Yo vi la película de Rosales donde había que verla, en una sala de proyección este verano –concretamente el 8 de julio, para que tomen nota mis biógrafos- y me quedé totalmente impactado. Ayer he escuchado cosas, como las estupideces de Ayanta Barilli –ya saben, la hija de Sánchez-Dragó que no sabía interpetar y ahora se dedica, dice, a escribir y a que su papaíto le de un espacio en su programa humorístico de cada noche donde ambos demuestran que la idiotez es algo que sí se transmite genéticamente- sobre le película que nos dicen mucho de cómo está el asunto. Según la experta crítica de cine –que, al menos, en un rapto de sinceridad, reconoció que no había visto la película y había buscado el DVD para poder hablar de ella- la película era un tostón. Y estoy totalmente de acuerdo. La película es un tostón porque a) no utiliza trucos argumentales más propios de un fuego de campamento que de la narración de un adulto como en el caso de Los otros o El orfanato, por mencionar dos películas iguales, igual de efectistas y burdas, claro; b) habla de seres comunes, no de heroínas de la Guerra Civil de las que nadie se acuerda, malos y desmemoriados somos todos en un país donde el ciudadano medio por no leer no ha leído ni un libro completo en toda su vida; c) deja respirar cada uno de los planos y contar con otro ritmo, un ritmo más cercano al de los sentimientos, ese que usan directores como Bergman, Ozu, Renoir y demás creadores de obras aburridas, muy alejadas de las delicias de las obras maestras de Roland Emmerich, Alex Proyas o Michael Bay, todas blocbusters de consumo, olvidables, pero que los nuevos críticos de cine, esos a los que les preocupa más la taquilla que la calidad de la cinta, siempre ponen como ejemplo de ese cine “que lleva al espectador a la sala” y que la industria española debería imitar, esos que parecen sacados de las páginas de color sepia, y que, por no saber, se piensan que un “plano americano” es uno en al que se le ha echado agua. No, todo eso demuestra hasta qué punto los que votaron en los Goya saben mucho más de cine que los acostumbrados voceros que no acuden nunca a las salas pero se permiten opinar sobre ello. Me recuerdan a los periodistas con pretensión de pensadores de medio pelo que les dicen a los novelistas como deben hacer la “novela del futuro”.
La soledad es una obra interesantísima. Y lo es porque nos habla de cosas perfectamente comunes: la muerte, el amor, la familia, la ausencia, el dolor, los sueños, la realidad, la amistad, y lo hace de un modo honesto, novedoso. Lo sencillo habría sido, con esos mimbres, con las historias que maneja, hacer un melodrama lacrimógeno al uso, muy cercano a un cine que ya interesa poco o nada al espectador medianamente curtido. No, lo interesante es que Rosales nos presenta unas historias en las que huye de los momentos fáciles, de los momentos en que todo es intenso y evidente –no hay imágenes del atentado, de los muertos, tan sólo de un autobús que se detiene tras la detonación, no hay un primer plano durante la muerte de la anciana, sino que imaginamos fuera del encuadre la agonía y apenas vemos la caída del cuerpo-, y, por el contrario, consigue mostrarnos las consecuencias de esos hechos. No nos habla de lo fácil, que es la acción, la representación casi obscena del dolor, sino en lo que sucede luego, cuando ya no están ahí las cámaras, cuando toca olvidar al familiar fallecido. Cuando hay que convivir con la soledad.
También he escuchado mucho, cuando se habla del film, centrarse en algo tan secundario como la polivisión. No he escuchado a esta gente hacer sesudos comentarios sobre el mismo efecto en el Hulk de Ang Lee, donde lograba remedar el efecto de un cómic en la pantalla, pero en este caso sí se sorprenden de que se haga en una película española. Como mucho se soportan los retoques digitales de Mortadelo y Filemón –da igual cuál de las dos, son iguales-, pero algo tan sencillo como dividir la pantalla en dos les rechina.
Si fuera algo importante merecería la pena más comentario, una misma escena narrada desde dos puntos de vista distintos que se superponen en la pantalla. Un curioso fuego cruzado de miradas desde el que, aún así, en muchas ocasiones no se llega a ver al personaje y sus movimientos. La pantalla aparece así muchas veces vacía de todo punto de atención, reducida a un escenario en el que no hay nadie, un proscenio abandonado en el que, pese a todo, transcurre la vida aunque muchas veces no sepamos verla. Qué interés tiene hablar de un recurso si no se analiza lo que se nos quiere contar con él. Me recuerda a esos compañeros de clase, todos estupendos y reputados profesionales de los campos de la ingeniería, la banca o la automoción, que cuando tenían que hacer el comentario de texto de una poesía medían todos y cada uno de los versos, estudiaban todas las rimas, buscaban cada uno de los tropos, y era incapaz de saber qué les decía en poema. Uno de los principales problemas que tiene la sociedad es que no sabe leer, no sabe mirar, no sabe escuchar, no sabe tocar, no sabe oler o saborear. Prefieren buscar, quedarse aferrados a los árboles y no dar un solo paso atrás para ver el bosque. En mi trabajo como profesor de talleres me sorprendo siempre al ver que los alumnos se cierran en banda ante la lectura de cualquier texto que les implique, que les meta en el texto y les haga tener que montarlo, sentirlo o completarlo. Supongo que esos receptores estarían igualmente incómodos ante un trabajo como el de Rosales en La soledad. Porque es una historia hecha a base de juntar momentos anticlimáticos y alguno, pero solo alguno, verdaderamente intenso. Y lo que hay en medio no es que no exista, no es que no esté dado, sino que hay que completarlo, hilarlo, rematarlo, por así decirlo.
No caiga nadie en el otro recurso fácil, el de emparentar una película como esta con muchas otras obras de una vanguardia mal entendida en la que el artista camufla su incapacidad con la idea de que “cada uno interpretará la historia a su modo”, en la que, abusando de la estética de la recepción, se pretende que todo valga, y que una obra no terminada pase por tal. Tabarovsky, en su primer libro, decía irónico: “No faltará el estúpido que diga que esta novela debe interpretarse por sus blancos”. Nada más equivocado, porque lo importante es lo dicho, a lo que apunta. Sólo un estúpido confundiría el decir con el mostrar. El cine muestra una cosa, porque no puede decir lo que en realidad quiere decir. Hay un algo indecible en torno a lo que pivota toda creación, todo arte verdaderamente ambicioso. No se trata de que haya huecos para que el espectador los rellene como buenamente quiera, sino que en películas como La soledad se nos coloca en otro lugar, el de testigos, que no pueden sino sentirse implicados con lo que han visto, porque saben que señala a ese algo que, incluso a nosotros mismos, nos da miedo decirnos.
Mucha tinta ha corrido desde hace dos días con el “mensaje” que manda una industria moribunda eligiendo una película para “entendidos” frente a otros títulos de mayor tirón de taquilla. No me apetece andarme con medias tintas: decir esas cosas es demostrar que los que las dicen no tienen ni puta idea de cómo va este mundo.
Nuestras películas “taquilleras” no las ven en ningún lado fuera de aquí, pasan sin pena ni gloria por medio mundo y no las compra nadie cuando se editan en DVD. ¿Por qué? Porque esas películas son pálidos reflejos de otras mucho mejor hechas en Hollywood, con más dinero, con mejores actores y directores que saben hacer películas de acción. Tenemos el ejemplo de una industria cinematográfica saneada como la francesa –con leyes proteccionistas- donde el negocio lo salvan cuatro películas que no llegan nunca aquí porque son malasy prescindibles. Cosas como Taxi y sus secuelas son las que llenan las salas de las distribuidoras galas. Ahora bien. Hay un cine español que vende en el mundo entero. Pero lo hace a otro ritmo. Se trata del de Víctor Erice. Tres películas propias, una compartida, un corto y ahora una correspondencia cinematográfica con Abbas Kierostami, esa es toda su producción. Pero los DVD de su obra los compran en Japón a puñados, se vende en cualquier tienda de París, de Londres, de Sao Paulo, de Buenos Aires. ¿Cómo que no da dinero el cine arriesgado, el cine artístico? En todas las industrias españolas –pienso en el calzado, el textil, la alimentación- se emplean recursos en convertirse en industrias de lujo, de productos selectos y precios exclusivos –y excluyentes- que evitan competir con otros países mucho más baratos. ¿Por qué el cine español debe competir con la bazofia de Hollywood? ¿Por qué no con Bollywood, ya puestos? –recuerdo ahora que el año pasado Colomo hizo una cosa así, qué miedo-. No, en España se producen, todavía, fenómenos inexplicables. Stallone viene a España a presentar un bodrio y en todos los noticiarios de las distintas televisiones se hacen eco de su visita. Buenafuente ironiza sobre la decisión de la distribuidora de la cinta, Manga, de tan sólo conceder entrevistas a uno o dos medios. A día de hoy, Andreu, Vigalondo, no tiene ni distribuidora para una película que triunfa allí donde va, que podría ser un taquillazo, y su director iría cualqueir día a tu programa. Lo lamentable es que invites a Stallone. No, los miembros de la Academia parecen más despiertos que los periodistas de medio pelo, y se han dado cuenta de que hay que hacer calidad, tan sólo eso, y reconocerla y premiarla cuando tiene lugar.
Hemos enviado a los Oscars una película igual a unas doscientas que hacen todos los años para el circuito de exhibición de motocines. ¿Qué sucedería se hubiésemos mandado una película de calidad como La soledad?