08 febrero 2008

Me gusta John Ford y la tortilla de patatas

El otro día eché la tarde a los perros porque me empeñé en la, por lo visto, ingenua labor de comprarme camisas. Yo quería un par de camisas. Una blanca y una negra. Unas camisas normales, sin bordados, sin detalles ni remates extraños, sin zurzidos ni hilvanados, a ser posible sin bolsillos. Unas camisas sobrias. Unas camisas sin un corte ajustado, de esas que nunca puedes cerrarte porque están hechas para que se vea el canalillo de los pectorales. Unas camisas sin cuellos exagerados que se deben llevar levantados las noches de marcha y discoteca. Unas camisas de las de toda la vida, discretas, sobrias, aburridas. Unas camisas que lo mismo te puedes poner para un funeral que para una boda, para ir al trabajo que para un paseo dominical. No hubo manera. Una dependienta, muy amable, me dijo que era porque esta temporada no se hacían. Que no se llevaban. No sé cómo se puede llevar algo que no se fabrica, es como una pescadilla. Se sirvió a explicarme que algo parecido pasaba con los jeans –o bluyin, como acepta la Academia, independientemente del color de los mismos-, que el año pasado sólo los tenían con rotos o lavados a la piedra, que no había manera de comprarse un pantalón que pareciera nuevo. Total, me fui a casa sin las camisas que quería y, por supuesto, sin ninguna otra. Si el mercado no tiene el producto que yo necesito no voy a estar yo llevándome los productos que el mercado quiera. Hasta ahí podíamos llegar.
Se lo comenté luego a un amigo y me dijo que era algo parecido a lo de las comidas. Se está poniendo imposible comer algo normal. Los restaurantes se especializan en comidas de distintos países o regiones. Y cuando no lo hacen topográfiamente se convierten en cocina de diseño, creativa y que te deja casi siempre con hambre. Porque se ve que en eso un chef lo tiene claro: la creación hay que ofrecerla siempre en cantidades pequeñas, porque podemos indigestarnos. Yo, cuando he ido a uno de estos sitios –fuera un menú o de tapas, que también las hay originales y creativas-, me he quedado siempre con hambre. Me jode soberanamente tener que soltar treinta euros y luego llegar a casa y tener que picar algo. Una ración de chorizo son tres cachos y un poco de mermelada en el centro del plato, por ejemplo.
No es que a uno no le guste que se innove, que se produzcan modas y ciclos, pero de vez en cuando se echa uno a soñar con algo clásico y bien hecho. Una cosa que siga unos patrones de un modo correcto y eficaz, que deje buen sabor de boca, algo que, sin sorprendernos, nos deje satisfechos.
Y eso se puede lograr leyendo, por ejemplo, el libro de cuentos de Juan Pimentel, Corazones sagrados, que ha editado el modesto en repercusión pero ambicioso en planteamiento proyecto que se ha dado en llamar Ediciones de la Discreta (Academia).
El libro está compuesto por ocho cuentos clásicos, bien trabados y construidos, en los que el lector puede encontrar esas cosas que no llaman la atención en los blogs vanguardistas o en las páginas de los suplementos culturales a la búsqueda de lo último: una buena historia, unos personajes bien construidos y una narración que se adapta del modo más eficaz posible a lo que quiere narrar. Uno comenta muy a menudo las películas que ve con los amigos. Son, siempre, tertulias muy interesantes, en las que fumamos y sacamos a la luz nuestra cultura cinematográfica. Decimos cosas del tipo: “Es lo de siempre, del guionista nadie se acuerda, y sin un buen guión no hay película que se sostenga en pie. Nadie se acuerda de David Peoples, pero el tipo escribió el guión de Unforgiven(Sin perdón) en el año setenta y seis, y firmó con Hampton Fancher el guión de Blade-Runner porque éste no se hablaba con Ridley Scott”. Y nos quedamos tan anchos, como si eso se pudiera decir en voz alta en un bar sin sentir un poco de vergüenza. Una de las cosas en la que siempre insistimos, o al menos así lo hago yo, es en que me gustan las películas sin estridencias, donde los planos están planificados como lo hacía John Ford, poniendo la cámara en el mejor sitio posible para captar todo, sin mover la cámara más de lo necesario, sin alardes absurdos, sin “marcas de autor” que normalmente son lo que hace a las películas pretenciosas e insoportables. Esa capacidad de poner la cámara donde se debe, por ejemplo, es algo que tiene M. Night Shamalayan, y que tienen sus películas. Y luego el guión está mejor en unas y peor en otras, pero se ve que el tipo sabe rodar y montar una película, que no necesita demostrarte que ha visto las películas de Godard.
A esa gente, que le gustan las historias contadas de un modo claro, de las que se sale sin dudas, teniendo claro qué ha pasado, qué nos han querido contar. Donde el narrador no tiene miedo a hablarnos de los sentimientos de los personajes, a explicar y hacer comentarios sobre lo narrado. Unas historias que no temen hablar de momentos cenitales en la vida de los personajes. Unas narraciones centradas en la adolescencia, cuando se forja nuestro modo de ser y de asumir la realidad. Unos cuentos clásicos, bien hechos, mejor escritos –sin una sintaxis violenta o rocambolesca, sin la doble afectación de imitar al habla, sin la grasa retórica del que quiere demostrar que tiene un diccionario de sinónimos-, que uno disfruta, que le dejan buen sabor de boca, satisfecho y contento. Un libro de piezas clásicas, donde importa qué se cuenta más que el cómo. Un libro que nos habla a la cara sin aspavientos, de un modo honesto. A quien le guste todo eso, puede acercarse a Corazones sagrados.
Luego, dependiendo de la imagen que quiera dar a sus amigos, a los conocidos, reconocerá que ha disfrutado o no de ellos, divagará sobre la ausencia de experimentación, sobre lo clásico de su escritura, lo evidente de los significados profundos de las historias, etc. Lo reconocerá o no, pero para entonces ya habrá disfrutado del libro y recordará las historias que contiene.