21 octubre 2007

El traje nuevo del emperador

Mañana el discurso será que se ha tratado de un éxito. Y hay que reconocer que, siguiendo sus varemos, lo será. Yo he tenido que estar dando vueltas de quiosco de prensa en quiosco de prensa durante media hora para comprar un ejemplar del “nuevo” periódico global en castellano. Así que se ha agotado, y eso, que es un triunfo económico, empresarial, será la excusa para hablar de éxito. Yo, la verdad, me alegro por ellos, porque son muchas familias comiendo de la empresa y no es cuestión de que se queden todas en la calle.Ahora, la verdad es que hojear el periódico ha sido decepcionante. Le han hecho, sí, un lavado de cara. La tipografía es muy bonita –le han puesto la tilde a la cabecera, después de treinta años- y el color queda muy bien, y el aspecto de la página es más descargado, aparece menos abigarrado que antes. O sea, que les ha quedado un periódico muy bonito, muy de lo que se lleva ahora, que parezca que se debe leer poco, que es ligerito.
Pero lo importante de un periódico, que son los textos, los periodistas, los columnistas, sigue igual que siempre. ¿Para cuando una renovación real del periódico? Es evidente que este lavado de cara, que muy posiblemente estaba planeado desde hace tiempo, antes de la muerte de Polanco, se ha acelerado con la aparición de un nuevo diario que pretende, descaradamente, crecer a base de lectores potenciales de El País. Ahora bien, ¿por qué el análisis que se hace es que basta con lavarle la cara al periódico? No se dan cuenta que el problema es de fondo, de contenido. Hace ya muchos años que los directores de mercadotecnia y los diseñadores tomaron posiciones de privilegio en los grandes grupos mediáticos. Y en la sociedad de mercado en que nos ha tocado vivir se han convertido en los amos del cotarro. Pero si se han apoderado de esa parcela de poder es porque los directivos, los consejeros delegados y demás mandamases con cargos de estilo rococó y rimbombante, son bastante estúpidos.
Yo entiendo que en una televisión se tenga en cuenta la accesibilidad, o en la radio, o incluso en Internet, que son medios de acceso fácil, gratuito –siempre y cuando uno tenga el aparato o la conexión- y que, por lo tanto, deben atraer al “consumidor” con un reclamo llamativo. Pero, ¿un periódico que cuesta un euro cada día y que compite con diarios gratuitos debe seguir los mismos criterios? Evidentemente, no, y ahí es donde caen, todavía, y pese a los trajes nuevos, los directivos de El País. Si este periódico ha perdido poder de influencia y no crece dentro de la población joven –en las reuniones de la empresa lo llaman target, eso seguro, porque no saben que existe la palabra objetivo- no es porque sea en blanco y negro, porque tenga mucho texto o porque la Times New Roman sea peor tipo de letra que la Magerit. Si no crece es porque cualquier lector con un mínimo de formación, algo entrenado en los mecanismos y herramientas de mercado, y con dos dedos de frente, se aburre soberanamente al leer el folleto que pretenden hacerle pasar como periódico. El suplemento de fin de semana es un catálogo en toda regla, donde importa más vender –lean cualquier artículo, desde los de la sección “estilo” a los reportajes sobre artistas o hechos noticiables, donde también se vende la obra del autor o el proyecto humanitario- que informar. Y el periódico está más dirigido a crear tendencia que a facilitar datos e información a sus lectores.
Mientras los cuatro tontos encorbatados con los Audi y los Mercedes en la puerta de Miguel Yuste se masturban con las nuevas páginas a color de su diario, y mientras los tres bobos con gafas de pasta están contentísimos en su estudio, decorado con botellas de Vodka y carteles de películas de Almodóvar, de haber diseñado un periódico; mientras todo eso sucede, ese “nicho de mercado” que tanto les interesa está conectado a Internet leyendo blogs con diseños horrorosos, dejándose las pestañas en leer textos larguísimos en la pantalla, por el simple hecho de que les dicen cosas, de que son honestos. Ese precioso suplemento llamado Domingo sigue teniendo como columnista a un mastuerzo del calibre de Javier Rioyo, que ha leído cuatro libros en su vida y no se ha enterado de la mitad de lo que ha leído, pero como es de la estirpe de Juan Cruz –esos que se creen tan buenos o inteligentes como la gente con la que comen o toman copas-, piensa que él puede hablar de libros y escritores.
Para arreglar un periódico hay que pensar –sé que no es estila mucho eso de pensar, pero qué le vamos a hacer- y dar a la gente algo en que pensar. Ahora ya sabemos que El País tiene un nuevo aspecto, pero por muy vestida de seda que esté al leer los artículos nos encontramos con la misma mona de siempre.