Hay una tendencia, perfectamente instaurada dentro del universo de los medios de comunicación de masas, que consiste en considerar intocables a los personajes instaurados dentro del sistema de mercado. Esto, restringiendo el espectro al mundo de la cultura viene a ser algo muy sencillo: es más importante la marca que el producto. Así, por el mero hecho de tener el sello de autor –que no la autoría en muchos casos- de un nombre de prestigio –que en el caso de la sociedad actual está directamente relacionado con la rentabilidad comercial que genera- un producto es bueno. Es algo que presenciamos cotidianamente en el caso de la literatura. Raro es el crítico que se atreve a analizar desde una posición imparcial la obra de un autor reconocido. Una obra salida de uno de los santones en los que todos estamos pensando –y al que no se le ocurran nombres le invito a repasar las listas que, recientemente, con motivo del arqueo anual, se han hecho en distintos medios y publicaciones- va a ser siempre bien recibida por la crítica –que como mucho se atreve a decir que no es la obra magna del autor, pero nunca reconocerá la escasa calidad del texto- y el público, consolidando el prestigio y la marca comercial del interesado. Lo que digo no creo que sea nada nuevo salvo para algunas mentes ingenuas. A las empresas les interesa que el artista genere obras asimilables por la sociedad, y el mercado por extensión, para cuadrar la cuenta de resultados, verdadero objetivo de la empresa aunque se disfrace de entidad cultural.
Como reacción natural, el nutrido grupo de los que no gozan de ese estatus –debido a diferentes razones, ya sea porque su propuesta escapa al modo de pensar y sentir mayoritario, doxa, o bien porque su obra, realmente, no es un producto de calidad- acostumbra a cerrar filas y considerar que lo que está dentro del mercado es malo y lo que está fuera, por silogismo, bueno. Este modo de pensar viene a ser igual de perverso que el establecido por el mercado, ya que reúne a artistas de una calidad desigual, que sufren un accidente ajeno a su labor artística, y relacionado con asuntos mercantiles. Es evidente también, pero parece que cada cierto tiempo hay que volver a repetirlo: la calidad de la obra no tiene relación alguna con su repercusión ni social ni mercantil. Hay autores fantásticos que logran un notable éxito de público, y otros que fracasan en el mercado pese a su indiscutible calidad, y también hay autores pésimos con un enorme volumen comercial y autores horrorosos con una desastrosa trayectoria editorial. Y en medio de esos cuatro extremos se mueve la mayoría de los autores, trampeando como pueden para llegar a fin de mes.
Está más que estudiado y asumido cómo se construye ese coto vedado de autores que cuentan con los parabienes del mercado y el prestigio cultural. Todos sabemos que la función de las instituciones culturales y los medios de masas especializados –en especial en el caso de España los suplementos literarios de los diarios de mayor tirada- es fundamental en este caso, y todos sabemos que ese grupo de aristócratas –la elección del término no es casual- se asegura muy mucho de vigilar las puertas de entrada de los comentados y los comentaristas. La vigilancia y celo con que los autores prestigiados por el mercado cultural –que no es lo mismo que cultura, aunque de eso no se enteren ni mucha gente ni, por supuesto los políticos- y los turiferarios que tutelan el acceso a ese coto vedado –en buena medida los críticos- hace que la información que producen sobre la realidad editorial del país sea totalmente parcelada, interesada y, voluntariamente manipulada. No es algo nuevo, se lleva señalando mucho tiempo y, pese a que las cuentas que tanto interesan a los directivos editoriales demuestran que la influencia de esas publicaciones en la sociedad es inferior a un 5%, es ese entorno el que señala la dirección a seguir a las instituciones culturales y continúa mediatizando la vida del creador literario en este país.
Frente a esa imposición, por primera vez en la Historia de la humanidad el individuo anónimo tiene herramientas necesarias para hacer oír su voz, y que esta pueda ser escuchada en entera libertad. Sí, estoy hablando, por supuesto, de Internet, y más específicamente de la blogosfera, que pone al alcance de prácticamente cualquier habitante del primer mundo –no vamos a echar las campanas al vuelvo y decir que todo el planeta tiene acceso a Internet cuando apenas llega a un veinte por ciento de la población- la posibilidad de decir, a todo aquél que lo quiera escuchar, lo que piensa.
Esta revolución es especialmente interesante, a mi juicio, dentro del mundo de la literatura, y más especialmente de la española. En España las publicaciones independientes son escasas, y eso permite que el dominio recaiga de un modo más amplio en las manos de los grandes grupos de comunicación –que normalmente están relacionados con los grandes grupos de edición- lo que facilita que las secciones “culturales” de los diarios se conviertan en folletos comerciales al servicio de los intereses comerciales del grupo. Esto, en el caso de un periódico como El País –el de mayor tirada en España y por lo tanto el más representativo- se hace evidente. Es encomiable la labor de algunos de los trabajadores del medio por seguir informando –ahí está el buen reportaje sobre la edición independiente del pasado sábado, todo hay que reconocerlo- y hacerlo de un modo independiente o veraz, a pesar de que desde la misma dirección del periódico se decidan políticas sorprendentes en lo tocante al modo de entender la información cultural.
Por lo tanto, el medio de difusión de un modo ajeno al mercado de entender la cultura –por extensión la literatura- pasa por los blogs. Hay muchos que se han animado a ejercer esa labor y, sobre todo en el caso de los de temática literaria, sin compensación económica de ningún tipo. No está el horno para bollos en ese sentido.
En el momento en que un lector anónimo toma la decisión de hablar de un modo libre sobre literatura está realizando, de un modo consciente o no una acción política. Y el primer paso que va a dar es el de la selección de los libros de los que va a hablar. Algunos elegirán los mismos libros de los que se habla en los mass media, otros elegirán otros. Algunos escribirán desde la misma posición integrada y acomodaticia de los suplementos culturales, y otros no. Algunos pretenderán sentar cátedra y otros compartir sus experiencias lectoras. Habrá de todo y para todos los gustos, y el lector hipotético que, viajando a través de Internet recale en ese blog elegirá si comulga o no con el punto de vista del autor del blog, y decidirá si lo visita con asiduidad o no, e incluso en algunos casos decidirá participar en el blog. Todo esto siempre y cuando el administrador del blog haya mantenido la saludable medida de permitir comentarios, que es una de las características más interesantes de un blog, pese a que algunos la eliminen evidenciando un desinterés por las opiniones ajenas que, en mi caso, suelo convertir en desinterés por el blog.
Yo creo que ese intercambio de opiniones, esa creación de referentes personales es la salida real de la literatura frente al monopolio mercantil de los grandes medios. Por eso me preocupa, y vuelvo al inicio del texto, ver que se está produciendo un fenómeno especular del de los grandes medios de comunicación. Me refiero a la tendencia a censurar los comentarios negativos o poco favorables hacia los libros que no aparecen en esos grandes medios. Parece que la finalidad del blog sea establecer un canon opuesto al de los medios de masas, y partiendo del mismo referente: el mercado. Y es algo verdaderamente perverso. O sea: el gran medio santifica el producto que vende y el pequeño el que no lo hace. Pero terminamos dejándonos llevar por los mismos criterios. Ese supuesto parte de una visión del mundo igual. Una visión caduca y decadente. “No hable usted mal de ese libro cuando hay por ahí gente que vende más y es mucho peor” es uno de los comentarios –suavizado- que todo administrador de blog recibe con cierta frecuencia.
La revolución que permite la blogosfera debe nacer, necesariamente, de ignorar al mercado. Uno esta haciendo ya una acción política decisiva al elegir de qué hablar, en un blog no existe el deber de hablar del “último libro de” o del “fenómeno de ventas de”. Los criterios deben ser otros, y, en mi caso, son dos: la calidad del libro o la obra, física –yo sé que un libro mejor editado funciona mejor que uno mal editado- e intelectualmente, y la capacidad de sugerencia que en mí ha despertado. Y no quiero tener en cuenta el lugar que, como producto, ocupa esa obra en el mercado, porque ni quiero hacer un blog sobre mercadotecnia ni sobre economía. Uno se ha cansado de decir que esos criterios son para otro tipo de lectores. Entre los privilegios que me arrogo al llevar adelante este espacio está el poder hablar bien de un libro que me guste, sin más razonamientos, no me importa que lo edite un grupo enorme o un editor quijotesco, me importa el libro. Y cuando las valoraciones que voy a realizar están contaminadas por otros aspectos –amistad o enemistad- los refiero en el comentario, porque todos y cada uno de los textos que aquí se incluyen van firmados por mí, este no es un sitio de esos donde “la publicación no se hace responsable de las opiniones vertidas por los colaboradores”. Yo me responsabilizo de cada cosa que digo aquí. Y por eso me creo en el derecho de poder marcar mis propios criterios.
Criterios que –y en esto caigo, lo sé, en el mismo error que aquellos que me indican lo que puedo y no puedo decir y de qué debo hablar y de qué no, aunque yo lo hago como opinión en mi propia casa- creo que deberían extenderse a la blogosfera. A mi juicio todavía se sigue con la visión estúpida y mercantilista de henchirse de orgullo cuando aparece una reseña en uno de esos suplementos de gran tirada que despreciamos, lo que demuestra que todavía se sigue una voluntad real de instaurarse en ese coto de prestigio, pese a que se sabe que es un coto mercantilista. Y, confinados al más recoleto entorno de la red, se producen airadas respuestas a críticas que consideramos que deberían ir dirigidas a los que ocupan las páginas que en realidad nostros queremos ocupar. No hace mucho, por ejemplo, se produjo el caso de que, siete meses después de su aparición, un libro de relatos de un autor novel mereció una reseña en el suplemento cultural de un gran periódico. La valoración del crítico no era muy benevolente y señaló numerosos defectos en el libro. Los comentarios que llegaron a mis oídos al respecto fueron casi siempre los mismos: “-Para hablar así del libro casi mejor que no lo hagan. –Bueno, pero al menos han hablado de él en ese periódico y eso es mucha publicidad.” O sea, una visión mercantilista, de negocio, en la que se niega la posibilidad de que el reseñista estuviese siendo sincero, porque por una vez no tenía que hablar de un texto siguiendo las directrices del grupo editorial. Ojo, no digo que esto fuera así, pero no oí a nadie barajando esa posibilidad.
Porque, y ahí radica el problema, a casi nadie le interesa hablar de literatura. De un modo sincero, sin intereses. Basta con un comentario negativo para que amigos o conocidos del interesado aparezcan retando al autor del blog –en estos seguimos como en el Siglo de Oro, algo es algo- o pidiendo explicaciones de la afrenta. Y casi siempre se termina la pendencia de un modo parecido: “Hombre, con la de gente que hay por ahí a la que criticar, por qué hacerlo con alguien tan pequeño, que en el fondo sí que busca hacer algo interesante –esto normalmente es mentira, pero se dice para demostrar que uno es amigo del ofendido-, con la gente que hay por ahí que se lo merece mucho más”.
Y ése el punto central de todo esto. En la blogosfera no hay pequeños ni grandes, hay emisores y receptores de información. Aquí no debe hacerse valer el tamaño bursátil de un autor, sino la calidad de su obra, y sólo eso es el asunto a tratar. Aquí da igual que uno está representado por Carmen Balcells o que se autoedite el libro. Aquí cuenta la calidad del texto, o debería ser eso lo que cuente. La blogosfera demuestra que un periodista remunerado en un gran periódico puede tener la misma validez que un bloguero que desde casa opina. No hay pez chico ni hay pez grande. Hay peces. Todos somos iguales. Y todos pasamos por el mismo rasero: el del mayor o menor criterio del lector.
En España se solicitan al año unos setenta y siete mil registros del ISBN. Vamos a suponer que más de la mitad corresponden a libros no venales, administraciones, reediciones y demás. Eso deja unos treinta mil libros. Más de ochenta y dos al día. Que una persona en su casa haya escogido el libro de uno, lo haya leído de un modo serio y competente, haya dedicado un tiempo a escribir sobre él y lo difunda para que pueda ser leído por todos es un premio. Si además habla bien de él uno debería ser el hombre más feliz del mundo. Porque evidencia lo que, desde siempre ha querido ser la literatura: gente que escribe para que otro le lea y se lo tome en serio. Por eso no entiende uno las reacciones airadas de alguna gente, ni las pendencias que los padrinos ejecutan con diligencia envidiable.
Tenemos en nuestras manos hacer otro mundo literario distinto al que se nos quiere imponer desde arriba. Es responsabilidad nuestra estar a la altura de las circunstancias y no comportarnos como lo hacen ellos. Nos lo debemos a nosotros mismos y a la literatura.