17 septiembre 2007

Las largas tardes del verano

La playa tiene muy poco predicamento intelectual. Parece que los libros están contraindicados en mitad de la arena, cerca de las cañitas del chiringuito, bajo el protector velo de las sombrillas. Cuesta mucho escuchar a un escritor reconocer que disfruta de sus vacaciones en la playa. Y en buena medida es algo natural. Todos sabemos lo incómodo que es intentar pasar una mañana en la arena, o una tarde de playa con un libro. Los niños chillan al lado de uno, siempre hay un abuelo con una radio a mil por hora, un grupo de jóvenes no paran de beber cervezas y dar voces, y la propia familia de uno no tiene empacho en dejar que su melena chorree encima de tu libro. Por eso, quizá, hay tan poca literatura sobre la playa veraniega, que parece más un escenario de películas románticas para adolescentes o de comedias del destape.
Sería una pena que sólo por eso no se distribuyese en España el último libro de Alan Pauls, llamado La vida descalzo y que ha publicado en Argentina la editorial Sudamericana dentro de su colección In situ.
El libro es una delicia en la que Pauls da rienda suelta a la libre asociación, al recuerdo y a la manipulación de la memoria, al análisis de lo vivido y a la comprensión de los orígenes. Y todo con el aire vagamente indolente del que deja transcurrir el día sin nada importante que hacer salvo descansar.
Todas las playas son la misma, y es curioso que Cabo Polonio –especie de paraíso virginal o comuna hippie donde no ha llegado la luz- se mezcle con Playa Grande de Mar del Plata o con Villa Gesell. Pero más sorprendente me ha resultado conocer lo similares que son los febreros australes con mis aburridos agostos, libres de toda preocupación que no sea si sopla más o menos el viento o qué comeré a mediodía. Todas las playas son la misma. De arena frina o gruesa, volcánica o blanca, con piedras o sin ellas. Toda playa no es sino la playa en nuestra memoria. La playa es, sin lugar a dudas, uno de los mejores lugares para no pensar en nada, para que nuestra cabeza descanse, y quizá por eso es tremendamente fértil. Cuántas historias no me han sucedido en la playa, aunque fuera sólo en mi cabeza.
Pauls, lejos de limitarse a trazar un diario de unas vacaciones o a ensartar uno detrás de otro los recuerdos de sus veraneos sin zapatos, consigue dotar a su libro de una unidad y de una profundidad muy notable. Analiza lo que es la playa, por qué nos atrae y porque la despreciamos, intuye las verdades que se ocultan en el perpetuo horizonte marítimo de la línea del mar y en el cambiante suelo que nos alberga mientras lo miramos. Pero va más allá y dibuja un recorrido por la playa como escenario intelectual. Por eso resulta, sobre todo, sorprendente este libro. Si los alcaldes de las costas españolas se molestasen en algo más que en llenarse la cartera a golpes de recalificaciones, y se preocupasen de investir con una pátina de materia gris sus feudos, deberían regalar ejemplares de este libro en sus playas. Acabarían con el señoritismo de esas playas del norte de Europa, donde siempre parece ser invierno –qué lúcidas, qué interesantes las páginas del libro donde Pauls señala que lo detestado por los intelectuales de la playa no es el espacio en sí, sino la estación, el verano, porque una playa en invierno tiene un aire de película de Dreyer o de Bergman, más profunda cuanto más apagados se ven sus cielos- para reclamar el asueto, el ocio, la pereza que permite el calor estival de las playas cálidas.
Pauls se desnuda, desnuda sus recuerdos y sus pensamientos del mismo modo que en la playa todos aparecemos igualados por nuestra desnudez. Frente al resto de los escenarios, en la playa la desnudez -casi total- no es sólo permitida, sino que lo monstruoso es lo otros, el que se tapa, el que se oculta, el que se destaca por no despojarse de su vestimenta. Sólo el que trabaja en la playa va vestido. Esa misma desnudez es la que ha usado Pauls a la hora de trabajar con sus propios materiales autobiográficos. Fotografías, recuerdos, que sirven como punto de partida para la ficcionalización que ejerce a través de lo meditado, lo descubierto, lo intuido en la playa. Es curioso que el propio autor, en el libro, reconozca que en la playa sueña muchísimo, que es en medio de esa nada, en ese paréntesis, cuando suyo más oscuro sale a la luz. Este libro registra, también, el apropiamiento que los sueños y las ficciones hacen de la propia vida del autor.
No hay mejor manera de entender todo que no pensar en nada. Lo entiende en protagonista de uno de los mejores cuentos que se han escrito: El mar, de Medardo Fraile. Del mismo modo que el protagonista de este cuento descubre frente al perpetuo movimiento del mar, a su estatismo veloz, lo poco que somos y lo importante que es no entender en realidad nada, y ser, solamente estar, a lo largo de su libro Pauls, porque como todo buen libro se resiste a quedar clasificado como si se tratase de una verdura –la manzana golden está dos céntimos más cara que la starking, ya saben-, nos demuestra que la mejor manera de llegar a conclusiones y de conocernos es no hacer nada. En un mundo donde somos poco más que productores, máquinas generadoras de plusvalías que no disfrutamos, es muy reconfortante leer un libro donde se nos dice que detener la máquina porque sí es no ya reconfortante, sino una de las mejores opciones a nuestro alcance.
Y luego vendrán los intelectuales de siempre a decirnos que si Benidorm es insufrible y que Marbella es insoportable, como si no hubiera más playas.
Alan Pauls La vida descalzo Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2006

Como guinda pastelera, una entrevista aparecida en el suplemento Radar -que dirigió el propio Pauls- del diario bonaerense Página/12:

Martes, 11 de Julio de 2006

ALAN PAULS Y LAS ESCENAS DE “LA VIDA DESCALZO”

“La playa no se lleva bien con la tradición intelectual”

A pesar del tono autobiográfico, el relato de La vida descalzo ensaya lecturas que van más allá de la experiencia personal, teorías que a menudo van a contramano del lugar común de arena y mar.

Por Silvina Friera

“La experiencia que trato de reconstruir es la de mi infancia”, dice Pauls, que incluyó fotos propias en el libro.

La frase de Roland Barthes, “todo esto debe ser leído como dicho por un personaje de novela”, le permitió a Alan Pauls rendirse ante la evidencia de que sólo a través de una puesta en escena podría enfrentarse con los materiales autobiográficos. En La vida descalzo (Sudamericana), la playa –un lugar asociado con la forma más perfecta de la felicidad– es un escenario de representación de imágenes ligadas a la infancia del narrador, contaminadas y mezcladas por la perspectiva del adulto que reelabora su pasado mientras escribe. Así, el personaje de esta novela sueña mucho en Cabo Polonio para compensar los efectos de un cierto síndrome de abstinencia, no hay luz eléctrica, ni cine, ni televisión, ni computadoras, ni publicidad. Percibe que todos los cuerpos en la arena o en el mar son democratizados por la desnudez en masa, y sugiere que nada resulta más disonante para la imaginación popular que la idea de un intelectual en traje de baño, que lucha a brazo partido con los rayos de sol. “La experiencia de la playa que trato de reconstruir es la de mi infancia”, dice Pauls en la entrevista con Página/12. “Probablemente si mi escritura no estuviera trabajando los problemas de autobiografía, experiencia y memoria, no hubiera hecho esta asociación entre infancia y playa.”

–¿Antes tenía más reparos respecto de la autobiografía?

–Tenía más problemas; creía que para escribir había que cortar con la propia vida, y con la vida en general. Las ideas de vida que había en circulación, cuando se hablaba de la relación entre literatura y vida, no me satisfacían, me resultaban falsamente ingenuas, demasiado espontaneístas, y me conducían a ciertas ideas que no me cerraban. Mientras no pude resolver ese problema, me negué a la relación con la vida.

–¿Y en qué momento se amigó?

–A principios de los años ’90 hubo algo que estalló y se resquebrajó en ese pensamiento un poco paranoico que suscribía, en el sentido de no dejar entrar al exterior en lo que escribía. Supongo que empecé a descubrir un cierto placer en la porosidad de la literatura, que en ese tipo de contaminaciones podía haber un material artístico y de ficción tan interesante como el que encontraba antes en un mundo más literario. Y fui pensando esa materia que uno llama vida de otro modo; decidí atacarla más de frente, en vez de evitarla, y comencé a darle una forma.

–Cuando la vida entra reelaborada en la ficción, ¿potencia la literatura?

–Para poder trabajar con un material autobiográfico, tuve que rendirme a la evidencia de que solamente la vida puede entrar en la literatura cuando es la literatura la que la inventa. Aun cuando lo que escribo ahora trabaja mucho más con un tejido autobiográfico, no creo que la vida entre en la literatura sino que es la literatura la que inventa una vida posible que puedo llamar mía. Los elementos más autobiográficos, y los que a mí más me interesan, de El pasado son aspectos que ni siquiera sabía que recordaba de mi vida. La escritura de la novela los fue convocando, en una especie de memoria involuntaria a la Proust, porque ya no surgían de mi propia experiencia de recordar sino de la máquina de escribir propiamente dicha. No creo en la idea de que uno sabe cómo vivió y traduce esa vida a la ficción. En mí funciona más la idea de que al escribir uno va inventando una cierta vida personal, que por supuesto tiene mucho de conjetural y de ambivalente, es una vida muy resbaladiza, donde todo el tiempo el material autobiográfico real está en contacto con dimensiones ficticias y artificiosas o incluso disparatadas.

–A pesar de que La vida descalzo está escrito en primera persona, hay una distancia que genera la sensación de una tercera persona. ¿Su intención fue reflexionar sobre la playa como si fuera otro el que lo estuviera haciendo?

–Siempre me molestó mucho del registro autobiográfico el costado expresivo, la idea de verter algo, de sacar algo hacia fuera. Esa distancia para mí es un juego, una puesta en escena de un yo, donde el carácter de puesta en escena está tan acentuado casi o más que la idea de que hay un yo en escena, y eso siempre me permitió enfrentarme con un material autobiográfico. Ese juego de distancia con lo personal es clave. En general, los libros testimoniales o la gente que dice yo por escrito no me interesa; no soy sensible a eso, no me conmueve, no me inspira. Ahora, tan pronto como veo que hay en esa puesta en escena de un yo, una cierta teatralidad, una ficción, ahí me empieza a interesar. Esa distancia en el libro deriva de una frase que siempre recuerdo, y que es prácticamente mi divisa de los últimos años. Es la frase con la que se inaugura el Roland Barthes por Roland Barthes: “Todo esto debe ser leído como dicho por un personaje de novela”. Ese es el procedimiento que me permite encarar un material autobiográfico y no quedar capturado en esa especie de ilusión imaginaria de estar expresándome o estar contando una verdad mía. Cuando uno adhiere a la confesión, adhiere a la idea de que hay un núcleo de verdad que puede salir de la oscuridad a la luz. Pero no creo en eso. En vez de confesiones, expresiones, pienso en puestas en escena.

–¿Por qué es contradictorio imaginarse a un intelectual en la playa?

–La playa no se lleva bien con la tradición intelectual. La tradición playera es demasiado vitalista, demasiado a la intemperie, y la intemperie como experiencia no es un espacio ni para la lectura, ni para la reflexión; es una experiencia que está más ligada a la contemplación o al llenado de ese vacío con un despliegue físico muy grande. La playa es un espacio a mitad de camino entre la salud y el deporte, que son experiencias que no tienen nada que ver con la mitología intelectual. Tengo la impresión de que es difícil asociar la playa a la labor intelectual, excepto cuando la playa está deportada de su hábitat natural, que es el verano. La playa en invierno se convierte en un espacio hostil, lleno de incomodidades y de contratiempos, y un espacio así es más estimulante para la actividad intelectual que esa especie de horizonte sin límites, meteorológicamente idílico, que es la playa en verano.

–¿Y cómo se lleva con la playa?

–Me resulta muy difícil imaginar una vacación que no transcurra en una playa. No soy hombre de montaña en la medida en que lo que vaya a buscar sea una vacación. Puedo viajar a la montaña, pero no voy a sentir que estoy de vacaciones. Sé que hay escritores o intelectuales que les resulta totalmente impensable la idea de una vacación. Pero para mí es una idea importante, me gusta tomarme vacaciones de la escritura.

–¿Por qué tiene tanto predicamento el mito del escritor que nunca se toma vacaciones, que siempre está escribiendo?

–En un sentido, si uno piensa que escribir es una práctica de la imaginación, de la observación o de la reflexión, es cierto que no hay vacaciones, porque incluso cuando estoy de vacaciones me llevo una libreta y tomo notas. Y si no lo hiciera y solamente me dedicara a leer, que es para mí el gran goce de la vida (incluso superior a escribir), el tipo de marca que haría en el libro sería como una especie de víspera de escritura. Cualquier persona que se dedique a una práctica que involucre la imaginación, la reflexión, el pensamiento, lo que puede hacer es poner entre paréntesis eso y descansar. Pero nunca se apaga del todo, a lo sumo se desactiva un circuito principal y se activan circuitos secundarios. A mí me gusta de las vacaciones la idea de sedentarismo absoluto, casi de inmovilidad. Me hace bien saber que durante quince días al año no voy a tener relación con ningún tipo de máquina, saber que no tengo la computadora; y de hecho voy a una playa que no tiene luz eléctrica, Cabo Polonio, y me hace muy bien esa falta de energía eléctrica.

–¿Esa falta de luz activaría otros mecanismos en usted, por ejemplo el de los sueños?

–La playa es un espacio muy onírico, muy proyectivo, me genera una superproducción de sueños increíbles. No sueño mucho en la ciudad, donde se supone que hay muchas imágenes que nos bombardean todo el tiempo. Y en la playa, sobre todo en Cabo Polonio, sueño muchísimo en formatos televisivos o cinematográficos; son sueños que tienen argumentos y géneros, pueden ser comedias, melodramas, aventuras. La playa es como una gran pantalla donde puede proyectarse toda clase de imágenes e historias audiovisuales.

–¿Se imagina viviendo en una playa?

–No. La playa, a pesar de que es un lugar muy familiar para mí, tiene los valores que tiene en la medida en que es un espacio excepcional, una interrupción o un desvío de algo. No me gustan los lugares endogámicos para vivir; prefiero el anonimato de las ciudades. La playa, por más populosa o urbanizada que fuera, me produciría una cierta claustrofobia.

–¿Ni siquiera se animaría en Cabo Polonio?

–Es imposible vivir por razones climáticas. Es un lugar terriblemente húmedo, muy difícil de calefaccionar, hace mucho frío y las paredes chorrean. Nunca estuve en invierno, pero me dijeron que es muy complicado, que para estar ahí tenés que ser una especie de Robinson Crusoe dispuesto a vivir en una epopeya permanente. Me gusta la leve epopeya que representa para mí estar quince o veinte días al año en Cabo Polonio (risas).

–Sin embargo, hay muchos escritores, como Forn o Saccoma-nno, que se fueron de Buenos Aires para escapar del “infierno urbano”.

–No creo que haya ningún infierno del cual escapar, más bien pienso que el infierno son los lugares pequeños, salir a la calle y encontrarte siempre con las mismas personas. Eso me parece mucho más infernal que desaparecer en la ciudad, como uno desaparece todos los días.

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