13 abril 2007

Historias de tono menor

Yo me he acercado a este cómic por referencias. No personales, no me ha llegado ningún amigo y me ha dicho: “Oye, léete este tebeo, que está muy bien”. No, he leído las listas de candidatos a los premios del próximo Saló del Cómica de Barcelona y he visto que esta obra es candidata a ganar todo lo que se puede ganar. Y luego he visto que con su anterior trabajo ya ganó bastantes premios, así que me he acercado a la tienda de cómics de al lado de casa –porque he pasado por la de al lado del trabajo, que tiene la mejor encargada de tiendas de cómics del mundo y no les quedaba- y me lo he agenciado.
Y lo he leído como se debe leer todo libro: totalmente virgen en lo tocante al asunto –no tenía ni idea de qué trataba- y totalmente esperanzado en encontrar algo bueno. Me he acordado de cuando Clarín en La Regenta habla del espectador ideal, que sólo se sirve de su sensibilidad para acercarse a las obras.
He leído las casi doscientas páginas del tebeo de un tirón, con verdadero deleite, pasando del dibujo con aires de manga –por lo visto David Rubín se gana la vida en la industria de los dibujos animados y es normal que tarde en soltar la mano- al más expresionista de la historia final. He disfrutado mucho con las historias humanas, irónicas a veces, siempre tiernas, cargadas de humanidad, que ha usado para construir su libro. Hay que decirlo claro: me parece un tebeo divertido, que se lee con placer y gusto, y que está construido sobre verdades e historias que nos tocan a todos, no como la mayoría de los tebeos, que hablan de mundos paralelos y cosas extrañas de otros planetas.
Ahora, teniendo en cuenta la cantidad de reconocimientos críticos que ha recibido este libro –y que seguramente merece- crece una sombra que me inquieta. ¿Es un libro como este, honesto y sincero, muestra de un trabajo y un oficio encomiables lo mejor que ha dado el cómic español este año? Posiblemente sí, y hay que felicitar y reconocer a Rubín por ello. Pero eso deja al medio muy maltrecho.
El gobierno, en una de estas decisiones que siempre se aplauden unánimemente porque suponen reconocer a las diversas expresiones artísticas, acaba de decretar la creación de un Premio Nacional de Cómic –además, así, sin usar el castizo tebeo, que se ve que no da clase- para premiar la labor de unos creadores de un medio que cada vez tiene mayor entidad y prestigio que debe ser reconocido. Y es verdad. Ahí tenemos a muchos autores de cómics que deberían ser premiados, lo que sucede es que los aficionados al cómic nos vemos siempre en el mismo cruce de caminos. Moore –Alan, por supuesto- señaló que con Watchmen no quería hacer otra cosa que una obra compleja, una obra tan compleja como la ficción literaria y cinematográfica actual, y lo consiguió. Art Spiegelmann eligió el cómic como medio de expresión para una historia escalofriante y magníficamente expuesta, sobre todo en lo tocante al punto de vista y la abierta autocrítica hacia la actitud del pueblo judío desde la que está escrita –que es lo que hace de MAUS algo único, y no el relato del Holocausto-, y por eso ganó el Pulitzer, el de literatura. Porque ahí es donde está, sin duda, la piedra de toque de todo este asunto, en la comparación de las grandes obras de un medio con las de otro. Y de ahí es de donde debe salir el cómic. De unos años a esta parte muchos autores amamantados por la lectura de los grandes tebeos de los ochenta –pienso en Miller y Moore sobre todo- y de los noventa –toda la factoría indie, Fantagraphics y underground- están acercando el medio a temáticas más maduras, más humanas. Muchos autores no tienen el más leve interés en las historias de género –superhérores o lo que sea- y les interesa más contar historias de seres humanos normales, como nosotros. Y son, siempre, obras dignas, algunas muy honestas, y de grata lectura -¿les suena lo que he comentado de este libro de Rubín?- pero de un vuelo muy corto. Hay miedo, verdadero miedo, a internarse en empresas de mayor calado. Y prefiero pensar que es miedo a falta de capacidad. Cuando algún autor, como Carlos Giménez, se ha enfrentado a grandes ciclos temáticos –Paracuellos, Barrio, Los profesionales, Historias de sexo y chapuza- lo ha hecho siempre desde un lugar anecdótico, de historias breves más o menos humorísticas, y poco más. No hay una intención de hacer obras grandes.
Yo echo en falta el espíritu de Spiegelman de contar una historia, independientemente del tamaño, de profundo calado. Algo que pueda competir con cualquier medio, que sea la labor de un creador, no un buen tebeo a secas. La taberna del oso malayo lo es, es un buen tebeo, pero uno quiere más. Aprovecho que Rubín es muy joven para pedirle ese más.
David Rubín La tetería del oso malayo Astiberri, Bilbao, 2006