A modo de ejemplo –y para aviso de navegantes, que pueden ir centrando ya el objetivo en Perú y las afueras del país andino- estaría Vargas Llosa. La ciudad y los perros es uno de los grandes libros de su autor, por ejemplo, muy superior a libros de saldo como La tentación de lo imposible o El Paraíso en la otra esquina. Este último, por ejemplo, es parangonable a cualquiera de los trabajos que los alumnos de COU –creo que ahora se llama segundo de Bachillerato- pueden presentar a su profesor. Sólo que más largo, eso sí, porque sus quinientas páginas se hacen larguísimas. Si el trabajillo de clase de Vargas Llosa hubiese ido firmado por un autor desconocido, las risas del lector y del editor se habrían escuchado en Arequipa, en Kensington y en la calle Flora.
Por eso tiene especial mérito un libro como Guerra a la luz de la velas. Yo lo leí un poco de rebote, la verdad. Ha llegado un momento en que uno desconfía casi automáticamente de cualquier libro que edite Alfaguara. Está feo reconocerlo y si lo digo es porque creo que la sinceridad es un valor a retomar en esto de la crítica literaria. Los desmanes de la editorial del grupo Prisa han conducido a cualquier lector medianamente informado a dudar de la calidad de cualquier cosa que aparezca bajo su marchamo. Y es injusto, como se demuestra con la edición de este libro.
Yo me animé a leer a Daniel Alarcón después de conocerlo personalmente. Me llamó la atención la seriedad, el sólido conocimiento de la literatura y de sus mecanismos que exhibía y, lo que fue determinante, la seriedad con la que encaraba su trabajo y el escepticismo con que vive las servidumbres que el mercado impone a un autor. Lo lógico en un autor de tan sólo treinta años es que se deje deslumbrar por unos focos que no le persiguen por su calidad, sino por su juventud. Pero uno no se imagina a Alarcón apareciendo en la portada de un libro suyo o asistiendo a una presentación de una línea de ropa femenina.
La enorme fortuna que he tenido es encontrarme con que Alarcón es, no sólo una persona agradable y coherente, sino que, además, es un estupendo escritor. Un escritor que, como diría Armas Marcelo en su columna marciana del ABCD, se nos presenta ya como un autor insoslayable. Los incomprensibles mecanismos del mercado han obligado a que, hasta que no estaba lista la traducción de su novela, Radio Ciudad Perdida, no se haya editado en España su libro de relatos.
Y digo que es incomprensible, porque aunque una novela, cualquier novela, venda muchos más ejemplares que los libros de relatos, es evidente que un libro como este habría salido a la luz con o sin novela. Teniendo en cuenta que los ejemplares que están a la venta en España son, en realidad, ejemplares de la edición peruana retapados para que coincidan con el horroroso diseño que se ha impuesto en España –con ese medio marco negro-, uno se cuestiona muchos de los mecanismos de edición de las grandes editoriales españolas. Lo primero cuántos libros interesantes no llegan aquí mientras en las librerías se agolpan las naderías más insustanciales. Lo segundo por qué se gastan dinero en retapar un libro cuando la edición original era más bonita. Y muchas más cosas, claro, que no tienen nada que ver con la literatura y que, por eso, da un poco de pereza consignar aquí.
Habría que comentar, eso sí, el hecho peculiar de que cuando uno lee los cuentos de Guerra a la luz de las velas se ve sorprendido continuamente por una extraña sensación. Algunos de los cuentos tienen un aire indiscutiblemente norteamericano. Su temática, la realidad que plasman, está muy unida a los cuentos de Carver o de Ford. Pero al mismo tiempo la prosa suena muy potente, con detalles, con ciertos guiños que la hacen parecer propia. Ahí está la paradoja de este libro. Alarcón escribe en inglés, se ha formado en los Estados Unidos, trabaja en la universidad y sus influencias son, claramente, norteamericanas. Pero también ha leído, y convivido con sus compatriotas peruanos. Alarcón es un raro ejemplo de escritor que escribe en inglés pero que mantiene una inusual fuerza al ser traducido. Así como hay escritores, Umbral los llamó “angloaburridos”, que escribiendo en español parecen traducidos, lo curioso de este libro es que el trabajo de Jorge Cornejo, ayudado por el propio padre de Alarcón es único. Me gustaría saber un poco más de inglés para poder valorar
la particular prosa que debe exhibir el texto original.
Pero, dejándonos de rodeos, lo mejor del libro son sus cuentos. Podríamos gastar mucho tiempo y saliva en analizar las influencias del autor. En dilucidar en qué corriente se enmarca su obra –porque tiene ecos de Flannery O’Connor, del minimalismo yanqui, pero también de los grandes narradores del boom- y cuáles serán sus derroteros en un futuro. Y todo eso sería secundario. Lo más rotundo que ofrece Alarcón en su estreno literario son historias rotundas, imponentes, que te atrapan desde el primer momento y resultan subyugadoras. E historias trazadas con gran acierto literario, con una eficacia y sabiduría únicas. Cuando uno las va leyendo tiene la certeza de que sólo de ese modo podían existir, ser eficaces, funcionar como historias. Parecen no tener otra posibilidad, y eso las hace verdaderas piezas de orfebrería, cuidadas al detalle. La prosa resuena con fuerza y aún así natural, sabe que es literatura pero no se entrega a la retórica.
Y, lo que es más importante que todo eso teniendo en cuenta la edad de su autor. No condesciende a la moda. No pretende colarnos falsas originalidades ni banalidades a golpe de justificarlas con su juventud. No necesita más que las herramientas que se han usado, desde siempre, para conquistar al lector: Narraciones que alumbran y dan sentido a esta vida contadas con un espíritu y una vivacidad que las hace más verdaderas si cabe.
No sé si se puede leer este libro con indiferencia, sin caer arrebatado a medida que se va leyendo. Yo no puedo esperar ya para leer la novela y asumir que estamos ante una de las grandes voces de la literatura –no quiero decir el futuro porque es ya un presente más que sólido.
Se dice muy a menudo, pero hay veces en que sigue siendo cierto: no se lo pierdan.