01 febrero 2010

Japonerías

Leyendo La vida secreta de los árboles me encuentro esto:
La nieve es una japonería burda y hermosa, como los bonsais de su idea fija.
Me he quedado prendado de la frase. A veces cuando una pasea por la calle puede encontrar un hallazgo semejante. Una japonería bellísima que uno tiene la tentación de llevarse a casa. Es uno de los motivos por los que, pese a vivir junto a él, rara vez me doy una vuelta por los puestos del Rastro. Es fácil que uno llene la casa de bellas e inútiles fruslerías. Sobre todo porque Zambra logra que los epítetos parezcan en una primera lectura unos especificativos. Uno debe meditar ante el hecho de que todas las japonerías son burdas y hermosas. A poco que uno lo piense con todas burdas y hermosas, aunque pretendan disimular el hecho de que son burdas. Una japonería es hermosa, terriblemente hermosa, burdamente hermosa, desagradablemente hermosa. No es más que eso, hermosa. Una japonería supone una preocupación estética que es, la mayoría de las veces, innecesaria. Además es, la mayoría de las veces, una reducción, un ejemplar portátil. Pero la literatura, cualquier libro, es eso. Un mundo portátil para llevar bajo el brazo. Como los bonsáis que obsesionan a Julián. Un Julián muy cercano a Julio, el protagonista de Bonsái, la anterior novela de Zambra, la novela que ha escrito Julián. Un Julián que tenía que haberse llamado Julio, pero que, tras una equivocación del funcionario que expedía partidas de nacimiento, fue para siempre Julián. Sus padre querían que fuese Julio, pero sintieron un respeto irrestricto por la figura del funcionario. Más todavía en esos años del primer Pinochetismo. No lo invento, lo copio de la novela, Irrestricto.
Me llaman la atención estos detalles, detalles como los que todos los críticos parecieron sentir como el fundamental -la "original" mirada del crítico, que se dice- cuando apareció esta novela:
Cuando ella regrese la novela se acaba. Pero mientras no regrese el libro continúa.
Todo bien, de no ser porque ella no regresa nunca, no en la historia que nos cuenta el libro. Y aún así el libro sí termina. ¿Qué función tiene en sí esa frase? A juicio de los críticos parece cifrar la idea misma del libro. Pero eso es una lectura superficial. No, no habla del deseo del protagonista y narrador de otro libro, Bonsái, pero no de este. Nos habla de la cantidad de objetos que vamos atesorando en nuestras vidas pese a que no tienen función alguna. Muchos objetos inútiles, que son, precisamente, los que más nos singularizan. Un alumno me contó una vez que cuando le echa un ojo a las palabras que ha añadido al diccionario de su procesador de textos es cuando más se encuentra a sí mismo. Él está ahí, en todas esas palabras que tan sólo necesita él. Lo mismo ocurre con todas esas japonerías que van combando los estantes de nuestro salón. Son esas la que nos distinguen. Pero eso no quiere decir que sean ellas las que nos hacen buenos, ni siquiera mejores.
Y esa es la sensación que me ha ido ganando con esa frase. No está ahí lo mejor de Zambra, ni mucho menos. Lo mejor de Zambra está en lo común. En la capacidad de callar qué ha ocurrido. Porque no lo sabe. Porque sabe que la novela está ahí sin saberlo. Un novelista al uso habría explicado la historia. Habría dado pistas sobre qué sucede ahí dentro. El acierto de Zambra está en obviar lo que no sabe, en no impostar una respuesta. El acierto de Zambra está en callar. Quizás porque sabe que la novela de Julián, Bonsái, como toda novela, no es más que una japonería, algo burdo y hermoso, pero superficial y prescindible al fin y al cabo. Lo importante también está en la novela de Zambra, tanto en La vida privada de los árboles como en Bonsái. Pero esa verdad está escrita con palabras gastadas y poco llamativas. Sólidas e imprescindibles, que pasan desapercibidas y que, justamente por eso, son en las que reside la verdad.
La fotografía es de Iván Tahys, de su simpático blog fotográfico del Bogotá '39