Digo que ni en un lado ni en otro porque se podría pensar que este volumen recoge los textos que, en sus días, publicó Azcona en La Codorniz y que se editaron en libro en su momento. Pero no, porque el propio Azcona ha corregido, ampliado –la censura tenía estas cosas- los textos, y este libro tiene, por tanto, el tinte de lo inédito, que siempre queda muy bien a la hora de vender el libro.
La lectura de este libro nos demuestra muchas cosas. Lo primero que Alfonso Guerra debió cumplir lo que prometió, y a esta España de ahora no la conoce ni la madre que la parió y, recíprocamente, esta España se parece ya muy poco a la que originó estos textos. Se podría, como se suele proceder en estos casos, haciendo la vista gorda y decir que no, que no hemos cambiado tanto y que leyendo estos textos se ve que las cosas no han cambiado nada. Pero la verdad es que sí han cambiado, y no tanto las cosas como el modo de mirarlas, de acercarse a ellas. El tono que despliega en estos textos su autor suena hoy un poco ligero, ni parece llegar hasta el final de las posibilidades de algunas situaciones, ni parece ver realidades que han surgido hoy y que darían mucho juego frente a las historias propuestas. El lector se encuentra, así, ante un libro que no niega ser hijo de su tiempo, los años cincuenta, pero que tampoco parece haberse puesto al día para sonar más propio del nuevo siglo. Han pasado cincuenta años, y eso no se puede obviar.
Por otro lado este libro viene a demostrar lo que todo lector atento descubrió hace mucho tiempo, y es que, si escribir para cine –para cualquier medio audiovisual- es tan complicado como hacer un libro, también es cierto que no todas las personas están dotadas para hacer ambas cosas. No quiero decir que Azcona sea un mal escritor, porque no lo es. Tiene ingenio, capacidad de urdir situaciones y diálogos brillantes y logra entretener a cualquiera que se acerque a lo salido de su mano. A veces deslumbrar. Lo que sucede es que escribir para cine requiere una destreza notable en el desarrollo de las tramas, en el manejo del tempo narrativo, tener oído para trazar diálogos naturales y penetración psicológica a la hora de construir los personajes. Pero lo que nunca se le pedirá a un guionista es que le dé cuerpo a sus historias, que levante realidades con ellas. Un guión es una obra literaria de pleno derecho, pero al mismo tiempo es un instrumento que debe pasar, más adelante, por la mano del realizador, de producción, que se encargan de la puesta en escena. Y es ahí, en una faceta que no se le pide al guionista pero sí al novelista o al cuentista, donde Azcona –como les sucede a muchos guionistas- yerra. La puesta en escena es algo que en un libro depende del autor, y en una película no.
Cuando uno lee este libro de Azcona, y sucede lo mismo en el resto de sus textos, no hay manera de sumergirse en el mundo que se le coloca ante los ojos. Uno escucha personajes, a veces sabe qué aspecto tienen, sabe qué sucede, pero no lo ve todo encajado ante sus ojos. Falta la labor del director, que enlaza esos elementos en el plano. No creo que sea casual que, como han analizado muchos críticos cinematográficos, cuando los guionistas se lanzan a la realización, cuidan mucho la atmósfera, la puesta en escena de la cinta. Porque saben que es un terreno vedado por costumbre y deben dar ahí el do de pecho.
Leer las Memorias de un señor bajito produce la sensación de una pantalla de cine, tal cual. Vemos moverse cosas, las oímos, pero siempre sobre una pantalla plana sobre la que son proyectadas, no como realidades ante nuestros ojos, palpables, vivas. Las buenas novelas, los buenos cuentos, incluso las grandes películas –como Plácido o El verdugo- sí logran hacerse presentes ante nosotros.
Rafael Azcona Memorias de un señor bajito Pepitas de calabaza, Logroño, 2007