01 diciembre 2008

La realidad como tumor

Para Jordi

Puesta a la venta en España –y medio mundo- como The Kingdom, la cinta del autor danés se ha convertido en una serie de culto que pasa de mano en mano aunque todo el mundo se la quiera quedar.

UNO. Lars Von Trier, para bien o para mal, se ha convertido en una marca, en un distintivo que vende un producto, independientemente de la calidad del mismo. Riget (The Kingdom) está realizada justo en el momento en que esa marca tomó forma. Las dos temporadas de la serie datan de los años 1994 y 1997. Sirvan como referencia las fechas de estreno de algunas de sus largometrajes: Europa, 1991; Rompiendo las olas, 1995; Los idiotas, 1998. Y una, quizás, más determinante, la del manifiesto Dogma 95. ¿Qué quiere decir todo esto? Que las dos temporadas de la serie, que arrasaron en los índices de audiencia de su país, están realizadas en los años en que Von Trier se convirtió en un referente de la cinematografía mundial y, por extensión, en una estrella con marchamo de “autor”.

DOS. La serie funciona como un catalizador de todas las obsesiones de su autor: La incomunicación, el cuestionamiento del intelecto y la razón como herramientas para comprender la realidad, el humor -siempre teñido de absurdo- y la crítica social más o menos explítica. No es casual que para muchos críticos, los de Cahiers du Cinema entre ellos, sea la mejor cinta de Von Trier.
Por un lado está la trama superficial: una anciana aficionada a la parapsicología finge una enfermedad neurológica para ser ingresada en el hospital en el que trabaja su hijo. Allí investiga una serie de sucesos extraños que se están produciendo como la presencia del fantasma de una niña o la del padre del hijo que espera una de las doctoras –su embarazo avanza de un modo inusualmente acelerado-, que es un espíritu. A esta línea argumental se unen otras como la intención de un patólogo de transplantarse un hígado canceroso para que el hospital tome posesión del excepcional tumor que lleva años intentando estudiar, o las consecuencias de la mala praxis de un neurólogo sueco que ha dejado a una niña en estado vegetativo. Este escenario de terror gótico más o menos actualizado con el barniz hospitalario, ha seducido a Stephen King que ha producido una serie que tan sólo prolonga estas tramas epidérmicamente y que es, suponemos, tan ligera e irrelevante como casi todas las adaptaciones cinematográficas de sus narraciones.
Pero, subterráneamente, opera toda una lectura simbólica que se entronca con el shakespiriano “algo huele a podrido en Dinamarca”. Como denuncia la frase de Marcelo, este caos aparente en realidad enmascara el verdadero problema: la ineficacia del sistema, retratada con un humor socavador y muy inteligente, en el que se prefigura el dominio de la comedia de Von Trier que hemos disfrutado en “El jefe de todo esto”. No es casual que el hospital, el más grande de Dinamarca, se llame “Hospital del Reino” (Rigshospitalet), y que en él nada funcione. Al final de cada uno de los episodios el neurólogo sueco, el doctor Helmer, sube a la azotea del edificio, desde donde se contempla la ciudad de Malmö, y exclama “Escoria danesa”. El espectador, que ha sido testigo del mal funcionamiento del recinto hospitalario se ve obligado a estar de acuerdo con esa visión ajena, externa, que se niega a asumir como normal lo que no puede serlo.

TRES. Lo verdaderamente novedoso es, al igual que en toda la filmografía de Von Trier, la situación en la que se coloca al espectador. Por un lado comparte la visión del extraño ya mencionada. Pero sabe que ese extraño es un doctor que ha tenido que irse de su país tras una condena por mala praxis médica y que, apenas ha llegado a Dinamarca, ha cometido un error similar. ¿El espectador como delincuente?
O como idiota. Uno de los atractivos del planteamiento de la serie es la utilización de un “coro griego” que comenta y explica aspectos de la acción para aclarárselos al espectador. Pero dicho coro está formado por los dos lavaplatos del hospital: un chico y una chica con Síndrome de Down que saben más de lo que sucede que el propio espectador y los personajes. Precisamente por su renuncia al intelecto llegan más allá en el análisis de las situación: una historia llena de ruido y furia.
O como pelele. Por si todo esto no fuera suficiente, al final de cada capítulo aparece el propio Von Trier comentando los sucesos de cada entrega, lanzando preguntas sobre lo sucedido o anticipando lo que sucederá. Si fueran, verdaderamente, acotaciones ilustrativas o iluminadoras uno las agradecería, pero esas apariciones que terminan siempre emplazando al espectador a presenciar en el siguiente capítulo como continúa “la lucha entre el bien y el mal” parecen más la puntilla de una tomadura de pelo monumental, que verdaderas revelaciones o astutos indicios para comprender la historia. El empeño del movimiento Dogma en presentar como documentos reales y libres de artificio lo que no son más que ficciones sería otra muestra de esa manipulación.

CUATRO. Paradójicamente, la serie entra dentro del nutrido grupo de narraciones inacabadas, fundamental para entender la narrativa –escrita, audiovisual o como sea- de occidente. Ahí están Proust, Kafka, Musil, Welles, etc. como ejemplo. La muerte de los actores que interpretan al doctor sueco, a la espiritista y a uno de los lavaplatos, sirve como excusa perfecta a Von Trier para no continuar la serie por muchas presiones que reciba. Pero queda la sospecha de que la serie no puede tener un final, como no lo tiene la vida. Lo enrevesado de la trama, la gran cantidad de historias secundarias que se esgrimen, sirven para sospechar que la intención no fue nunca la de dar soluciones, sino la de plantear preguntas, la de analizar, con mirada siempre inteligente, la vida. Situar al espectador como integrante final de este enredo.

(Artículo aparecido en ABCD las Artes y las Letras el 29 noviembre de 2008)