Normalmente se nos ha metido en la cabeza, ya sea en el colegio o a través de los comentarios más o menos bienintencionados de maestros y profesionales, que contar historias es algo que uno hace para uno mismo, por necesidad íntima e intransferible. Pero eso es, desde luego, una visión muy miope del oficio de contar historias. Porque en el hecho de contar hay, siempre, un acto de comunicación, un emisor que transmite una historia a un receptor. Y, normalmente, se tiende a dejar de lado al receptor, no digo despreciarle, sino no tenerle en cuenta. La mayoría de los autores se dicen “Bastante tengo yo con construir esta historia, que el lector se esfuerce un poco”. Yo mismo lo he vivido en mis propias carnes como profesor de talleres de escritura. Es muy común el momento en que se le pregunta al alumno cómo piensa que el lector se va a dar cuenta de ese o de otro detalle de su texto. Y lo normal es que te responda que el lector debe esforzarse, que debe ser él el que remate ciertas imperfecciones, el que, con su actitud activa, complete el texto. Lo terrible es que juegan con otro de los consejos que se les da constantemente, que es que cuenten con el lector, que lo consideren alguien tanto o más listo que ellos mismo que va a completar el texto, que va a tener una actitud activa y anudará los hilos de la historia para tener una visión completa de lo que se le quiere contar. Así que uno le sirve en bandeja la excusa que luego usarán para justificar su pereza.
Leyendo este libro, fruto de cincuenta horas de entrevista entre Truffaut y Hitchcock, uno se da cuenta de la importancia decisiva que tiene la labor del contador de historias –me parece secundario que se trate de un director, un guionista o un escritor- a la hora de facilitar la ingestión de la historia por parte del receptor. Luego le toca a él digerirla, ahí no puede entrar ya el emisor, pero sí en cocinar bien los ingredientes para que la comida sea lo más sabrosa y distendida posible.
El propio Hitchcock se enfrentó en vida a muchos prejuicios por esta razón, ya que los “autores”, los “críticos” y demás intelectuales de la creación se le echaron encima aduciendo que sus películas eran demasiado comerciales, que estaban destinadas a un público masivo y eso las hacía más zafias y poco estimulantes. Bien, hasta cierto punto es posible que sea así. Vamos a plantear entonces una comparación, basándonos en uno de esos directores de cine que los espectadores “intelectuales” aplauden pero que es vacuo y realiza cintas destinadas a glosar la cultura occidental sin capacidad de reflexionar sobre ella: Peter Greenaway. Cualquiera que haya visto sus películas sabe que están llenas de referencias, de cuadros como decorados de plano, de canciones, de diálogos en los que se citan otros textos. Bien. Pero qué queda en nosotros tras haber visto películas como El vientre del arquitecto o El contrato del dibujante. Nada, no queda nada. Unas cuantas imágenes de cierto plasticismo, pero nada más. Y qué queda en nosotros tras ver Psicosis –la película más televisiva de la Historia del cine. Muchas cosas. Nos queda el miedo, la inquietud, la sospecha de que somos todos culpables y todos somos varios y no somos ninguno. Pero es que, además, nos quedan ganas de ver más veces la cinta, cosa que no sucede nunca con los films de Greenaway, que es lento, reiterativo y, lo peor que le puede suceder a un artista, solemnemente aburrido. Se puede ser solemnemente aburrido si uno es un sacerdote –les dejo elegir la religión- pero no puede ser así si uno es un artista. Hitchcock entendió eso desde el inicio del desempeño de su profesión, y luego lo puso en práctica en cada uno de sus trabajos.
Ahí radica otro de los principales obstáculos que ha encontrado siempre la labor de Hitchcock, la visión de su labor como un trabajo, algo que le llena, que le produce placer y donde se deja el alma y la vida, pero que sabe que debe ser rentable. Y ahí es donde los estetas no le han perdonado. Porque un artista tiene que estar por encima del mercado, y Hitchcock, con fina ironía, valoraba el éxito de sus películas por los beneficios recaudados. A menor presupuesto y mayores taquillas mejor película. Una fórmula casi matemática. Pero hay que leer de un modo más profundo: ha realizado una película más barata, luego más sencilla, más natural, y ha obtenido mejores resultados en taquilla, luego la ha visto más gente, ha llegado a más público, y su mensaje ha tenido una mayor difusión. Sólo un estúpido se queda en la superficie de los hechos.
Y, curiosamente –como terminando de ejemplificar esa constante paradoja que siempre fue Hitchcock y sus cincuenta y tres películas, de las cuales no he visto todavía ni la mitad- las historias que cuenta en ellas sin irrelevantes. Siempre que se habla de él acaba saliendo por algún lado u otro el famoso “McGuffin”. Como todo el mundo sabe es esa excusa que sirve como disparadero de la acción, pero que es tan irrelevante que muchas veces no llegamos a saber qué es. Sus películas son sólo trama, peripecias, hechos, dudas, manifestaciones psicológicas. Pero nunca sabemos qué ha provocado que todo se ponga en marcha, no conocemos en qué quedarán las cosas. En las películas de Hitchcock –y ahí está la más paradigmática, North by northwest (Con la muerte en los talones)- todo se reduce a la peripecia, a personajes llenando la pantalla con sus vidas, sus aventuras. Sin finales, sin objetivos, simplemente existiendo. ¿Hay alguna metáfora mejor que esa de lo que es nuestro paso por este mundo?
François Truffaut El cine según Hitchcock Alianza, Madrid, 2007