15 junio 2007

Buscando genealogías

Ha querido la casualidad que haya coincidido casi en el tiempo la asimilación –que no la lectura, que realicé apenas apareció el libro a la venta de un modo voraz-, del último de los diarios de Andrés Trapiello, La cosa en sí, que hace ya el décimo cuarto de la serie que él ha dado en llamar Salón de pasos perdidos -me está quedando esta frase muy a lo Rafel Conte-, con la lectura de uno de los artículos recogidos en un volumen sobre Vila-Matas –que tiene una presencia importante en esta última entrega diarística de Trapiello. Concretamente con uno que dedicó José María Guelbenzu a Bartleby y compañía en la revista Claves de la razón práctica. En dicho artículo elabora Guelbenzu con su habitual perspicacia crítica y conocimiento del medio la teoría de una posible nueva novela, que discurre por el terreno de la autoficción, y en la que encuadra, además de la novela de Vila-Matas, a Sepharad de Muñoz Molina –que no versa especialmente sobre el propio Muñoz Molina, ahí es donde se ve que a Guelbenzu le va más eso de ir de oídas y barrer para la editorial que le da cobijo- y Negra espalda del tiempo de Javier Marías –al menos esta vez sí, querido Guelbenzu, esta vez sí.
Bien, si el amigo Guelbenzu se diera una vuelta de vez en cuando por una librería, o leyese los folletos publicitarios que se entregan gratuitamente con los diarios nacionales bajo el nombre de Suplementos culturales, conocería la obra de Andrés Trapiello. El primero de los volúmenes de sus diarios se editó en el año 1990, casi diez antes que estos experimentos autoficcionales que él analiza como una nueva tendencia de la literatura. Por encima de la evidente simpleza del razonamiento de Guelbenzu, él considera que lo relevante es la palabra que el autor o el editor coloque bajo el título del libro, ya sea novela o diario, que el resultado en sí de la obra, llama la atención la ceguera con que, en general, actúa la crítica hispana.
Ahora, diecisiete años después de que se iniciase la publicación de esta novela en marcha –lea usted con atención, querido Guelbenzu-, pocos se atreven a negar su importancia. A veces el propio autor se molesta cuando los que tienen los ojos un poco más abiertos le señalan este torrente narrativo como su obra magna, porque estima que parecen querer hurtarle méritos al resto de sus libros. Pero la realidad es que, a fecha de hoy, el monumental diario que se acerca ya a las diez mil páginas –qué contento se pondría Javier Marías de llegar a esas diez mil páginas, él que presume de las mil quinientas de su trilogía- es, sin duda, su obra cumbre. Y va a ser difícil que se le apee de ese lugar porque no tiene visos de perder fuerza aunque van pasando los años.
Cuando Philippe Lejeune elaboró su teorías sobre la autoficción estaba pensando más en una obra en perpetuo cambio, siempre en construcción, como son los diarios de Trapiello. Una novela a la que cada año se le añade una nueva entrega, en la que se toma como referente la vida real del autor para pasarla al completo por el filtro e la literatura. ¿Qué es la literatura? La palabra, la sintaxis, la ficcionalización de lo real. Y eso es lo que sucede en cualquiera de los diarios de Trapiello. Trabaja con materiales reales, pero el resultado no lo es, es literatura, literatura que bebe de la vida, pero literatura al fin y al cabo. Vida hecha con palabras, literatura hecha de vida.
Una de las razones por la que se ha atacado a estos diarios es por su heterodoxia. No son los diarios que alguien escribe cada noche y no retoca nunca, deja que maceren con el tiempo y publica tal cual. No, al contrario, se trata de una obra escrita de un modo consciente, recreando de un modo artístico las anotaciones que el autor tomó a modo de cuaderno de bitácora cinco años antes. Y en la redacción de ese diario puede respetar o no lo que escribió, puede crear y puede callar, pero siempre desde una perspectiva novelística. Trabaja con su vida pero no refleja su vida, sino que la recrea literariamente. Ahí radica la modernidad esencial de toda esta obra. Lo que sucede es que es más sencillo quedarse con la parte superficial del asunto y tildar a la obra de producto decimonónico, como si con ese adjetivo se denigrase una obra -¿alguien se imagina como un insulto decir que algo es “muy siglo catorce”?, es de risa-, cuando realmente se está demostrando la impericia de lector de entender la obra. Hay una expresión castiza muy recurrente, que es la de “le conocerán en su casa” que decimos de modo irreflexivo y algo absurdo, porque no conocer a un artista no es tanto problema suyo como nuestro. Algo parecido sucede con la obra de Trapiello, y específicamente sus diarios. Es más sencillo decir que uno no entiende como un hombre puede escribir ochocientas páginas sobre lo que le ha sucedido en un año, afirmar que hace falta ser muy egocéntrico, reírse de los títulos de los libros porque usan palabras poco comunes, que leerlos con la mente clara y el corazón limpio, que es como debe leerse todo libro para ser justos con él.
Vivimos en una época un poco papanatas, donde se valora la novedad por el mero hecho de ser novedad –como ya resulta difícil que surjan nuevas ideas ahora se habla de tendencias, efímeras y superficiales como las mercancías de un mercado- y cuenta más la publicidad que la calidad del producto. En muchas empresas se gasta más dinero en publicidad y packaging que en fabricación del producto, y así nos va. Si decidimos, todos a una –los interesados en esto de la literatura, se comprende- que ha llegado el momento de asumir la autoficción como uno de los senderos de la literatura del futuro, hagámoslo. A mí me encante conceptualmente porque pienso que es una de las esencias de la literatura desde sus inicios, pero al convertirse en un género reconocido frente a una técnica pasa a tomar más protagonismo. Lo que no me parece de recibo es que hagamos la Historia de la literatura como mejor le viene a un emporio mediático-cultural. Eso de la autoficción se hizo mucho antes que los señores de Alfaguara –y cuando digo señores me refiero a los editores y sus autores- se enterasen de ello.
No sé si es ésta la crítica que Andrés esperaba de su diario –me hizo mucha gracia comprobar leyendo uno de los diarios de García Martín, más ortodoxos pero no menos buenos, que la manía de Andrés de decirte cómo debes hacer la crítica de sus libros no es algo que se reduce a mí- pero sí que me parece una crítica justa, y más cuando lo de la autoficción es ya una realidad y le andan buscando padres, legítimos o no, por todas partes.
Andrés Trapiello La cosa en sí Pre-Textos, Valencia, 2007