29 diciembre 2007

Entrevistar

Vivimos en un mundo acelerado, donde la palabra no importa tanto como medio de comunicación o conocimiento sino como vehículo de venta. Basta con tener buen verbo, labia se decía antes, cuando la gente tenía más vocabulario, para engatusar a la gente. Es un don que se aprecia en los ramos de la venta y del ligoteo. Cuando leemos hoy la mayoría de las entrevistas que se hacen a los escritores tenemos la desagradable sensación de que, en la mayoría de los casos, no hay más que un ejercicio de masturbación cuando no directamente una felación. Y esos momentos todavía se pueden considerar como agradables porque en otras ocasiones el entrevistador pregunta lo que le indica el jefe de prensa de la editorial y estamos ante un publirreportaje con todas las de la ley.
Por eso hay que reivindicar la entrevista como mecanismo de conocimiento, de debate. Precisamente porque, al contrario de lo que pensarán muchas vacas sagradas, es cuando se coloca al entrevistado en esa posición cuando más respeto se le demuestra. Para hacerlo se presupone que piensa, que se pueden extraer ideas nuevas e interesantes de ese debate.
Quizá por eso son especialmente interesantes libros como The Paris Review Entrevistas. Como cualquier aficionado a la literatura, especialmente a la anglosajona, sabe, la revista la fundaron un grupo de escritores afincados en la capital francesa y, con el paso de los años, se ha destacado por albergar entrevistas cuidadísimas que, en cierto modo, han supuesto la entrada al Parnaso literario de los entrevistados. Por encima de opiniones sobre la valía de los autores entrevistados –basta echar una ojeada a los índices de la revista para ver que han sido muchos más los autores abiertamente prescindibles los protagonistas de las entrevistas-, lo mejor de estas sesiones es que son extensas, se centran, normalmente, en aspectos literarios, y cuentan con una corrección y visto bueno del propio autor sobre el texto que se publicará. Dicho de otro modo, la confección de la entrevista puede demorar muchas horas de trabajo, bien intensas en unos poco días o a lo largo de periodos más largos, pero en cualquier caso sabemos que si los autores las han querido utilizar como herramienta de pensamiento han podido hacerlo sin trabas. Incluso, cuando se topan con entrevistadores torpes, o poco despiertos, como en el caso de Naipaul, pueden avivar e incentivar el trabajo que realizan.
Este libro, que ha contado con una selección de Ignacio Echevarría no trae muchas novedades respecto a las ediciones ya realizadas en lengua española tanto por la mejicana Era como por la argentina El Ateneo, pero sirve para releer entrevistas maravillosas –la de Faulkner o la de Roth son, directamente, para estudiarlas en cualquier club de lectura o taller de escritura- y poner a disposición de muchos lectores los testimonios de algunos escritores fundamentales.
Aunque lo más importante del libro es, sin duda, mantener despierto el espíritu de las entrevistas de la revista, en las que, por encima de la velocidad impuesta por el mercado, obligado a reponer constantemente títulos en las librerías como si se tratase de paquetes de galletas, o la escasez de espacio de que se dispone en la prensa escrita, ese medio donde, haciendo palpable el oxímoron, cada día se cede más espacio a la imagen, la entrevista, la palabra y su representación gráfica, que es la escritura, cobra todo su valor. La conversación, la comunicación, requiere tiempo y espacio, esas dos cosas que parecen estar muy poco dispuestos a otorgar los medios. Una conversación como Dios manda requiere de un sofá, de una barra de bar o de una mesa de café, no de una descarga de YouTube o de un viaje durante unas cuantas paradas de metro.
Otra posibilidad es plantear una entrevista donde el entrevistador escuche al entrevistado en lugar de soltar la batería de preguntas que ha confeccionado –y esto sólo en el caso de los profesionales- antes de la entrevista. Si uno se deja llevar por el ritmo de la entrevista pueden tener lugar pequeñas maravillas, momentos en los que uno tiene la sensación de que, de no haberse realizado esa entrevista, nos habíamos perdido cosas importantes. Y sucede tan pocas veces poder disfrutar de esa sensación…
Me tomo la licencia de ser colaborador del periódico Público para reproducir aquí la entrevista que Peio Hernández Riaño ha realizado a Fogwill, donde se puede disfrutar de una muestra de lo hablado, donde entrevistado y entrevistador salen elevados tras la lectura del artículo porque han sabido hacer esa cosa tan rara que se llama comunicarse, tener una conversación luminosa de la que se aprende.

“Las fealdad es mi materia prima”

Por Peio Hernández Riaño
Acaba de publicar Help a él (Periférica), en el que se incluyen dos textos, que ni son relatos, ni son novelas, ni son cuentos, pero son tan intensos y bravos como cualquiera de ellos

Rodolfo Enrique Fogwill (Buenos Aires, 1941), dejó toda la fama como directivo de empresas de publicidad y de marketing, para darse a la vida de escritor. El mundo le conoció en 1992 con el cuento Muchacha Punk, pero ya había hecho historia diez años antes con la novela Los Pychyciegos.
¿Por qué decidió que estos dos textos apareciesen juntos en el mismo volumen, rechazando aquel tercero que aparecía en el título original Pájaros en la cabeza (1985)?
La omisión del tercero responde al formato editorial: demasiado grande para contener sólo un relato y demasiado pequeño como para agregar otro. Los dos textos publicados tienen en común la época de su escritura, el paisaje de fondo –la Argentina en vísperas de la transición a la democracia– la extensión parecida, los rasgos de estilo y –particularmente y con toda modestia– lo que yo y la crítica imaginamos: que son novelas jibarizadas o abortadas por razones dietéticas.
Y prefirió no engordarlos.
Son textos que cualquier profesional podría engordar hasta cumplir los requisitos de un concurso de novela. Pero yo no soy un escritor profesional, sino un profesional escritor: escribo novelas sólo cuando el género me parece indispensable para la idea que persigo. Con estos textos, y con otros tres o cuatro del mismo género pretendía narrar sólo lo esencial.
¿Podemos considerarlos como los antecedentes de su obra, con todos los síntomas de la literatura Fogwill?
Todos los síntomas Fogwill ya estaban en mis primeros relatos, los de los años 1977 a 1979. Desde entonces, no he progresado ni un milímetro.
En esa cierta entrega al feísmo, ¿qué es la belleza para usted?
La fealdad es mi materia prima. Jamás imaginé que narrar de verdad la verdad fuese feísmo.
Algo general, pero que me interesasaber: ¿somos algo más que deseo?
Tendrías que preguntárselo a tu analista, que sin duda, por interés gremial, te respondería que no, que (vosotros) sois sólo eso.
Si me lo preguntas a mí sabrás que te diré que sí: somos mucho más que deseo. Somos un poder y un saber natural que se valen del deseo para realizarse y pensarse respectivamente.
Entonces, ¿qué diablos es el deseo?
El deseo es una cuerda en la que siempre nos hemos movido y que, repentinamente, parece ser la única que vibra y se oye en un tiempo donde el saber se desacreditó y el poder perdió su carácter humano (o divino, que en definitiva, es algo humano por cuanto el temperamento de los dioses es una obra humana) y comenzó a operar desde un mas allá de lo humano.
Publicidad, marketing y literatura, son el rastro de su carrera (en muy resumidas cuentas). ¿Es un cóctel peligroso, un cóctel delicioso?
No sé: esa combinación es el único trago largo que experimenté en la vida.
Dice que empezó en la droga para anestesiarse, pero ¿de qué?
De dolor de ser sabiendo que ya no se es el hijo de Dios que uno esperaba.
Qué prefiere: ¿Textos lúcidos como la droga o turbios como la realidad?
Prefiero textos turbios que transparenten la verdad. No creo haberlos alcanzado. No creo que la droga sea algo lúcido ni que provoque lucidez. Si ser lúcido es saber lo que se hace, la droga, en mi experiencia, es todo lo contrario.
Help a él no es una novela cultural elevada. Se fuma, se folla, se droga y se corre mucho en coches rápidos. Creo que son elementos que le hicieron tomar ventaja y que nadie se había atrevido a tocar de un modo tan descarnado. ¿Tiene alguna explicación a esa atracción?
Me cago infinitamente en la cultura elevada. La desprecio tanto como a la cultura populista. El ideal sería producir cultura popular, pero ya nos está cerrado ese camino. La cultura popular es la mercancía dominante de la industria cultural.
No son relatos, tampoco cuentos, ni novelas, ¿cómo podemos llamarlos? Y, sobre todo, ¿qué tienen de cada uno de estos géneros?
Como relatan, son relatos. Pero que del mundo, narran sólo lo que es importante para el arte de narrar. Son novelas libres de marquesas que salen a las cinco y de hombres que cavilan encendiendo un cigarrillo. Si fuman, fuman de verdad en el texto.
Y lo político y la amenaza, siempre ahí. En nombre de la prosperidad y el progreso, nos han machacado a todos.
La amenaza no está siempre ahí, sino siempre aquí. Lo político en la narrativa es ponerla en acción y medir hasta donde es capaz de llegar.
En ambos relatos veo personajes sin compromisos, con un hastío total hacia lo familiar… ¿estoy equivocado?
Estoy seguro de que estás equivocado. En principio por el hecho mismo de ver a partir de lo que has leído. No has visto: has construido imágenes por efecto de artefactos narrativos montados hace… ¡veinticinco años!
Entonces, ¿qué me sucede?
Te sucede lo mismo que a mis personajes: ellos se mueven, hablan y se comportan así y, si quieres, desean así porque ignoran que son meros objetos de un mandato familiar. Efectivamente, la droga ayuda a eso, a ignorar lo que más duele: que en las realizaciones extremas de la más exacerbada voluntad se está cumpliendo un llamado de la especie.