09 agosto 2006

Las listas de espera


Con el calor, con las ventanas abiertas para que entre un poco de fresco, llega el polvo -el de la suciedad, el de la porquería, bueno, el que se quita con una mopa- y con las horas ociosas del día -esas en las que uno se arriesga a derretirse si sale a la calle- las "limpiezas a fondo" de la casa. Yo siempre tengo un par de días en verano en que me convierto en mi madre y friego todos los cacharros de la cocina, hago lavadoras a todas horas y dejo el edredón y las mantas limpias para el invierno, y ordeno la casa -esos días, como me he convertido en mi madre, la llamo la leonera- que tiene montañas de libros por todas partes: en la mesa de café, en la mesa de comer, al lado de la tele, en la coqueta de la habitación, en la mesilla, sobre la cisterna del retrete -yo no tengo libro de cabecera, sino libro de cisterna, mis hemorroides lo sufrirán en un futuro, supongo- y me doy siempre cuenta de que tengo un montón de libros por leer. De hecho, tengo un montón de libros que nunca leeré, y ahora los voy desperdigando por dos casas -sí, conservo en la casa familiar la habitación de estudiante repleta de estanterías con libros, es esa, para ser exactos mi biblioteca, en la casa en la que duermo apenas habrá cien libros- para mayor descontrol.
Así que uno se tiene que reconocer tan incapaz como los gobernantes a la hora de solucionar lo de las listas de espera. Y lo peor de mi caso es que no para de aumentar. ¿Para qué quiero tanto libro que no he de leer nunca? Misterios del vicio, creo.