26 enero 2009

Para una narrativa de este nuevo milenio


UNO. ¿Qué se premia en un premio? ¿En un premio de literatura? ¿Y en uno donde hay un límite de edad para participar y que, por lo tanto se considera un “premio joven”? Esas, y seguramente alguna más, son las preguntas que se hace alguien que se haya acercado a este libro y más todavía si está leyendo este prólogo. Un premio concedido por un jurado será siempre, por definición, un acuerdo. O sea, el premio se lo lleva ese libro que ha sabido seducir a más miembros del jurado sin desagradar de un modo especialmente significativo a ninguno. Sobre ese pacto se otorga un premio. Si tenemos en cuenta que el material a juzgar, sobre el que pactar, es la literatura –que, convendremos, es terreno abonado para la subjetividad-, cualquier puede hacerse una idea más o menos aproximada de lo bizarras que deben ser las deliberaciones del jurado. En este caso, como no puede ser de otro modo, se llegó a un pacto, y lo más importante es que en dicho pacto tuvo un peso importantísimo que el premio fuera un “premio joven”. No tanto por el hecho de que los autores sean jóvenes y las deliberaciones se puedan hacer desde la total libertad que da el desconocimiento de su estilo, sus obsesiones y, por extensión, su identidad, sino porque quedó claro desde el inicio que en el fallo de un premio de este tipo tiene tanto peso el a quién se premia como el qué se premia.

DOS. El sentido común nos dice que en un premio debe ganar el mejor. Y en eso estamos todos de acuerdo, salvo por un pequeño inconveniente que suele pasarse por alto: qué parámetros, qué indicadores nos dicen cómo decidir quién es el mejor.
Antes se ha hablado de subjetividades, y conviene recordar una vez más que en la sociedad en la que nos ha tocado convivir pesa más el valor de mercado de un producto, su precio, y su rentabilidad que la calidad intrínseca del mismo. Es más rentable una cadena de comida rápida que un buen restaurante de comida casera, para que lo veamos claro, y todos estaremos de acuerdo en cuál de las dos posibilidades es la más sana. Así que conviene abandonar la idea del mejor como aquel que encontrará una ubicación rápida en el mercado, que se supone que regula el público y que muestra las tendencias dominantes de una época.
La otra posibilidad es dejarse llevar por la excelencia y una idea académica de la cultura. Una élite con argumentos de autoridad que impone sus criterios de calidad siguiendo una estela de lo que ellos denominan “alta cultura”. Es lo que sucede con muchos premios, y no hace sino prolongar la idea de que hay que pasar por un aro, entrar unas determinadas formas marcadas por unos catedráticos, para entrar en el parnaso de la literatura. Y esas formas, normalmente, surgen con los años, y cuando se dan en artistas jóvenes es porque son, ya viejos prematuros, que no van a aportar nada especialmente relevante dentro del mundo artístico.
Así que lo mejor es pensar que en un premio joven hay que buscar aquellos textos en los que se aprecia una voluntad de modificar los conceptos establecidos, de abrir nuevos senderos y de mostrar nuevas formas de reproducir la sentimentalidad. Un premio joven debe, obligatoriamente, premiar no tanto a lo más vendible, o a lo más correcto, sino a lo más innovador, a los textos que nos permitan intuir novedades en el discurso.

TRES. Las novedades pueden ser de muchos tipos, por supuesto, pero a efectos de la literatura son novedades formales, en el discurso, ya que es muy complicado que se modifique tanto la esencia del individuo como para que cambien los temas. Así, los dos libros giran en mayor o menor medida en torno al amor. Sí, se conoce que los jóvenes del nuevo milenio siguen tan preocupados por su vida sentimental como los del milenio anterior. No han cambiado tanto las cosas desde que Goethe escribiera su Werther.
Pero el mundo sí ha cambiado. Y los modos de representarlo también. Eso es lo que interesaba en esa reunión del jurado que deliberaba qué premiar en un certamen como este. Vivimos en un mundo donde, por ejemplo, ya no tienen mucho sentido los cuentos populares que nos contaron a nosotros de pequeños. Santiago Alba Rico lo ha apuntado con gran tino: hay que hacer nuevos cuentos para formar socialmente a los niños del futuro. Cuentos que no reproduzcan valores que se cuestionan socialmente, cuentos para un nuevo milenio. Los premiados en el Certamen de Creación Injuve en su modalidad de narrativa tenían por tanto que reflejar las posibles direcciones de la narrativa de este milenio que apenas ha echado a andar.

CUATRO. Vivimos en la era de lo científico. No es ya tan sólo que en la enseñanza oficial se privilegie cada vez más el conocimiento de las ciencias frente al de las letras –un síntoma más de la tendencia del pensamiento hegemónico a desactivar las críticas que pueda suscitar-, sino al hecho de que, desde la llegada de los quásar, desde las plasmaciones gráficas de Mandelbrot, desde la teoría del caos, se puede encontrar mucha poesía en lo tecnológico. Quizás sea ahí donde reside la semilla de un nuevo modo de plasmar los sentimientos, de una ciencia inexacta –paradójicamente la ciencia ha asumido su incapacidad de dar ya respuestas únicas a los fenómenos, algo que, por ejemplo, los economistas no han descubierto todavía-, en la que lo indeterminado de las sensaciones y los sentimientos cobra una importancia única. Ese parece ser el punto de partida del texto que ha sido galardonado con el premio de Narrativa de este año: La aceleración de partículas en un circuito de dos nodos inconexos. En él su autor, Enrique Rubio Palazón emprende la narración de una seducción ingenua, etérea, fugaz como la vida actual y con un rastro tecnológico evidente que no enmascara, pese a ello, el mil veces utilizado argumento de lo sublime del amor.
Recuerdo una vez más: lo nuevo difícilmente llegará en lo temático, puesto que nuestros anhelos y deseos siguen siendo los mismos. No, de llegar por algún lugar será en la forma, en el discurso cambiante o en constante mutación. La metáfora de dos polos que experimentan por primera vez su atracción no deja de ser una actualización refrescante del poder magnético del amor -¿cuántas veces no habremos hablado del magnetismo de una mirada?- a través de una escritura que encuentra nuevos soportes –la piel, la web-, y escenarios –supermercados, bibliotecas, autobuses urbanos- para contar básicamente lo mismo: el irresistible poder de la atracción amorosa.

CINCO. Jorge Martín Mora-Rey elabora un curioso tratado inoperante en su Pequeñas teorías del cuento. Conviene no alarmarse porque esas teorías no son tales, sino metáforas, construcciones, destinadas a servir como excusa para hablar, una vez más, de las relaciones. Con una mirada algo naif, quizás ingenua, parece que esos cuentos a los que se refiere el autor sean las historias heredadas sobre el amor, las mentiras construidas desde la pareja, el deseo, la pasión y el afecto. Los cuentos van pasando a realidades físicas como los andenes de metro, a conceptos universales como la divinidad. En realidad, estas teorías teorizan muy poco y tienen más de efusión lírica plenamente juvenil que de tratado. Y en ellas va discurriendo la vida a través de objetos reconocibles, sentimientos, todo un crisol de temas recurrentes en el devenir de la literatura que, convenientemente aliñados, dan para un pequeño y lírico homenaje a la vida que asume el disfraz de la teoría.

SEIS. Un saber tan sólo aparentemente opuesto al literario, el científico, y una visión que retuerce la mirada teórica, el metadiscurso, son las dos herramientas utilizadas en las narraciones que podemos disfrutar en este libro. Ambas están tocadas por el aire ensayístico que se está convirtiendo ya en el espíritu de la época actual: frene a la hiperestimulación que se ofrece al lector de hoy, la literatura se diferencia por la inaudita libertad de asociación y capacidad de encapsular tiempo para ofrecer un torrente discursivo con el que apelar a la inteligencia del lector. Y en ambas, también, se aprecia un interés por los procesos de escritura que las entronca con ese delirio casi desconocido que es el Locus Solus de Raymond Roussel que está esperando a ser conocido por la gran masa lectora. Pensamiento y mecanismos, construcción de pensamiento, de realidades sólidas con las que poder enfrentarse a un mundo que siempre ha sido virtual pero que nunca ha sido tan fungible como lo es ahora. Puntos de vista externos, análisis de los procesos de una literatura que, como anticipó Blanchot, tan sólo avanza cuando se dirige a su desaparición.
Prólogo al volumen que recoge al ganador y finalista del certamen
Creación Injuve Narrativa en su convocatoria de 2008
La fotografía es de Moaan

23 enero 2009

Mañana en Babelia un especial "Viene el cuento"

Mañana el Babelia tiene un especial sobre el cuento. Muchos blogueros lo esperarán con las espadas en alto, al final darán las gracias porque alguien se fije en el género, y le pondrán mil pegas insustanciales. Yo, desde ya, le doy la bienvenida.

21 enero 2009

João Gilberto Noll

João Gilberto Noll: "Escapo de la prosa neutra"
Casi desconocido en español, Noll es una de las voces más originales de la narrativa brasileña. Comparado con Beckett, dice que lleva su sintaxis hasta el límite, hasta llegar a rozar el error.
Por: Oliverio Coelho

Basta mencionar a escritores como Joao Guimaraes Rosa, Clarice Lispector y Machado de Assis en narrativa, o a Carlos Drummond de Andrade, Joao Cabral de Melo Neto, Manuel Bandeira en poesía, para corroborar que Brasil no es sólo un país de grandes músicos: su literatura, claramente, es una de las más complejas y variadas del continente.
A estos seis íconos habría que sumarles muchos otros, como los inclasificables Haroldo de Campos y Dalton Trevisan. Entre los más contemporáneos, a João Gilberto Noll, Milton Hatoum y Sergio Sant'Anna, todos recientemente editados en la Argentina. Nacido en Porto Alegre en 1946, Joao Gilberto Noll ha mantenido por casi tres décadas una estética inconfundible: frases de una precisión extrañada y poética, universos minimalistas que tienden a la desintegración y a una fragmentación sensual. Podría decirse que sus libros, con cierta modulación beckettiana y una fina añoranza existencialista, giran en torno a un mismo personaje que, en situaciones extremas de abandono y absurdo, pierde identidad a medida que vaga.
En Lord y Bandoleros, novelas traducidas al castellano y publicadas por Adriana Hildago en el 2006 y el 2007, respectivamente, los protagonistas aparecen despersonalizados en el paisaje urbano: uno en Londres, otro en Boston y Porto Alegre. Ambos son máquinas de aprehender en lo cotidiano rituales subterráneos y consumirse en la intensidad de esas percepciones. Esa intensidad es reflexiva y muchas veces hilarante; siempre funciona como piedra de toque de una transformación lenta que marca el ritmo sincopado de cada libro. A diferencia de Lord, que presenta cierta linealidad en su estructura, en Bandoleros la simultaneidad de episodios y espacios resulta una de las experiencias más osadas en la literatura latinoamericana post boom.
En Harmada, de reciente edición (Adriana Hidalgo), la apuesta se intensifica, y la cadena vertiginosa de peripecias termina de confirmar que la escritura de Noll está entre las más originales del panorama literario actual. El personaje ya no está inmiscuido en laberintos urbanos, sino en paisajes metafísicos que disparan rectas surrealistas y oníricas: desde el encuentro con un niño herido en la orilla de un río, una orgía con actrices decadentes, un casamiento disparatado, una estadía en un asilo y finalmente el regreso a Harmada, su ciudad natal, donde, como en todos relatos de Noll, aparece algún viejo amigo, nuevas identidades, y mucho azar. Da la impresión de que en esta novela las mutaciones son más brutales, y el personaje no vive una lenta transformación, sino vidas sucesivas sometidas a un montaje en cámara rápida. Más cerca del éxtasis que de la experimentación razonada, más cerca de un tiempo mental alucinado que de la linealidad de una historia, todo en Harmada cumple con aquello a lo que Noll confiesa aspirar: "Me gustan los personajes que brotan como una aparición, una esfinge. Que exista este nicho ritualista. Quiero que la novela tenga la grandiosidad de un rito".

Después de la lectura de "Bandoleros" y "Harmada" se acentúa la impresión de que la experiencia que propone, para sus personajes y para el lector, es metafísica.
Estoy completamente de acuerdo. Tal vez porque viví una infancia bajo el yugo del catolicismo, acostumbrado a la tradición de la gula hacia eso que nunca tendremos: la vida eterna. Hoy, como ateo, es posible que escriba ficción intentando extraer un flujo hipnótico de esa existencia vetusta. Soy un autor pasional, nada cerebral. Encuentro mis narrativas a través del lenguaje y no a la inversa. Primero viene la voz, luego la trama. Y el resultado, tal vez, es una prosa con materialidad poética. Sin olvidar la violencia, el carácter como de alquilado que puede tener la prosa. Pienso que el estilo puede ser una suerte de somatización del contenido de la ficción. Busco huir de la prosa neutra, amorfa en la superficie, lenguaje que sería equivalente al del cine por televisión. Mi utopía particular es que la literatura pueda contener a la música, la mayor de las artes. Digo mayor porque no precisa materializar ideas, es algo no intelectual. Estoy separando aquí las letras de las canciones. Mi formación primera fue en el canto lírico. La literatura puede ser una forma de oponerse a nuestra condición a través de un ritmo sumergido, un rayo sonoro en las bases del lenguaje.
¿De qué manera?
Se trata muchas veces de una coreografía sorda. Creo que mis libros intentan un cuerpo a cuerpo con nuestra precariedad de expresión. La incursión por la sintaxis va hasta su límite, rozando el error. Es preciso personificar la dificultad inherente a la expresión. Clarice Lispector sufrió mucho esa autoexposición en sus libros. Pero yo lucho para no hacer de los personajes figuras abstractas, sino circunstancias. Mis personajes están insertos en un paisaje concreto. Londres, Boston, Porto Alegre, Río de Janeiro. Pese a esa tangibilidad, mi protagonista, que en cierta forma es siempre el mismo, de un libro a otro, no tiene nombre, vive desfamiliarizado, sin un rostro acabado, extraño, como una aparición eclipsada, casi. Mi protagonista es un hombre que llevo en el pecho y no existe la menor posibilidad de que se disuelva. Es mi único dogma. Existe cierta ética literaria en la preservación de ese ideal imaginario, cultivado dentro o fuera de lo escrito.
¿Pero esa identidad imaginaria, ese hombre "interior" no está sometido a cambios?
En mi nueva novela, terminada hace unos meses, llamada Acenos e afagos ("Gestos y caricias"), ese hombre acompaña su propio fin dentro de su sepultura. Apegado a un obstinado residuo de vida, en un empirismo terminal, percibe que todo es cuestión de minutos. Pero su compañero, vivo todavía, improvisa la función del sepulturero. Sepulturero a la inversa. Saca con mucho esfuerzo el ataúd del foso y lo abre para darle un beso a su amante suspendido en la ausencia. ¿Un nuevo Lázaro? No, no se trata de nostalgia de algún ilusionismo del Evangelio. Es otra cosa. Es tal vez lo que se podría considerar la infiltración del ardor en la duración inútil del cuerpo. Al fin y al cabo, soy de una generación para la cual las matrices de la dialéctica eran las fuerzas que terminaban por producir sentido y acción.
¿Cuánto de su experiencia y de su biografía se filtra en sus libros?
Tanto Bandoleros como Lord fueron escritos en países que no son el mío. Bandoleros en Estados Unidos y Lord en Inglaterra. No los habría escrito si no hubiera tenido esa experiencia de vivir algunas temporadas fuera de Brasil. Digamos que son libros míos bien empíricos. ¿Pero lo serán realmente? A veces dudo de esto. Lo que procuro en la ficción es un punto de intersección entre el yo y el mundo. Ni propiamente la cosa autobiográfica ni la crónica del modus vivendi extranjero. Lo que importa, sí, para el artista en general, no es tanto la crónica de la experiencia ni tampoco lo contrario, es decir, esa máscara que usamos para sobrevivir, sino esa tercera instancia que reformula nuestra condición. Todo esto puede parecer una especulación compleja, pero sirve de hecho a un único amo: el humor, en cada libro más nítido en mi trabajo. Tanto en Bandoleros como en Lord y Harmada, y ahora más abiertamente en Acenos e afagos, hay un humor no ya refinado sino patético, carnavalesco. Escribí Acenos e afagos bajo el efecto de grandes ataques de risa. Risotadas que me aliviaban un poco del arduo servicio de escribir. La primera vez que sentí en mi ficción la posibilidad de la risa fue en Bandoleros, cuando una amiga me hizo ver los tonos burlescos de la novela. En un principio pensé que no había entendido el libro. Después brindé con ella.
Hablando de "Bandoleros", todavía más que en "Lord", la narración está sumamente fragmentada. ¿Vino con la historia o es parte de un don, diríamos, que está en su lenguaje?
La confusa fragmentación de Bandoleros se dio de forma aleatoria durante la escritura. En un comienzo pensé que cuando llegara al fin iba a reordenar la narración. Pero no ocurrió así. Como escritor instintivo y pasional que soy, en el transcurso de la escritura de las novelas trato de obedecer el posible magnetismo del lenguaje. Pero está claro que puedo conjuntamente trabajar la frase, el lenguaje que me fue dado. Y suspendo la intervención más profunda en la estructura, ya que eso lo hago sólo al final, como visión del conjunto. Pero en un segundo momento trabajo la novela hasta el cansancio.
Aunque no llega al "nonsense", en su obra hay un trabajo de desarticulación del sentido que llevó a que asociaran su estilo con el de Samuel Beckett.
Pienso que hay un poco de ese clima en mis libros. No, de todos modos, con una actitud premeditada y vanguardista. Escribo eso que mi organismo está en condiciones de darme. Siendo una somatización, el aspecto formal es el que le da cuerpo a la trama. Poco importa si se elige una forma clásica o vanguardista. Fui ligeramente afásico cuando era chico, el lenguaje siempre me costó. Y traigo esos dramas para componer, junto con otros elementos como el lenguaje de mi trabajo de escritor. Pero la literatura no es producida por la abstracción, como podría ser el caso de un ensayo. Por más que a un escritor le gusten las construcciones abstractas, todo se remite al cuerpo, la unidad humana, lo queramos o no. En este sentido, la literatura fue para mí el hecho histórico de la existencia física y sus derivados, como por ejemplo el aparato psicológico y sus percepciones deformantes, realistas o afeadoras.
Publicado en el diario Clarín

19 enero 2009

200

En todos los medios se han hecho eco de la gran efemérides de este mes, quizás del año: el segundo centenario del nacimiento en Boston del primer gran escritor de la literatura norteamericana y uno de los más influyentes autores de la literatura actual. Repasar todos y cada uno de los méritos de Poe es casi imposible. Quizás, lo mejor es, como sucede siempre en el caso de la literatura, leerlo. Todos estos festejos y demás eventos destinados a promocionar la lectura y la figura de los escritores olvidan siempre lo más importante: la literatura tiene lugar en la intimidad y se realiza mediante la lectura personal del texto.
Este año los afortunados lectores que aún no se han acercado a los textos de Poe están de suerte. Si se acercan a una librería tendrán una abundante oferta entra la que elegir para llevarse su obra a casa. Los que tengan más presupuesto podrán comprar la edición en dos lujosos volúmenes ilustrados por Joan Pere Viladecans, editada hace varios años pero recuperada para la ocasión con evidente olfato comercial.
Sí que aparece por primera vez la edición comentada que han preparado Jorge Volpi y Fernando Iwasaki para Páginas de Espuma. Cada uno de los cuentos ha sido presentado por un texto realizado para la ocasión en el que los escritores invitados se han visto sometidos a la dura prueba de calzar en dos mil escuetos caracteres sus impresiones. Todos estaremos de acuerdo en que si a uno le toca un cuento de relevancia la labor es, casi, imposible. En cualquier caso, la edición quedará como un hito relevante dentro de los estudios sobre la obra de Poe.
Lo singular de la edición de Edhasa son las estampas que incluyen en su edición de todos los cuentos. También es la primera vez que se ponen a disposición del lector español dichas estampas, y tiene la ventaja de ser la más barata de las ediciones en trade que aparecen.
La recién inaugurada editorial Augur se ha estrenado, también, con un volumen unitario en tapa dura donde reúnen los cuentos de Cortázar. Tiene la cubierta más llamativa en la que se hace especial hincapié en la labor como Cortázar de traductor. La pega es que la edición aparece contaminada con numerosas erratas.
Por último, los que anden menos bollantes -y con la que está cayendo les pasará a muchos- pueden encontrar en dos volúmenes de Alianza bolsillo la misma traducción de Cortázar. Y, para los que quieran probar nuevos sabores, en Debols!llo tienen a su disposición una traducción distinta, la de Julio Gómez de la Serna. Por descontado, en cualquier librería de viejo pueden encontrarse ediciones mucho más baratas. No hay por tanto excusa para no leer sus relatos.
Pero, ya que aprovechando el centenario se ha desarrollado tanta actividad editorial que torna imposible no hablar de Poe, quizás haya que meditar sobre dos cuestiones.
Por un lado sobre la tan cacareada "idoneidad" de la traducción de Julio Cortázar, que usan Galaxia Gutenberg, Páginas de Espuma, Edhasa, Augur y Alianza. Hay que recordar que el encargo le llegó desde la Universidad de Puerto Rico y que la primera edición se remonta ya a 1956. Han pasado más de cincuenta años. Cada poco tiempo escuchamos lo conveniente que resulta la puesta al día de las traducciones de los clásicos. Se conoce que esto no rige para el libro del que hablamos. Por otro lado, escuchamos oír de modo reitereado que es "la mejor traducción posible". Nadie va a negar la pericia estilística de Cortázar, y es evidente para cualquier que lea el texto que se trata de una bella traducción. Pero la pregunta que debemos hacernos ya es si es fiable. La mayoría de la gente que afirma su indiscutible calidad no suele leer con soltura inglés, ¿podemos afirmar con tanta seguridad que es la "mejor traducción posible"? Quizás leer la edición de DeBols!llo sea iluminadora en este sentido.
La segunda cuestión tiene más que ver con el resto de su obra, traducida al completo por Cortázar en el ya mencionado encargo de la universidad de Puerto Rico. ¿Por qué no es sencillo encontrar ediciones del Gordom Pym, de su poesía? ¿Por qué no se reeditan, de modo habitual, su obra ensayística -donde se encuentra en cada vez más vigente análisis que realizó de las Twice-Told Tales de Hawthorne? Hay que recordar que la última edición, en la colección de bolsillo de Alianza, data de 1987. Para más inri es un libro que cuesta encontrar en librerías de viejo. ¿Por qué sólo interesa el mismo libro a todas las editoriales?
Como buen escritor, Poe logra que su mundo se traslade a la realidad, y la edición de sus libros viene siempre acompañada de preguntas misteriosas e inexplicables.

La fotografía es de César González,
se trata de un Poe mucho más bello de lo que estamos acostumbrados a ver.

14 enero 2009

Público me manda de vacaciones

La noticia, caso de que la haya, será para todos que Ignacio Escolar, durante quince meses director de Público, ha sido sustituido por Félix Monteira, un profesional de casi sesenta años que hasta el día de hoy ha estado vinculado al grupo Prisa durante casi toda su carrera profesional. No creo que la noticia sea que uno de los críticos de libros de Público, y colaborador ocasional en la sección de Culturas, haya sido invitado a “tomarse unas vacaciones”. Pero ha sido así. Y, aunque pueda parecer egocéntrico, no puedo evitar relacionar ambas noticias.
El lector asiduo de este blog recordará que hace unos días expuse aquí mi desilusión por el modo en que el periódico con el que colaboraba había informado sobre el affaire entre Luis García Montero y José Antonio Fortes. Más adelante, expuse, asimismo, mi indignación por el interesado uso de mi nombre –que será poca cosa como valor de mercado, pero es mío- en un artículo donde se señalaba lo mejor del año literario y donde lo aparecido en el artículo tenía poco o nada que ver con las votaciones que los cuatro críticos habituales del periódico (Carlos Pardo, Paul Viejo, Ana Gorría y un servidor) habíamos realizado por correo electrónico. Ya cuando aparecieron ambas entradas del blog algunos lectores y amigos me hicieron saber de su inquietud por las consecuencias que podría tener presentar una postura enfrentada a la del periódico. Como todos han podido deducir, tener voz propia en este país tiene un precio.
Tras un correo electrónico en el que se me invitaba a tomarme unas vacaciones a finales de año y, al no haberse publicado en las últimas tres semanas ninguna de las colaboraciones que tenía entregadas, me he puesto en contacto con mi superior dentro de la sección para solicitarle una aclaración sobre mi situación profesional respecto al diario. La respuesta ha sido que “de momento, vamos a tomarnos un descanso”. Más allá de la retórica más propia de una relación sentimental que de una profesional que destila, lo preocupante es la impunidad de que disfruta un medio de comunicación para interrumpir unilateralmente una relación laboral. Como no hay contrato no es necesario informar de nada y se emplaza al trabajador –a fin de cuentas, esa es mi situación, la de trabajador- a tomarse un descanso o a irse de vacaciones, como prefiera verlo. O, lo que es lo mismo, no puedes decir nada, ni dentro –donde se controla cada palabra del artículo-, ni fuera –tu blog, por el que ellos no te pagan no puede ser un espacio de la libertad de expresión porque te puede traer represalias también-, ya que en cualquier caso se te va a poner de patitas en la calle. Como no hay contrato, no hay indemnización alguna. Lo más parecido a la esclavitud, por supuesto, que uno ha contemplado en su vida laboral.
Las razones, por supuesto, no dejan de ser sorprendentes. Por un lado no hay, como tal, una comunicación oficial de las razones de ese “descanso”. Uno, que no es tonto, intuye que tiene mucho que ver con los textos publicados en este blog donde se señalaban las incoherencias entre los actos del diario y sus principios que se airearon desde sus inicios. Ese “periódico de izquierdas para una nueva generación” ha ido, cada día más, tomando como único referente a El País, modelo impecable, eso sí, de lo que debe ser un medio de comunicación destinado a la promoción de una corporación empresarial. La sección de Culturas, donde se publicaban mis colaboraciones, es una muestra evidente de lo que hablo: el objetivo se reduce a dar lo mismo que el diario de Prisa pero, a ser posible, antes, una carrera en la que los perdedores son tanto los artistas -que ven como si uno de los medios llega antes el resto les ignora-, como el lector -que obtiene siempre una información cercenada-. En pleno siglo XXI, todo el mundo sabe que las noticias se dan antes en la televisión, la radio e Internet, y que un comprador de periódicos busca análisis y mayor profundidad en la información, no la rapidez que puede encontrar en otros medios. Se conoce que esto no es algo que sepan los responsables de Público, puesto que el espacio destinado a los textos es, siempre, mínimo -a veces parece más un catálogo de fotografias y gráficos que un medio escrito-, y finalmente uno se enfrenta a un periodismo de nota de prensa donde el redactor o colaborador ejerce tan sólo como copista de la nota que acompaña al lanzamiento del producto.
Por lo tanto, que dos semanas después de que yo señalase esa deriva cada vez más acusada hacia la mera imitación del punto de vista de El País, sea un periodista procedente de esa casa el nuevo director del diario no hace sino confirmar lo que uno ya afirmaba: que esa independencia y novedad del proyecto de Público se ha convertido en agua de borrajas y que, finalmente, el interesado en una información ponderada y realizada con tiempo y criterio debe volver a las páginas del diario de Prisa, donde uno puede, al menos, encontrar lo mismo pero hecho con más calidad en la mayoría de las ocasiones.
Por otro lado, en el segundo de los post causantes del referido “descanso”, se hablaba de que no se puede usar el nombre de uno para ofrecer unos criterios que no comparte. Como ya dije en el post ya no es cuestión del orden de las recomendaciones y demás, sino de que muchos de esos libros recomendados en el artículo no habían sido tan siquiera mencionados por los cuatro críticos del periódico. Uno no sabe cómo se deben hacer esos artículos, pero le parece que es tener mucha caradura usar el nombre de uno en ellos. Si van a hacer lo que quieran, ¿por qué preguntan? Si hay algo que puedo afirmar sin duda alguna es la enorme profesionalidad de mis tres compañeros críticos, que no sólo han sabido encontrar publicaciones interesantes semana a semana, sino saber sacarlas a la luz ante la confusión reinante.
No he podido evitar recordar otros paralelismos con El País a medida que escribía estas líneas. El primero de los directores, Juan Luis Cebrián, permaneció durante doce años en el cargo. Ignacio Escolar ha permanecido quince meses. Comparen las intenciones de los responsables.
A lo largo de la existencia de El País se ha expulsado, de manera más explícita o soterrada a diversos críticos, Constantino Bértolo o Ignacio Echevarría -a los que admiro y respeto- entre ellos. Me alegra mucho saber que ahora puede uno presumir de tener algo más en común con ellos. Me molesta, eso sí, que toda mi historia huela a sucedáneo, a imitación de menor calidad... pero qué se le va a hacer.

11 enero 2009

El narrador en el diván


El estreno en las plataformas de pago de En terapia (In treatment), la adaptación que Rodrigo García ha realizado del formato israelí original: Be 'Tipul, pone de manifiesto la importancia que el psicoanálisis y el diván tiene en la narrativa televisiva de hoy.

UNO. Hasta la aparición de Los Soprano, el uso que se hacía de los psicoterapeutas en las series de televisión seguía la mirada irónica, incluso paródica que inició Woody Allen en sus películas y que ha sido imitada hasta el desgaste. El abanico iba desde los delirios adolescentes de Ally McBeal –que sufría alucinaciones desde el primer episodio de la serie- hasta la sátira inteligente que enarbolaba Frasier, con dos muestras muy diferenciadas de tipos de terapeuta y donde no salían muy bien parados al ser reflejados como snobs poco dados a observar sus propios actos.
Más respetuosa, dentro de las licencias que siempre se concede el medio en busca del espectáculo, fue la española El grupo, una serie de culto que puede encontrarse de vez en cuando en las plataformas digitales donde Héctor Alterio dirigía una terapia grupal.
La aparición de un personaje tan complejo e ineludible para entender la evolución de Los Soprano como la doctora Jennifer Melfi trastocó de modo considerable el retrato de los terapeutas en la ficción audiovisual. A lo largo de las seis temporadas de la serie la presencia de la terapia es importantísima. Los esfuerzos de David Chase a la hora de retratar dicho proceso de modo verosímil nos hablan de la clara función que tiene en el planteamiento argumental la presencia de la psicóloga. Es en la consulta donde Tony Soprano puede ser él mismo e intentar comprender qué determina sus actos, y es en la consulta donde Chase enmarca el fracaso existencial de su protagonista. La doctora Melfi asume finalmente que se enfrenta a un sociópata que no puede ser rehabilitado. El fin de la terapia preludia el fin de la serie..

DOS. En Los Soprano, de todos modos, todavía la visión de la terapia está muy cercana a la de la confesión católica. El cuarto sacramento presupone la culpa. En su concepción lo verdaderamente importante es la penitencia y no la confesión en sí. Esa liberación que se produce cuando uno verbaliza sus faltas, cuando las comunica a alguien en busca de su perdón, ha sido utilizada de modo reiterado en la narrativa de todas las épocas. La democratización de la psicología ha permitido que, en muchas ocasiones, se trace una analogía entre el ritual religioso y la práctica médica. Así el terapeuta asume el testigo laico del sacerdote, pero la mecánica se mantiene.
El principal problema de esta visión es que ignora, de modo consciente o no, la verdadera esencia de la terapia. El narrador de la confesión sabe en qué ha pecado, tiene una conciencia clara de su culpa y busca la absolución. En cambio el narrador de la terapia no entiende su relato. Tan sólo es capaz de vivir los hechos y referirlos del modo más exacto posible para que el terapeuta, que funge como hermeneuta de su relato, le entregue el sentido que él es incapaz de hallar. Un narrador idiota, lleno de ruido y de furia, que no entiende qué está contando. Uno de los grandes aciertos de Faulkner fue darse cuenta de esa realidad que preferimos ignorar: Narramos constantemente nuestros días sin entender el sentido cabal de lo narrado que podría ser la vida. La pericia narrativa del paciente es la que permitirá al terapeuta llegar antes y con mayor precisión al sentido de su discurso. No se debe despreciar que todo paciente presente una resistencia inicial, un pudor, al narrar que lo lleva a ocultar ciertos aspectos de la narración, y tampoco es secundario que muchos terapeutas, por ejemplo los lacanianos, presten especial atención a los deslices que el paciente comete en su discurso. Muchas veces es ahí donde puede encontrar la fisura desde la que poder acceder al verdadero núcleo de la historia.

TRES. El acierto de En terapia radica en que se han cuidado mucho esos detalles. Por un lado la verosimilitud, ya que la serie es diaria, y cada uno de los días laborables nos encontramos al mismo paciente continuando su tratamiento, tal y como sucede en la realidad. Por otro, que cada una de las líneas argumentales avanza mediante el desvelamiento tanto de la personalidad del paciente como de los avances que el terapeuta va logrando en cada sesión. Todo eso genera en el espectador una conciencia clara de la duración y pormenores de una terapia psicológica. Y, en última instancia, comprobamos el acierto de los guiones para ir trenzando esas diversas tramas en torno a la figura del terapeuta, a cuya propia terapia asistimos como cierre de cada semana: el intérprete se torna en interpretado. Hay que señalar en honor a la justicia que Rodrigo García se limita a reproducir la estructura original de la serie israelí, y que uno de los creadores de la misma, Hagai Levi, es también productor en esta adaptación para la HBO. La omnipresente conversación que rige cara cita con el psicólogo y la sobriedad con que la planificación escenográfica ubica al espectador en la consulta –cada episodio, de poco menos de media hora reproduce una sesión de una- pueden llevar a pensar que se trata de una serie de vocación teatral. Y no es así. La meticulosa interpretación de todos los actores, contenida y muy medida –y este es, sí, un mérito de García- requiere unos primeros planos que no tienen cabida en un montaje teatral. Además, dicha lectura supone eliminar del lenguaje narrativo del que dispone un realizador la palabra. Que el cine espectáculo que llega de Hollywood –y sus serviles imitaciones vengan de donde vengan- haya optado por un uso abusivo y anestésico de la imagen vacía de todo significado no quiere decir que la palabra, la narración oral, no forme parte de la narrativa cinematográfica. Estos narradores en busca de un sentido para sus novelas así lo atestiguan.
(Artículo aparecido en el ABCD las Artes y las Letras el 10 de enero de 2009)

04 enero 2009

La narración descoyuntada

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¿Cuántos escritores podrían salir indemnes al incluir en una novela un pasaje en el que el protagonista reconoce tararear y llevar con los pies el ritmo de una canción de Camilo Sexto? En particular esa de "Vivir así es morir de amor" que provoca el delirio a altas horas de la mañana, cuando ya están todos alcoholizados en cualquier fiesta que se precie. Muy pocos, eso desde luego. Y más cosas. Por ejemplo, incluir referencias a César Aira a medio camino entre el homenaje y la ironía, o hacer una relectura sarcástica y brillante de la tradición que, desde Piglia, relaciona al detective y su proceso de desvelamiento policíaco con el proceso semiótico que nos lleva a la comprensión del signo, etc. Eso está a la altura de muy pocos autores, y menos todavía que escriban y publiquen todo eso cuanto todavía no han cumplido los treinta años.
Ese es el caso de un autor único, Damián Tabarovsky, que hace ya unos años, once, publicó su segunda novela, Coney island, que es el libro que me ha acompañado, gozosamente, esta mañana de domingo. Si hay algo que uno lamente muy a menudo es la dificultad que tiene el lector español de acceder a muchos títulos, como por ejemplo lo que se editan en Argentina, que paliarían la ansiedad de buena literatura que todo aficionado con dos dedos de frente tiene. Si uno se acerca a la mesa de novedades de una librería cualquiera encontrará unas cantidades ingentes de comida basura y, entre los ejemplares de ese tipo de literatura, quizás encuentre algún plato bien hecho, que merezca reseña aparte y que le haga sentir que, dentro de los márgenes de la cocina tradicional, todavía se pueden hacer buenos platos que agraden al paladar de un lector medianamente exigente.
Pero, mientras en el mundo de la gastronomía se ensalza a los cocineros capaces de innovar, de presentar o bien los sabores de siempre bajo nuevas texturas, o bien nuevos sabores desde las materias primas habituales, en el caso de la literatura, y en particular de la literatura española, eso es impensable. Hace unos meses, un cocinero, un tal Santamaría, alzó la voz para expresar no ya su disgusto hacia esa nueva cocina, sino su posible insalubridad. Me llamó mucho la atención la defensa cerril que desde medios de comunicación e instituciones públicas se hizo de esa nueva cocina y de sus paladines. Lo que ha hecho el tal Santamaría es, poco más o menos, lo que durante la transición se hizo desde estamentos críticos gracias al apoyo de emporios empresariales que estaban interesados en lanzar una nueva camada de escritores, se les llamó “nueva narrativa española”, que no tuvieron empacho en presentarse como “amantes de las historias por encima de la experimentación”. Poco más o menos lo mismo que el tal Santamaría, pero dentro de la literatura. Lo curioso es que eso, que un principio no pasaba de una reacción frente a la experimentación de las dos décadas anteriores, se ha convertido no en pensamiento hegemónico dictado desde el mercado, sino prácticamente en pensamiento único: lo que está fuera de esa concepción de la literatura no existe. Es un delirio dirigido exclusivamente a un pequeño grupo de entendidos, que leen a semióticos y estructuralistas con la misma fruición con la que otros juegan al rol o coleccionan posavasos de marcas de cerveza. Locos inofensivos, pero locos al fin y al cabo.
Y, sin embargo hay otra literatura, que es consciente de la verdadera tensión lingüística que subyace en el acto de narrar. Siempre les recuerdo a mis alumnos que nos pasamos el día narrando, contando historias, y que la idea de que “lo importante es la historia” es de una ingenuidad candorosa. De ser así todos somos equiparables a Almudena Gruñes, a Javier Manías y demás escritores que nos quieren presentar como “la literatura española”. No es así, cualquier persona que haya pasado una hora intentando construir una narración sabe de la diferencia entre un tiempo verbal u otro, de la ubicación del narrador, etc. Hay muchos, muchísimos detalles que modifican de modo drástico el mensaje que comunicamos. Considerar que la historia, el argumento, es lo importante es verdaderamente cándido. Por eso no sabe uno si pensar que estos escritores, y sus voceos, son ingenuos o idiotas –y a fin de cuentas viene a dar igual, porque al final lo que se ve rebajado es la calidad y la oportunidad de la literatura-.
Tabarovsky es un autor que, desde su primera novela, Fotos movidas, hasta la última, Autobiografía médica, ha sido plenamente consciente de que la máxima de Blanchot que escribió en la contracubierta de su primer libro: La literatura marca pero no deja huella. Y eso sucede con Coney Island. No deja huella esa narración desquiciada, algo neurótica, sobre la comprensión de un mensaje, sobre cómo se produce la aprehensión del mundo. Muchas veces se insiste en la novela sobre los esfuerzos de Dupont –un detective que, a fin de cuentas es, como todos los detectives, un poco tonto- a la hora de llegar a conclusiones, de pensar o de meditar. Y sólo al final descubre que ese personaje que el lector, como el narrador –mucho más brillante y culto que el protagonista-, sabe que tiene mucho que ver con la trama ha sido el mensajero de esa megamafia sobre la que gira la narración. Pero, yendo más allá, llega a intuir que, quizás, toda la lectura que ha realizado de la realidad es errónea y en ella se ha dejado llevar por sus prejuicios y por ideas que, en puridad, no tiene lógica alguna. O sea, que quizás toda la novela no es más que un delirio en el que nada tiene sentido. Esa idea de la narración inoperante, que le es tan querida a Tabarovsky, se hace presente una vez más. Esa idea de una narración que, precisamente porque desde el pensamiento utilitarista se dice que no vale para nada, vale para leer todo nuestro entorno.

Las noches oscuras de un maestro, por Fogwill

Cómprela este verano! Esto es un comercio. Hay que mantener activa la industria editorial. No hay que ser compasivos con el bosque ni con cualquier árbol que impida verlo. Para que Buenos Aires siga siendo una atracción turística, las librerías y hasta las odiosas cadenas de librerías, deben sobrevivir. Hay que contemplar que cada librería que se funde es reemplazada por una terminal de venta de ropa mala de procedencia china o por una agencia de juegos de azar o de cobranza de impuestos y servicios públicos: cosas que afean la vida. Los multicolores libros, de una manera o de otra, embellecen la vida casi tanto como a las estanterías del salón. Muchos libreros y empleados de librerías son escritores o estudiantes y muchos más suelen tener hermanos desocupados, chicos en el colegio o padres enfermos o drogadependientes, y cada libro que llega a venderse alivia sus tambaleantes finanzas. Cada libro vendido se agrega a las estadísticas culturales por las que el entero mundo nos juzga, y cada venta fortalece el hálito optimista que impulsa a mecenas y tomadores de riesgo a lanzar a autores inéditos cuyas esperanzas de ser leídos los integra al sistema de castigos y premios que son la base de una sociabilidad en paz, tan necesaria ahora, con estas temperaturas enervantes del mes de diciembre.
Por eso, desde el título, aconsejamos comprar La novela luminosa antes de que termine este verano de perros, recomiencen las huelgas de maestros y recrudezca la tozudez de los gobernantes empecinados en cuidar la plata para destinarla a festivales pop, trenes bala y pasajes aéreos.
Otro motivo a considerar es el precio. Pocas cosas han de haber más satisfactorias que puedan conseguirse por apenas sesenta y dos pesos, que equivalen al sesenta por ciento de valor en dólares de la edición uruguaya, y a menos de la mitad del precio en euros de la recién publicada en España. Claro que ambos países son virtualmente primer mundo, pero aquí –en el tercero o cuarto–, parece que la filial de Random House ha calculado el costo del papel a precios 2005: tarde o temprano revisarán sus cuentas y el que vaya a comprarla después de Carnaval se encontrará con una desagradable sorpresa.
El giro. Casualmente La novela luminosa aparece al mismo tiempo que El giro autobiográfico, una colección de ensayos de Giordano sobre este género ancestral que parece atraer a tantos ejecutantes en la nueva literatura argentina. Levrero descubrió de muy joven que el personaje más rotundo e inolvidable de su obra era el narrador y gradualmente fue identificándolo con el yo narrativo que predomina en sus cuentos y novelas. La evolución se advierte en los relatos que integran El portero y el otro (Arca; Montevideo; 1992) una selección de textos compuestos entre 1966 y 1987 y se puede verificar en la reedición de 1998 de La máquina de pensar en Gladys que reúne otros textos de fines de los setenta.
Autobiográfico. A ese personaje tramado de tics, fobias, obsesiones, manías y supersticiones se lo puede reconocer en la mayoría de sus relatos y novelas, hasta en los que bien pudieron clasificarse en los géneros fantástico, policial y de ciencia ficción. Toda narrativa contiene restos autobiográficos pero en Levrero el género responde a una decisión. En el extremo de la autobiografía está la crónica veraz y el diario personal. Siempre que el narrador reflexiona sobre el relato o da testimonio de las percepciones de un personaje en las pocas veces que se permite entrar a la conciencia de un tercero tiene lugar la irrupción del factor Levrero, ese entramado de manías que orientan a tratar al mundo real como una fantasía y a lo fantástico como al conjunto de piezas que dan cuenta del funcionamiento de la máquina de la realidad.
La irrupción. “Irrupción” es una palabra levrerina. El mismo la usó como comodín para sus intervenciones de prensa en la revista Posdata. Afortunadamente, una antología de ciento veintiséis de esos textos fue publicada por Punto Sur en Montevideo en 2007. Pensando en Barthes, puede decirse que son una suerte de Antimithologies. Si las Mitologías fueron compuestas para interpretar los mensajes del mundo con las herramientas del análisis lingüístico, los 126 artículos de sus Irrupciones parecen destinados a resignificar el mundo desde un mito en estado naciente y floreciente: la mirada del autor y su dominio absoluto de la lengua natural. Infortunadamente, la terminal local del editor uruguayo –Santillana-Alfaguara, del grupo Prisa– no ha encontrado, hasta ahora, motivos para introducir este libro en la Argentina.
Pensar sin pensar. “Pensaba, pero no pensaba; era algo que estaba dado, no un pensamiento; era una voluntad o un sentimiento, algo que estaba fuera del telón con pensamientos. No podía pensar, hasta que elegí pensar. Elegí esto. Empecé a pensar y seguí pensando, o dejándome pensar por ESO que piensa a mi alrededor y me atraviesa...”, escribe en una de sus Irrupciones . En ese lugar del “pensamiento dado” –un saber en estado naciente, aún indiscernible del deseo y la emoción– se pone a escribir Levrero. Al poder, al saber, al deseo: todo se le trifurca al autor y el saber se escribe desde los sentimientos, la voluntad –bajo la forma de la duda, la vacilación y la desidia– se procesa desde el saber, y el sentimiento mismo se somete al cálculo y a la descripción, ora geométrica, mecánica o arquitectónica, ora informática.
Trifurque. Saber, poder, deseo, temas de todos, son el dominio de Levrero, que pese a su conversión al catolicismo –un tanto newager o, probablemente, tan newager como la integración gozosa de Bellatín a su secta musulmana–, nunca acertó a reconocer en ellos las trifurcadas tres virtudes teologales de la secta romana: Fe, Esperanza, Caridad. Parece chiste, pero lo primero que el mundo conoció de este autor apareció en la revista El lagrimal trifurca de Francisco Gandolfo, quien hacia 1967 publicó el elogio de su hijo Elvio a la nouvelle Gelatina.
Lecturas provisorias. Pasé años leyendo Levrero, y por iniciativa de Alicia Hoppe –su ex mujer y eterna médica de cabecera– fui el segundo lector de los borradores de la Luminosa, recién recuperados de su caos informático por su amigo el escritor y experto en computación Eduardo Giménez. Llevo años leyendo lo que se escribe sobre Levrero y sin reparar en los elogios de Bolaño, destaco los trabajos de Gandolfo, los de Alvaro Mathus (El laberinto de la personalidad) e Ignacio Echevarría (Levrero y los pájaros) en el número 5 de la Revista de la Universidad Diego Portales, el de Oliverio Coelho en Inrockuptibles, y el de Tabarovsky en El País de Madrid y, particularmente, las lecturas de “Flavia” y sus decenas de corresponsales del blog la lectoraprovisoria.com.ar que testimonian la trasformación de cultos lectores de novedades en el tipo de lectores de culto al que aspiraba Levrero.
Libros de culto. Como su El discurso vacío, La novela luminosa será una obra de culto. (Otra buena razón para comprarlo… ¡Cómprelo ya!). Nos presenta al Levrero de 2000 que desde hacía quince años atesoraba una novelita de no más de cien páginas de la que ya se habían perdido varios capítulos. Acaba de obtener una beca Guggenheim para mejorarla y concluirla. No se le ocurre nada que agregar. Tampoco lo entusiasma mucho esa novela que es apenas una crónica impecable de los antecedentes de su conversión, narrada “con la imaginación disfrazada de recuerdo”, según declara desde el comienzo. Releyendo los capítulos que sobrevivieron de aquel texto, encuentra que el relato “pierde el rumbo casi al comienzo y los cinco capítulos no son otra cosa que el esforzado intento por retomar el rumbo perdido”.
El motivo es la novela. Un texto mutilado y largamente desestimado por el autor, quien releyéndolo desde el punto de vista de un futuro lector lo encuentra incompleto e inconvincente es el objetivo pactado con la fundación que lo becó.
Pero Levrero, que poco antes pudo hacer una obra maestra a partir de un cuaderno de caligrafía usado en uno de sus ejercicios vanos de autoayuda (su El discurso vacío, publicado por Interzona) y treinta y cinco años atrás había sido capaz de construir un universo a partir del big-bang tecnológico desencadenado por un neurótico que escruta los mecanismos de su encendedor de bencina (en el relato La calle de los mendigos, integrado entre los de La máquina de pensar en Gladys, publicada por Arca), sólo necesita comenzar un diario de su imposibilidad de avanzar en una novela y administrarlo a lo largo de doce meses para alcanzar la perfección de la novela de su vida, un libro imprescindible. ¡Cónsígaselo de alguna manera!
Novela oscura. Durante años el autor estuvo prometiendo una “novela luminosa” y una “novela oscura” que tal vez nunca existió, o apenas bocetó, o que alcanzó a escribir y se disolvió en alguna de las catástrofes informáticas que en las primeras versiones de Windows eran aún más frecuentes que ahora. Pero se puede componer una novela oscura a partir de sucesivas lecturas de la luminosa. Levrero merece tal ejercicio, que no requiere búsquedas esotéricas en las huellas que este gran esotérico dejó en su libro. Saber que es un maestro del tratamiento inverso de la figura y el fondo de sus textos, puede justificar el goce de releer lo mismo que impulsó al culto de sus libros y al amor por Levrero como una exposición ampliada de lo odiosos que somos. Otro buen motivo para comprar y perdonarnos.
Para ese entonces, la mayoría de los amigos le llamábamos Jorge (por Varlotta), después de décadas de llamarlo Mario (por Levrero). La cosa venía, aproximadamente, desde la mudanza de Colonia a Montevideo, después de vivir un período en Buenos Aires. Y se había afirmado desde que empezó a vivir en un departamento grande y antiguo, en la calle Bartolomé Mitre, frente al hotel Pirámides (donde había vivido Lautréamont) y sobre la calle que se había convertido en una ristra de bares ruidosos por la noche, estruendo que él detestaba con intensidad, aunque buena parte del departamento quedaba lejos de la calle (la otra parte daba a la calle Rincón). Con su forma de L, lograba tener una visión espléndida de la Plaza Independencia (sobre todo por la noche) de un lado, y otra (por la ventana del dormitorio) de la bahía de Montevideo.
Durante décadas, Jorge (antes Mario) había vivido en un departamento estrecho y larguísimo del 936 de la calle Soriano, que todo aquel que lo conoció reconoce en muchos de sus relatos. Desde allí había viajado a Burdeos (Francia) y a Rosario y Buenos Aires (Argentina), ciudad esta última donde vivió y trabajó (dirigiendo una revista de acertijos) durante algunos años. Al fin regresó a Uruguay y se quedó unos años en Colonia. A despecho de declaraciones como “Colonia fue mi temporada en el infierno”, hizo grandes amistades en cada uno de esos lugares. Del único que no quedan registros es de Burdeos, tal vez por una cuestión de lengua.
La plata y el aire
. El vínculo (o el trait d’union, como dirían en Burdeos) entre Buenos Aires y Colonia fueron la doctora Alicia Hoppe (actual albacea de su obra) y su hijo Juan Ignacio, que se lleva hoy muy bien con Nicolás, el hijo de Levrero que vive en Barcelona, recibido en Psicología. En esos años, Levrero fue un padre riguroso con Juan Ignacio, incluso excesivo, pero siempre dispuesto a tremendas palizas de películas favoritas o despreciadas miradas, una tras otra, en VHS, en sesiones que iban de la tarde a la noche larga.
Cuando la relación con Alicia se complicó, Varlotta logró al fin alquilar el departamento de la calle Mitre. Allí llevó gran parte de su biblioteca (donde tenían un puesto central docenas de ediciones baratas de Stanley Gardner y Nero Wolfe), y sobre todo fue absorbido, chupado, por ese chiche nuevo que era una computadora, tan letal en su seducción como las mujeres de sus relatos fantásticos. Pasaba que una parte de su mente trabajaba matemática, incluso geométricamente: basta citar su costumbre rigurosa de anotar en un papelito metido bajo el celofán del paquete de cigarrillos, la hora en que encendía cada uno, para deducir, al fin del día, que el consumo había bajado en un 11,03%, por ejemplo.
El departamento era, propiamente, un departamento para él. Incluía una especie de vitrina iluminada con objetos heteróclitos, era un poco laberíntico, tenía aparatos antiguos (como el calefón, que en Montevideo suele ser casi siempre un tanque de al menos 50 litros, eléctrico) y una gran sala para instalar (como lo hizo) una prolongada mesa para reuniones de directorio, que usaba en cambio para las clases del taller literario, tarea que había aprendido a fondo en Colonia.
Para todos los que lo conocíamos fue una alegría serena, silenciosa y agradable enterarnos de que había obtenido la beca Guggenheim. La justicia, después de todo, podía llegar a existir. Sus soluciones fueron directas, francas: poner aire acondicionado (odiaba el calor del verano casi tanto como el ruido, que en Montevideo, contra lo que suele creerse, puede alcanzar niveles altísimos). Y un sillón grande, compacto, realmente para sentarse y estar muy cómodo, donde solía charlar.
Lo que había cambiado era la relación con esos amigos. En este caso el trait d’union era la portera, a quien se le dejaban o él dejaba revistas, libros o videos en préstamo. Después todo pasaba por la computadora: era mucho más fácil arreglar una cita por mail que por teléfono. Es posible que alguno más de nosotros haya pensado lo mismo que yo: estaba disfrutando de la vida, y alguna vez volvería a escribir. Una vez me alegró aún más que la Guggenheim ver una hoja escrita sobre un estante.
—¿Estás escribiendo algo? –le pregunté.
Largó una especie de carcajada.
—Sí, es algo, pero no me gusta. Una especie de chiste sobre la propia beca.
Era, por supuesto, La novela luminosa.
Un apéndice de un prólogo
. La novela luminosa, el muy extenso libro póstumo de Mario Levrero (casi 600 páginas), es uno de los intentos más ambiciosos y paradójicamente logrados de lo que en otros tiempos se denominaba “literatura latinoamericana”. La etiqueta es necesaria para indicar hasta qué punto el libro rompe con el marco de la también denominada “literatura uruguaya” actual, y se instala entre otras obras inclasificables, como Museo de la novela de la Eterna, del argentino Macedonio Fernández; Por los tiempos de Clemente Collins de Felisberto Hernández, o más cercanamente (en el tiempo y las intenciones), el Diario 1974-1983 de Angel Rama, o más aún, La tentación del fracaso, el enorme diario del peruano Julio Ramón Ribeyro.
El volumen de Levrero continúa y amplía un ahondamiento de la “investigación de sí mismo” que ha sido siempre su obra, pero sobre todo a partir de un relato, El diario de un canalla (1991), y más aún de El discurso vacío (1996), considerada por muchos de sus lectores y parte de la crítica como su obra maestra. Los tres textos avanzan no sólo en tamaño, sino también en un proceso de “abandono de sucesivas capas de ficción”, según lo definió su amigo Eduardo Abel Giménez. Las tres parecen narrar la “vida real” del autor.
A diferencia de otros diarios de escritores, éste pierde buena parte de su dimensión si se lo lee salteado en vez de linealmente: hay núcleos poderosos que se van desarrollando en el tiempo, como en una novela. El título “Prólogo” suena a chiste formal (en eso se asemeja al Museo de la novela de la Eterna con sus incontables prólogos), pero se trata de un chiste en serio. Porque es el muy extenso preámbulo de 400 páginas a La novela luminosa, que ocupa apenas las cien páginas finales, casi un epílogo de ese prólogo.
Sin embargo, ese tramo supuestamente narrativo termina por ser inconcluso y heteróclito. De entrada, Levrero anuncia en el “prólogo histórico” inicial que fracasó finalmente en la escritura de las “cosas luminosas”, porque no pueden escribirse. Lo que narra es una auténtica conversión religiosa, un proceso sospechado en momentos de parapsicología, metafísica o erotismo, que culminan en el cuento final: Primera comunión. Hay largos tramos en que el tono de la alegoría o la creencia directa se impone a la ambigüedad de la literatura.
Los recaudos son claros: a cada uno de los seres reales que figuran se les pidió permiso. Y una nota preliminar aclara, salteándose a la torera los probables problemas legales: “Las personas e instituciones que se sientan afectadas o lesionadas por opiniones expresadas en este libro deberán comprender que esas opiniones no son otra cosa que desvaríos de una mente senil”. La plenitud del volumen desmiente esa senilidad. Hace sospechar además en la partida final la probabilidad de que (como la del “Flaco” y gran amigo que fallece en México, en el libro), sea una muerte aceptada como parte del precio de una libertad muy elegida, y de un camino cumplido a fondo.

He encontrado esto en el diario argentino Perfil, creo que mi obligación era compartirlo.

03 enero 2009

La vigencia de las narraciones

IMG_2318Una de las cosas más sorprendentes de la crítica y de la historiografía literaria es la poca, por no decir nula, atención que despliegan en torno a los gustos populares. Desde la perspectiva histórica se van marcando una sucesión de periodos caracterizados por una serie de elementos y detalles que, en la mayoría de los casos, pasaron desapercibidos para sus protagonistas y que solo con la distancia se aprecian como elementos comunes que permiten establecer divisiones sistemáticas –esto, por ejemplo, es algo perfectamente rebatible, puesto que cualquier lector atento habrá podido observar, por ejemplo, como las dos novelas de Clarín y sus cuentos entran sin problemas en la definición de “realismo”, mientras que la narrativa de Galdós, mucho más extensa, por otra parte, no admite dicho corsé salvo que se dejen fuera muchos textos-. La perspectiva crítica marca, en cambio, la calidad de los textos bien desde una perspectiva siempre subjetiva o la inclusión o no de los mismos dentro de la idea que el crítico tenga del parnaso literario. Por eso, cuando, como es el caso, se habla de un libro que se publicó en 1880 –hago yo el cálculo: casi ciento treinta años-, la crítica suele dirigirse a ubicar diacrónicamente el texto y poco más. Destacar sus virtudes y novedades respecto al año en que fue publicado y, si te he visto, no me acuerdo. Algún crítico, un poco más avispado, señalará en qué medida unos cuentos como estos significaron el nacimiento del verismo italiano –versión transalpina del naturalismo- y poco más. Ah, bueno, y si les ha gustado o no, esas cosas que algunos piensan que al resto les importa.
A mí, en cambio, a medida que iba leyendo cada uno de los cuentos del libro, no se me iba una idea de la cabeza: este es el libro que quiere leer la mayoría de los lectores que se acercan a la literatura de un moco un poco ingenuo –en el sentido de que siguen buscando historias y poco más-, pero que son, en sí, la gran masa de población lectora de este país. Voy a explicarme un poco, porque lo que he dicho tiene dos lecturas: este libro le gustará a casi todo el mundo, por un lado, y, por otro, el hecho de que el gusto de la masa lectora parece estar anclado hace más de un siglo y cuarto.
¿Qué ha formado, realmente, nuestra idea de lo que es la narrativa? Esta pregunta es fundamental, pero casi nunca se hace en voz alta. Y creo que se debe a que la respuesta nos da miedo. Yo no sé cómo se estableció el concepto de lo narrativo y lo que es un relato para las generaciones anteriores a la mía, pero sí sé cómo ha sucedido en mi caso, y me voy a permitir extrapolarlo porque creo que será un contexto más común de lo que podemos pensar. Antes de leer un solo libro con verdadera conciencia de hacerlo, o sea, en mi caso Paradox Rey y Crónica de una muerte anunciada, yo creo que ya había asimilado y digerido muchas películas. Y dichas películas no eran, como ya estarán suponiendo, de Godard o de Víctor Erice, sino que eran productos producidos en Hollywood o siguiendo su discurso. La industria del cine de Hollywood es hoy el principal modelo de narración que se ha extendido por todo el planeta. En algunos casos, como sucede con el cine de Bollywood, funciona como modelo que rebasar, ya que cualquier película realizada en Bombay no es más que un musical excesivo de los muchos que hemos visto desde niños. Ahora, lo que debemos plantearnos es en qué momento se codificó el lenguaje audiovisual y la concepción narrativa que se extiende a través de esa fábrica de sueños que es el cine. Sin dudas, el cineasta que fijó el modelo de la industria fue Griffith, sobre todo porque él asumió ese rol tras el éxito de El nacimiento de una nación. En aquellos años, estamos hablando del primer cuarto del siglo XX, qué modelos narrativos tenían: las novelas de gran consumo, que eran hijas melodramáticas y sensibleras del naturalismo literario.
Así pues, el modelo que se instauró como idóneo para la narración cinematográfica es el de una narración como las que escribió Giovanni Verga, pero con una sobrecarga de tintes melodramáticos y una rebaja en los contenidos que hoy podríamos entender como crítica social. ¿Quiere decir toda esta argumentación que La vida en el campo es un mal libro? Ni por asomo, precisamente hoy podemos leerlo con mayor vigencia por ser una muestra elevada de ese modelo que el relato cinematográfico hegemónico ha asumido de modo totalmente acrítico. El dibujo de caracteres, el resumen de vidas enteras en apenas veinticinco páginas donde se hace un evidente hincapié en los momento más truculentos y excesivos, nos dirige de modo invisible, pero ineludible a esas extensas narraciones como Lo que el viento se llevó, con momentos intensos como el juramento con el rábano en la mano. Conviene recordar que la novela de Margaret Mitchell se publicó en 1937, o sea, que tanto su escritura y publicación, como todo el proceso de producción de la película de O’Selznick –las películas en Hollywood son del productor ejecutivo- se realizó mientras Hitler se iba anexionando media Europa y España ardía en una Guerra Civil desde la que escribía Hemingway y mandaban fotografías Capa y Taro.
Quizás la herencia más evidente de libros como esta estupenda e intensa colección de cuentos de Giovanni Verga resida en el cine político más convencional, aquel que asume todos los recursos del cine mainstream pero con argumentos sociales, el que firman directores como Ken Loach, por ejemplo. Y, por supuesto, en la mayoría de la literatura que se consume y se promociona a través de los premios literarios, que es ya hija de la lectura superficial y efectista que han hecho los cineastas de la gran narrativa decimonónica.
Giovanni Verga La vida en el campo Periférica, Cáceres, 2007