25 febrero 2010

Mise en abyme


Las relaciones entre literatura y crítica han sido, siempre, tensas. La restrictiva, por frecuente y por errónea, idea de que la única función de la crítica es la de valorar las novedades del mercado no ayuda a resolver esas tensiones. De hecho la crítica literaria debe, obligatoriamente, explorar otros terrenos y no ceñirse a la mera posibilidad de la reseña de novedades. Debe, ante todo, buscar su lugar dentro del ecosistema literario, pese a que de un tiempo a esta parte su labor se ve cada vez más soslayada y cuestionada. Una parcelación más o menos clara del terreno en el que nos movemos vendría a señalar que frente a la narrativa, que trabaja sobre la realidad, la crítica pivota en torno a la literatura en sí como escenario de su trabajo. Usando la imagen de Stendhal, mientras el narrador pone el espejo al borde del camino, el crítico olvida el camino para analizar cómo es el espejo, qué mecanismos sigue la reflexión, etc. Un narrador interpreta la realidad y la reconstruye en sus textos. Un crítico opera sobre dicha reconstrucción del narrador. Esa relación de segunda mano con la realidad es lo que genera más recelos por parte del lector común y de buena parte de los autores. Por un lado porque mientras el narrador realiza su labor sobre una parcela común, la realidad, el crítico lo hace en una acotada y privada, la de un autor. Por otro lado porque a puede entenderse como un verdadero embrollo eso de servir como intérprete de lo que un autor quiso decir. De ahí que muchos lectores se nieguen a asumir la mediación del crítico, un prestidigitador que pretende proponerse como único exégeta capaz de desentrañar los mecanismos seguidos por el autor para representar esa realidad. Y ese aire de poseedor de la verdad resulta difícilmente soportable para bastantes lectores, y para no menos autores, lectores también y además convencidos, no sin cierta razón, que ellos ya se han explicado bien con lo que han escrito. No es baladí toda esta reflexión sobre las relaciones que se establecen entre realidad, sea eso lo que sea, narrativa y crítica –convendremos en que la crítica es, en todo caso, una rama más del florido árbol de la literatura, una curiosa rama que ejerce como juez y parte-, ya que sobre dichas relaciones giran, en buena medida, los dos libros que han motivado este texto.
Todorov es una figura imprescindible para entender la crítica literaria actual. De su mano surgieron buena parte de los pilares de la crítica literaria estructuralista cuyos seguidores a día de hoy siguen ocupando muchas de las cátedras universitarias y cargos directivos en las instituciones dedicadas a la educación. Curiosamente, el texto de Todorov reniega de las consecuencias actuales originadas en ese pasado. En su libro realiza un interesante repaso a las visiones de la literatura a lo largo de la historia de occidente. O, dicho de otro modo, a la crítica literaria occidental. Y todo ese repaso le sirve para cuestionar la deriva cada vez más solipsista de la crítica y la docencia actual. Los académicos, catedráticos y profesores parecen ensimismados en los textos que ensalzan y no llegan a establecer, y por lo tanto a comunicar, las relaciones de esos textos con la vida, con lo cotidiano, con la realidad. Como excurso se debe reconocer que no le falta razón, porque es cierto que, por incapacidad o miedo, la crítica social o política parece haber desaparecido. Todorov expone que durante toda la historia del arte se ha partido de la relación entre realidad y representación de la misma a la hora de comentar esas creaciones. Pero con la llegada de las vanguardias artísticas se rompen esas cadenas y se declara al arte como una entidad autónoma a la realidad. Lo curioso es que Todorov, que emplea varios capítulos para hablarnos del surgimiento de la estética moderna frente a la clásica, se despacha en apenas un párrafo con ese terremoto que provocan las vanguardias, lo que casa poco con la importancia que su propio discurso les otorga. Y más sorprendente son las motivaciones que encuentra para la eclosión de las vanguardias: En los países con regímenes autoritarios se busca huir de la opresiva realidad circundante –esa es, por cierto, la razón que da Todorov para explicar su dedicación a los estudios formalistas y estructuralistas en las décadas de los sesenta y setenta-, y en los que disfrutan de “libertad” –la candidez de la dicotomía que plantea es pasmosa- se desemboca en ellas por nihilismo o solipsismo, frutos indeseables de la sociedad de consumo. La conclusión del libro no es propia, es una cita: Rorty investigó la muy acertada tesis de la literatura como herramienta de saber. Un saber literario singular frente al resto ya que consiste en la creación de realidades para ser experimentadas por el lector para convertirse en experiencia de vida y conocimiento de los otros. O sea, la literatura como escenario de aprendizaje ético además de estético. Una postura con la que todos estaremos de acuerdo, salvo por el hecho de considerar que ese horizonte debe estar construido como imitación de la realidad. Ignorar, por tanto, todo lo que esté fuera del viejo análisis anterior a las vanguardias. Citando a Monsiváis se podría decir que Todorov se ha instalado en el estadio del “ya pasó lo que estaba entendiendo”.
Mucho más fecundo e interesante es el libro de James Wood. En el se hace también, por así decirlo, una defensa del realismo como herramienta de investigación y comprensión del mundo. Lo que sucede es que el libro analiza de forma muy detenida qué es el realismo. Como muchos venimos repitiendo desde hace ya bastante tiempo, Wood destaca la irrealidad del realismo. O, dicho de otro modo, nadie con dos dedos de frente puede pensar que el realismo, tal y como se ha construido en el arte, sea real. Es una convención, algo tramado y construido con plena conciencia de que desde la ficción se puede generar una impresión de realidad. Ahora bien, eso se aleja de la creencia más frecuentada de considerarlo una imitación de la realidad. La imagen de Stendhal colocando su espejo al borde del camino ha confundido a muchos. Y no, lo que finalmente es relevante es construir un espejo que refleje unas imágenes verosímiles, asumibles como reales por el lector.
Wood se lanza pues a analizar los mecanismos que siguen los narradores para crear una realidad que nos resulta, muchas veces, más auténtica que la real. Paradoja que analiza de modo atento. Quizá es más explicito el título de la edición original, ¿Cómo funciona la ficción? (How Fiction Works?), ya que es eso lo que analiza de modo magistral. Muchas de las conclusiones a las que llega pueden ser, como las del libro de Todorov, algo reaccionarias, pero a diferencia de este investiga de modo mucho más detenido cada uno de los aspectos, y explica de modo convincente las conclusiones. En cierta medida viene a evidenciar que la receta de volver a relacionar la literatura con la vida cotidiana que propugna Todorov en su ensayo es la opción más interesante, pero lo hace sin dar la espalda al análisis crítico pormenorizado. Sirva como ejemplo la detenida mirada forense que despliega sobre el estilo indirecto libre. Wood hila muy fino no para demostrar cómo funciona el indirecto frente a los otros tipos de discursos, sino que lo hace para explicar cómo mediante ese recurso se puede entregar el pensamiento de los personajes y del narrador con un catálogo amplísimo de matices. No analiza herméticamente la obra literaria, sino el modo en que esta logra generar la impresión de vida de modo más acuciante e intenso que la vida real. Finalmente, lo que busca, y logra, en los 123 fragmentos divididos en diez parcelas temáticas, es explicar cómo la mirada de cada autor logra ver un tipo distinto de realidad y, mediante su estilo personal, transmitirlas. Es la idea de “lo real” lo que obsesiona a Wood, y el modo en que se plasma o se proyecta a través de la narrativa. Su libro es, desde luego, una herramienta imprescindible para estudiar ese proceso.

Los mecanismos de la ficción James Wood Trad. Ana Herrera. Gredos. Madrid, 2009. 198 págs. La literatura en peligro Tzvetan Todorov. Trad. Noemí Sobregués. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2009. 110 págs.


Texto aparecido en la revista Quimera, número 315, correspondiente a febrero de 2010