16 enero 2007

Yo necesito Dylarama

Una de las cosas buenas que tiene insistir es que uno descubre, aunque sea tarde, cosas maravillosas que se estaba perdiendo. Recuerdo que de niño no comía nunca jamón, y ahora no puedo vivir sin él, o que el primer bocadillo de calamares que comí no me gustó nada, o que de pequeño no comía casi pescado, y por eso cada cierto tiempo me da por comer algo que no me gusta, a ver si ahora las cosas han cambiado.
Yo intenté leer a DeLillo después de leer una entrevista en la que Paul Auster hablaba de su amigo como uno de los novelistas más interesantes de su país. Me acerqué a la biblioteca donde me surtía en esa época y me llevé en préstamo Submundo. Lo intenté, pero ese partido de béisbol con el que se abre el libro se me hizo eterno, y lo dejé. Pero siempre tuve a DeLillo en la cabeza, incluso alguna vez volví a coger prestado el mismo libro, pero nunca me decidía a leerlo –la verdad es que las setecientas páginas que tiene la novela son bastante intimidatorias-.
Decidí que el momento idóneo para acercarme fue cuando apareció Libra en la edición de Seix-Barral, pero por casualidades del destino la aparición del libro coincidió con la mudanza a mi actual casa y el libro de DeLillo se ha quedado un montón de tiempo guardado y sin estar a la vista –y yo leo los libros que tengo a la vista, por eso toda superficie horizontal de mi casa, incluso la tapa de la cisterna, tiene libros encima, así que no busco un libro guardado salvo que tenga mucho interés en él.
Y resultó que el libro que se quedó muy a la vista cuando me lo remitieron desde la editorial fue Ruido de fondo, así que lo leí casi de inmediato con progresiva fascinación. Es una magnífica novela, que señala de un modo directo y muy inteligente la misma esencia del individuo, ese vacío de lo real del que habla Zizek en sus textos usando términos lacanianos –bienvenidos al desierto de lo real-. Construir una historia sobre la muerte, sobre el miedo a morir y los sucedáneos de sensaciones y experiencias a los que llamamos vida y que resulte original y entretenida es muy difícil. Pero esta novela lo es.
Es una historia que juega al despiste, a abrir senderos argumentales que atraen al lector y que luego desecha porque el vacío que está en el centro mismo de la condición humana es el objetivo de esta novela. Además, la muerte está presente mediante símbolos a lo largo de toda la historia. Y siempre de un modo brillante. Los alimentos que o bien son transgénicos o bien producen cáncer, la radiación persistente, los temores de los hijos, la obsesión de los padres. Todo está encajado a la perfección para contarnos una historia sobre la degradación vital del hombre moderno. Un hombre muerto en vida al que le aterra la muerte, con un ansia existencial absurda e incomprensible porque no es tanto la carencia de sensaciones y de pensamiento que sobreviene con la muerte lo que teme, sino el cambio que supone. El hombre que retrata DeLillo, paradigma de la sociedad estadounidense y, por el mecanismo de contaminación cultural en que nos encontramos, de toda la sociedad mundial, es un zombi que vive aterrado ante la posibilidad de cambiar de situación. Quiere sensaciones y experiencias pero si las vive se siente totalmente perdido, y buena muestra es el largo episodio central del escape tóxico que sirve como eje de la novela, desde ese momento se aprecia la ineptitud de los protagonistas para vivir su vida. Somos incompetentes que no aprovechan su vida y, por eso, tememos el final de la misma, postergamos eternamente todo y, de repente, nos sorprende que alguien nos recuerde el final de todo. Y DeLillo se enfrenta –y nos enfrenta- cara a cara a ese temor, y por eso su novela es única.
La invención de esa droga genial, el Dylarama, es una muestra más de la capacidad profética de DeLillo. Cualquier que haya oído hablar del Prozac y del elevado número de adictos a esa medicina que hay en los USA sabe de qué hablo. El Dylarama ha pasado, junto al Soma a ser una de esas drogas de ficción para una posible antología de drogas de ficción –qué curioso, un inventario de sustancias que nos ayudan a montar ficciones pueden ser también inventadas-.
Sorprende los veintidós años que tiene este libro, publicado en el año 1984 resulta terriblemente actual en el mundo que retrata –tanto que José María Guelbenzu, en la reseña que publicó en Babelia decía que era del noventa y cuatro, lo que no es sorprendente porque cuando se editó Libra lo consideró una novedad editorial al hablar de la novela como “la última de su autor”, se ve que este hombre no se entera mucho de lo que sucede a su alrededor, y eso, como decía Carmen Baroja de su hermano Pío, “no es muy bueno para un novelista”-. Las referencias, el mundo que construye para que el lector deambule por él es sorprendentemente actual, si hablaran por el móvil sería como estar en el 2006. Esta novela es una verdadera delicia.
Como todo no puede ser perfecto, hay algo que lamentar, y es que las editoriales españolas sigan tirando por la calle de en medio a la hora de editar, sin cuidar la obra ni pensar en los lectores. No es esta la primera edición de la novela de DeLillo en España. La editó en el 1994 Circe, con la misma traducción que han usado ahora, de Gian Castelli, que está pidiendo a voces una revisión. Por poner un ejemplo, uno sólo pero significativo teniendo en cuenta que hablamos de una traducción, en un momento dado de la novela leemos algo de los internos del “asilo”, que entendemos por lo tanto como ancianos, ya que son ancianos a los que se interna en asilos. Pero no, resulta que son locos, así que se da uno cuenta de que el traductor ha convertido el asylum –manicomio u hospital psiquiátrico, a elegir- en un asilo de ancianos. Así que le asaltan a uno las dudas de cuántos “falsos amigos” habrá en la traducción.
Y, pese a esas dudas, uno sigue leyendo enganchado, fascinado por la capacidad de DeLillo de levantar una metáfora fascinantemente precisa de nuestros deseos y temores.
Don DeLillo Ruido de fondo Seix Barral, Barcelona, 2006