21 abril 2011

Boedismo zen


Uno de los grandes temores de todo lector pasa por conocer a los autores a los que admira. Lo mejor es mantenerse alejado de los ídolos de uno, porque en seguida se deshacen. Por eso, conocer a Fabián Casas ha sido una alegría doble. Primero por el placer de leerlo, luego por la alegría de tratarlo y comprobar que es, incluso, mejor persona que autor.
Lo que no es poco, porque es un autor verdaderamente único. Yo comencé a leer a Casas casi de refilón, porque en no se qué antología leí alguna cosa suya que me gustó y en seguida intenté hacerme con sus libros. No deja de ser curioso que de los tres primeros libros que tuve de Casas, dos no estén estén ya en mi poder, sino que han pasado a ser propiedad de su editora española, a quien se los pasé cuando me preguntó a qué autor argentino podía editar para continuar con el sendero exitoso que abrió con la edición en España de Las teorías salvajes. Por suerte, cuando le escribí a Fabián para comentarle que le había pasado a la editora los libros e intentar concertar un encuentro entre ellos aprovechando su viaje a la feria de Frankfurt, él mismo se ofreció a enviarme los ejemplares de Los lemmings y Ocio que yo había regalado. Así los puedo releer con cierta frecuencia.
Para mí fue un shock leer la poesía de Fabián. Primero porque para mí, en aquel momento, muchos de los giros, de los modismos y demás argot que usaba hacían ininteligible para mí esos versos. Quizás fue eso lo primero que me llamó la atención de su obra, la constatación de que cuando somos más naturales, cuando escribimos desde el lenguaje de nuestro día a día somos más herméticos e incomprensibles. En realidad, este registro de la escritura es algo afectado, y Casas entendió eso desde el primer momento en que comenzó a escribir poesía: la expresión de los sentimientos no puede, nunca, pasar por el filtro de la retórica, de lo literario, que no hace sino enmascarar el verdadero latido del poema.
La lectura de los cuentos de los Lemmings fue, también, de una intensidad inusual. En esos relatos, que aunque independientes dibujan una suerte de tejido común que se asemeja, mucho, a una novela de la educación sentimental en la calle y el camino de la infancia a la madurez -algo que refuerzan los apéndices del libro, que no hacen sino hacer más evidentes los hilos que unen las narraciones- había mucho más que literatura. En cada página uno podía sentir el pálpito de la vida. Tras esos relatos uno podía intuir recuerdos, vivencias. Cuando he hablado con Fabián de ellos me ha hablado de que algunos le han llevado diez años de reescrituras, de dudas, de ir sacando de ellos todo lo que oliese a retórica. Por eso me interesan especialmente los relatos de Fabián Casas, porque, frente a la costumbre que de tan interiorizada no se es consciente del lector común de exigir verosimilitud o a la actual tendencia editorial y crítica de defender todo texto mediante su condición de documento verdadero, en sus narraciones se escribe desde la verdad. Todo es verosímil en la narración, sí, uno sabe que muchos de los hechos que sirven como anécdota argumental han sucedido, sí, pero va más allá. Y ese más allá es lo que a mí me interesa de su literatura.
Ocio es, en realidad, la construcción de una narración de más largo aliento, de una novela, usando los materiales que hasta ese momento habían aparecido de forma dispersa en sus poemas y cuentos. Y Los veteranos del pánico, escrito durante la estancia en la Universidad de Iowa con una beca, una especie de bitácora de la transformación de lo vivido en literatura. Por eso los dos libros de narrativa, visto siempre de una manera purista, de Casas, están indisolublemente unidos, soldados. Los unen remaches, se ve que comparten muchas piezas y por eso no hacen sino reforzarse el uno al otro. Y son, además, la plasmación casi milagrosa de las ideas que se desarrollan o van cobrando sentido en sus ensayos.
A día de hoy tan sólo se ha publicado un libro, los Ensayos bonsái, pero está a punto de aparecer los Breves apuntes de autoayuda, que es el segundo de los libros ensayísticos de Casas. Allí, además de textos donde puede dar rienda suelta a los que han sido sus referentes estéticos y que le han convertido en lo que hoy es, se encuentran reflexiones más que interesantes sobre su concepción de la escritura. Por un lado, uno aprecia desde el comienzo la profundidad y variedad de sus lecturas, de hecho Los lemmings se abre con una cita de Schopenhauer, pero Casas sabe que más allá de la relevancia de los argumentos de autoridad, lo importante es qué se hace con las referencias. Por eso los Ensayos bonsái se abren con una cita de Dave Duchovny donde habla de un concepto relacionado con el arte del tiro con arco: el hamartia. Dicha idea tiene que ver con el modo en que se falla. Para que nos entendamos, como siempre dice Casas, en el momento en que uno está cómodo, en que sabe lo que está haciendo y puede sacar adelante lo que tiene entre manos tirando de oficio, es el momento en que se debe abandonar el proceso creativo. La creación debe ser, y es algo que comparto, un territorio inseguro, movedizo, en el que uno se sienta al borde del ridículo, sentir vergüenza... Uno debe crear en la incertidumbre.
Quizás por todo eso no dudé ni un segundo en usar como cita unos versos que encontré cuando releía Oda mientras escribía mi novelita. Me gusta pensar que, del mismo modo en que Fabián piensa que la creación es una actividad colectiva en la que uno participa, yo podía sembrar en mi texto esa honestidad para que germinase en él. Robarle, aprovecharme de su creación para nutrir la mía. Todo eso más o menos se lo dije cuando, finalmente, nos conocimos en persona. Fue en el funeral de Fogwill. De hecho, para mí, es lo único bueno que trajo aquello, que por azares del destino coincidimos Fabián y yo en la cafetería de la Biblioteca Nacional, le hablé de mi admiración por su obra y le prometí enviarle esa novelita en la que había usado un injerto suyo con la esperanza de que creciera robusta y sana.
Lo que más me alegra de que lo estén editando en España es que ahora muchos podrán sentir la misma alegría que yo al leerlo. Sólo por eso, creo que se debe dar las gracias.