27 octubre 2007

Al menos los de IKEA me traen el catálogo a casa

Si me descuido lo tiro, como lo cuento, igual que he hecho con la revista de IKEA que me he encontrado en el buzón. Apenas había pagado al quiosquero y, antes de que me diera tiempo a doblarlo y metérmelo debajo del brazo camino del bar, se deslizaron los folletos que encartan habitualmente los sábados y los domingos en los diarios: Un supermercado de electrodomésticos, una marca de ordenadores y un catálogo de una marca de ropa. Estaba doblándolos para tirarlos a la papelera cuando me fijé en la marca del catálogo. Babelia. Parece publicidad de Ralph Laurent, de Tommy Hillfiger, pero no, resulta que ESO es el nuevo Babelia.
Fotos, más fotos y nuevas fotos. No fotos maravillosas –hay una doble página dedicada a la fotografía, pero las fotos del suplemento no son buenas. Son publicitarias. Porque en El País, como ya se dijo aquí hace unos días, no deben mandar periodistas. Mandan publicistas. Este nuevo Babelia no es un suplemento cultural, es un folleto publicitario de la industria cultural. Hace marca, la de esta semana es Jonathan Littell, un escritor mediocre que refríe la historia del siglo pasado y la deja suficientemente triturada para que la puedan vender en enormes potitos –sí, en otro suplemento he leído una columna donde el mérito del libro es que es gordo, las cosas que tiene este mundo. Portada y cinco páginas –cuatro de ellas en fotografías del autor, parece más una estrella del cinema que un tipo que escribe. Otra página con una foto medio desenfocada de Auschwitz que ocupa más de la mitad de la hoja y un mediocre artículo lleno de lugares comunes que duelen, y que lanza el confuso mensaje de que si podemos imaginarnos el Holocausto judío es a través de las obras artísticas que sobre él se han hecho. Y no, amigo Altares –qué apellido, Dios, qué apellido-, uno puede imaginarse el Holocausto sin todo eso. Precisamente lo terrible de aquello es que todas esas obras –y la de Littell, ¿por qué no Little?, menos- no pueden hacernos ni imaginar aquello. Lo que señaló Adorno es la imposibilidad, quizá real, de recrear aquello aunque sea a través del arte, de entenderlo. No deja de ser curioso, por cierto, que las obras que menciona en su repaso Altares sean las mismas que Rodríguez Marcos analiza con mayor profundidad en la página del reverso –no quiero dar a entender que uno sepa y haya leído y otro, por ser el jefe, se aproveche del trabajo del subordinado. Una página más para la reseña de José Carlos Mainer –en la que no hay valoración alguna de la obra, así que no sabe uno si merece la pena leer o no las mil páginas que, Mainer, eficiente en su tarea de publicista, resume y glosa. Ocho páginas con la percha de un libro. En dos páginas se reseñan otros doce. Y un par de ellos, el libro de la semana y otro, han merecido una página para ellos solos.
El nuevo Babelia se reconoce así como parte más de esa industria del libro en la que las ventas de diez títulos crecen mientras que decrecen las de los otros treinta y pico mil que se publican. No es, por tanto, un suplemento destinado a la cultura, sino a la industria del libro, a vender esos títulos que las grandes editoriales quieren vender.
Hay más secciones, sí, pero menos texto, porque ese montón de espacio que iban a suponer las páginas nuevas se las han comido imágenes. Y, como ya digo imágenes burdas, destinadas a hacer marca, no a comunicar, no a cultivar, sino a vender.
Se lo he dicho ya varias veces, amigos de Prisa, pero se ve que no quieren escucharme: la gente que compra un periódico quiere leerlo. Para ver imágenes está Internet, está la tele. ¿Ustedes son tontos? En una carta les remito mis señas para que, si tienen a bien, me envíen a casa sus folletos publicitarios. Del mismo modo que no visto ropa que sirva como soporte publicitario a la propia marca que me la vende, no pienso desplazarme hasta el quiosco a comprar publicidad.
Gracias.