Frente a la capacidad de abstracción y elaboración de paradojas de Borges, a su rotundo “vértigo intelectual”, Bioy Casares fue un laborioso tejedor de tramas y de narraciones casi perfectas. De entre su obra narrativa hay una pequeña novela, que se lee en un viaje en tren Alicante-Madrid con siesta incluida, y que es mucho más beneficiosa que la mayoría de los best-seller que uno encuentra en el quiosco de la estación. Se trata de Diario de la guerra del cerdo.
Lo curioso de esta novela es que trata de un episodio hipotético y sugerente, una guerra generacional en la que los jóvenes, exaltados por un líder social que lidera un grupo denominado los Jóvenes turcos, se dedican a eliminar a los viejos. Ese es, sin lugar a dudas, el aspecto más vigente del libro, ya que el culto al cuerpo y la juventud es, ahora, mucho más exagerado que en el año sesenta y nueve, cuando publicó el libro.
Lo interesante el texto es que, donde autores como Saramago –el bueno, el que cada día aparece menos por sus libros- harían una novela de la masa mostrando lo sorprendente de la anécdota con tintes de extrañamiento –con el velado tinte pornográfico que hoy se lleva tanto, la recreación espectacular-, Bioy se limita a dejarlo como telón de fondo, apenas deja traslucir un par de escenas violentas, y se dedica en cambio a mostrar como un grupo de viejos viven esa semana de horror. Al autor porteño le interesa más el miedo, la bajeza de sus personajes, el modo en que el protagonista reniega de casi todos sus amigos porque se cree más joven por enamorar a una veinteañera.
Por lo demás hay que decir que la novela se muestra al final bastante convencional, y que los grandes momentos de la misma es cuando, insertadas en la misma trama de la historia, aparecen reflexiones sobre la paradoja que sirve de excusa y telón de fondo para la historia. El hilo argumental se revela, al final, como una previsible historia de amor intergeneracional que, situada frente al enfrentamiento social no resulta especialmente sugestiva.
Y aún así, frente a la gris mediocridad de la mayoría de las novelas que desde suplementos literarios y expositores en las librerías exhiben la indecencia de una industria cultural que ha dejado irse por el desagüe lo que la hacía específicamente cultural, para trastocar el adjetivo en recipiente vacío, sin diferencia alguna con siderúrgica o textil, qué agradable, qué bien escrita, qué buena la novela de Bioy Casares.
Adolfo Bioy Casares Diario de la guerra del cerdo Emecé, Buenos Aires, 2003