Hay libros que se van ganando, poco a poco, con el paso del tiempo. Otros, desde el mismo momento de su publicación, reciben un cálido recibimiento por parte de todos sus lectores. Pero los hay, escasos pero los hay, que antes incluso de existir como tales tienen ya un montón de lectores ganados. Estos libros, que parecen venir con un pan debajo del brazo, están compuestos muchas veces por textos que ya habían aparecido en publicaciones periódicas y similares, y por eso cuentan con admiradores antes de tener lomo suficiente como para que un editor se anime a mandarlos a la imprenta. Manual del distraído, de Alejandro Rossi, es uno de ellos. Libro extraño, curioso, en que todo tiene cabida siempre y cuando no esté catalogado de un modo inequívoco, fue apareciendo, primero en dosis controladas, en la revista Plural, que dirigía Octavio Paz, y luego tomo cuerpo como libro en el año 1978.
En España había tenido un par de ediciones, la del ochenta en Anagrama y una reedición, diecisiete años más tarde, en la misma editorial y en Círculo de Lectores –no es que me haya dado un ataque de rafaelcontitis, sino que desde que tengo Internet en mi domicilio me es mucho más sencillo hacer consultas de este tipo. Que en los muchos años que llevo ruando los pasillos de las librerías de nuevo y de viejo no me hubiera topado nunca con este libro revela que es de esos extraños libros de los que no se desprenden los lectores. Todo aficionado a la lectura conoce libros que están, siempre, en las mesas y estantes de las librerías de viejo. Son libros que nadie quiere conservar –de unos meses a este me encuentro mucho el libro de Curri Valenzuela, por ejemplo- o que fueron un fracaso editorial –y debemos entender como tales esos libros de los que se tiraron muchos más ejemplares de los que el mercado podía realmente asumir, y que se van desgastando en las cajas de los almacenes hasta que los saldan en las librerías de lance.
Lo dicho, nunca me crucé con el libro de Rossi, de ahí que cuando me enteré de la edición del mismo en Debolsillo no lo pensase mucho –lo pensé tan poco que ni siquiera lo pedía al departamento de prensa y me lancé a comprarlo en la librería de al lado de la oficina- y me hiciese con él.
El libro ha sido mi compañero constante a lo largo de dos días en que no se ha separado de mí. Lo llevaba en el bolsillo de la chaqueta y ha estado a mi lado en cada una de las clases que he dado, ha contemplado mi trabajo desde la mesa del trabajo, y ha hecho más llevaderos los ratos en que he usado el transporta público o he tenido un tiempo muerto –uno de esos que lleno, siempre, con un libro. Lo he leído del tirón, como suele decirse, disfrutando muchas veces de la erudición demostrada en un artículo, de las referencias literarias que exhibe o, en las menos ocasiones, algo distraído de la historia que me contaba Rossi. Es curioso, porque en cada uno de los textos que forman el libro, el autor ha realizado, casi siempre, la misma operación, que es la de distraer al lector, la de confundir sus expectativas sobre el texto. Si uno espera, a tenor de cómo se inicia el texto, una narración, normalmente termina la lectura del fragmento convencido de que se trataba de un ensayo, si, por el contrario, se ha hecho a la idea de que está ante un ensayo, normalmente se le entrega una narración. El mecanismo es, casi siempre, el mismo, una distracción, una narración ejemplificativa de lo que luego será el razonamiento que sostiene el ensayo, o bien una digresión sobre el asunto del que tratará la narración. Quizá por eso, piensa uno por momentos que el libro debería llamarse, tal vez, Manual de distracción, pero luego se dice uno que no, que Rossi ha sido muy irónico, y destaca en el título del libro la incapacidad que tiene el distraído no ya de reparar en lo que sucede a su alrededor, sino en darse cuenta de, tan siquiera, lo que está realmente haciendo.
Supongo que cada lector que se haya acercado al libro tendrá sus preferencias en torno a los textos reunidos. A mí me han resultado más estimulantes los que resultan ser más ensayísticos, más dirigidos a la reflexión, salpimentados con narraciones y referencias. Por el contrario, los pequeños relatos me parecen desvaídos, poco vívidos, textos que evidencian las carencias de Rossi como creador de realidades, de universos en los que dejar moverse a sus personajes.
Aún así, tienen la ventaja los textos de Rossi de ser permeables, porosos, y permitir una lectura amena, que, incluso cuando no nos saca de nuestra realidad, se sobrelleva con gusto. Tabarovsky, en otro libro que he leído recientemente, señala que su personaje ha perseguido siempre libros ligeros, imperfectos, que en su falta de ambiciones retratan el mundo de un modo mas fiel y exacto que las grandes obras que ambicionan abarcarlo todo y servir como brújula para generaciones venideras. Tal vez sea, este de Rossi, uno de esos libros, como esas amistades que, sin pretenderlo, se nos van metiendo en la vida hasta que se convierten en parte insustituible de ella.
Alejandro Rossi Manual del distraído Debolsillo, Barcelona, 2007