22 enero 2008

Excelencia narrativa


Vivimos una época de una evidente superficialidad, donde los libros son considerados más como bienes de consumo que como cultura –ahí está la tan cacareada rotación de novedades en las librerías para demostrarlo, donde los libreros son más reponedores de mercancías que verdaderos lectores al tanto de lo que venden-, y, como en todo mercado, se imponen las modas por encima de la calidad de los productos. Tampoco pretende uno estar siempre nadando a contracorriente, pero no puede evitar anhelar aquellos años en que uno se compraba un buen traje que le duraba varios años, frente a la necesidad perentoria de tener un armario lleno de trapos como hoy. La literatura se ve envuelta en ese mismo contexto, lo que provoca que haya numerosos autores que llaman la atención de los periodistas y voceros de la cultura por cuestiones meramente cosméticas, por innovaciones absurdas que las más de las veces se quedan en la mera inclusión de un teléfono móvil en la trama de un cuento o en aludir a la existencia de Internet dentro de una novela. Frente a esa literatura postadolescente, que se apunta a las últimas tendencias como un método más de llamar la atención, se encuentra otra, escrita por escritores jóvenes, que apuesta más por la excelencia, por una narrativa tradicional en la que la solidez del texto y de su tema ahoguen toda crítica superficial con que se la ataque.
Uno de los ejemplos más llamativos es la obra de Juan Gabriel Vásquez. Sus dos novelas, Los informantes e Historia secreta de Costaguana, y su libro de relatos, Los amantes de Todos los Santos –todos en Alfaguara, donde, por cierto, en breve habrá una nueva edición del libro de relatos con inéditos-, demuestran que se puede hacer una literatura excelente sin una necesidad de incluir las últimas novedades de un modo irreflexivo. Frente a esa pasión por la moda, por lo último –que, como ya he dicho, apesta siempre a publicidad-, la narrativa de Vásquez se decanta por renovar desde dentro. Tramas, historia de la literatura, referencias, todas se ven renovadas por la utilización de las mismas que hace en sus textos. Los materiales históricos de Los informantes, con su mezcolanza de géneros –documental, ensayístico e histórico, además de narrativo-; la historia y la crítica literaria además de la recreación histórica en Historia secreta de Costaguana, y la escritura de cuentos de extensión, más dedicados al dibujo de los personajes y su circunstancia que a la trama, siguiendo más el modelo anglosajón que el de la literatura escrita en español, valdrían para situar a Vásquez entre los más interesantes autores de su generación. Bueno, de hecho fue uno de los invitados a Bogotá’39, así que tampoco soy yo el primero que se da cuenta.
Pero, por encima de cuestiones que interesan más a los que se mueven dentro del mundo literario, lo más importante es que sus novelas se leen siempre con interés porque están construidas con cuidado, porque tocan temas trascendentes e interesantes y porque en su prosa hay espacio para el humor, para la investigación de los diversos registros del lenguaje –y como prueba están las conversaciones telefónicas en Los informantes, donde el autor revela un oído asombroso para el habla coloquial-, y para tocar los temas desde una perspectiva siempre moderna, siempre actual. Porque en sus novelas, que siempre revelan un trasfondo histórico, estos hechos del pasado se conectan siempre con el presente. Nos hablan de las consecuencias que han generado y de su presencia entre nosotros, pero también de cómo desde el presente hemos modificado el pasado para modelarlo a nuestras necesidades. Y en esta tensión entre el pasado –lo que queremos ser- y el presente –lo que nos guste o no somos-, se mueve la narrativa de Vásquez.
Una narrativa necesaria, de inusual contundencia y que está escrita con una sabiduría evidente.