese otro crítico al que invitaron al congreso en Acapulco en vez de invitarme a mí. Los escritores son piezas de ajedrez en ese juego. Los escritores de mi rival son una porquería; los míos, unos genios. Cualquier encono o teoría literaria o política sirve para dividir la literatura argentina.
3. No informar nunca al lector. Aburrirlo siempre. No analizar nada.
4. Los cheques se leen, los libros se hojean. No caer en el error de creer que un libro puede portar ideas y expresar tendencias. No descubrirlas, no sintetizarlas, no comunicarlas.
5. Publicar recensiones incomprensiblemente memorables. Si alguien se acuerda del libro que quiero reseñar, es problema de él. Yo me acuerdo de Susana Giménez gritando “shock”; la marca de jabón qué me importa. (Y lavarme, menos.)
6. Dejar siempre en el tintero estupideces como a qué género pertenece el libro, qué calidad tiene, a qué público se dirige, y si es o no aburrido.
7. No hacer crítica si se pueden hacer entrevistas, pastillitas con chimentos, contar cuál es el vicio del escritor o publicar alguna foto.
8. No olvidar que siempre el chiste triunfa sobre la verdad, que todo puede ser dicho con conventillera malignidad.
9. La imparcialidad es la mejor excusa para no decir nada. La neutralidad será el disfraz de tu nulidad.
10. Aceptar todas las invitaciones de las grandes editoriales porque este rebusque de crítico me sirve sólo hasta que publique mi libro. Entonces, van a ver esos escritores pelandrunes lo que es literatura en serio.