20 abril 2011

De un tiempo, de un país

Carlos Giménez, sentado,
junto a algunos de los compañeros de la época de Los profesionales:
Suso Peña, Adolfo Usero, Esteban Maroto, Víctor de la Fuente y Luis García.

Yo tuve mucha suerte de niño. Uno de mis amigos de la infancia era hijo de un dibujante de cómic: Rodrigo Hernández Cabos, autor de Octubre, 1934. Así que, desde muy niño, pude llevarme a casa los cómics que mi amigo Rodri tenía en su habitación, que habían sido de su padre, y, casi sin darme cuenta, fui conociendo verdaderas maravillas como la obra de Carlos Giménez. Con el paso de los años incluso le he conocido y tratado, poco la verdad, y llegué a hacerle una extensa entrevista para una revista de circulación gratuita que se debió quedar olvidada en el disco duro del ordenador que usaba entonces. Recuerdo, de ese trato que he tenido con Giménez, dos cosas. Por un lado su inagotable conversación. Carlos Giménez es capaz de monopolizar una cena con un hilo de anécdotas que va desgranando mientras se le queda la comida fría. Por otro su afán de fijar la verdad. Cuando me acerqué hasta su piso en la calle Atocha para hacer la entrevista me sorprendió sacando una grabadora que puso junto a la mía para asegurarse de que yo no escribía nada que él no hubiera dicho.
Si explico todo esto es porque, aunque pienso que las adaptaciones que hizo en álbumes como Hom o Koolau son obras maestras en lo tocante a narración visual, su verdadera aportación a la Historia del género se debe buscar en sus álbumes más o menos autobiográficos. He tenido discusiones enormes con dibujantes y guionistas que, por ejemplo, siguen enfervorizados a autores tan interesantes como Julie Doucet, Dupuy y Berberian o Dabid B., pero que reniegan del legado de Giménez, cuando la obra en conjunto y el enfoque de la misma, hace evidente que los ciclos Paracuellos, Barrio, Los profesionales, Sabor a menta o Historias de sexo y chapuza, incluso la veta de cómic social de España una, grande y libre o Cuentos del año 200o y pico son piezas de tanto o mayor calado y profundidad.
Carlos Giménez ha sabido convertir sus experiencias y las de los que lo rodearon, en tebeos de imborrable belleza, que supuran vida en cada viñeta y que, además, han sabido fijar un periodo de la Historia como muchos otros no han podido. Por eso la labor de recuperación que está llevando a cabo DeBols!llo para poner al alcance de todos los bolsillos su obra resulta doblemente encomiable. Comenzó hará un año con la edición de Todo Paracuellos, continuó con ese intrépido 36-39 Malos tiempos, y ahora se consolida con Todo Los profesionales. A la vuelta del verano, parece ser que llegará, también, Todo Barrio.
Si uno analiza con detenimiento la cronología de la aparición de Paracuellos, Barrio y Los profesionales, cuyas ediciones se intercalan con Hom o Koolau, se puede comprender que muchos de esos álbumes comenzaron a gestarse antes de la llegada de la transición. Si a eso le añadimos la labor de comentario crítico de los hechos de relevancia políticos y sociales que se publicaron en El Papus y forman España una, grande y libre, permite hacerse una idea clara de la relevancia de los años setenta en el desarrollo de la labor de Giménez. Porque los años setenta fueron, sin duda, quizás los de mayor intensidad política y mayor compromiso de nuestra historia reciente. Quizás los que celebran la Transición como un éxito lo hacen desde la perspectiva de haber logrado, finalmente, anestesiar el sentimiento político de la sociedad española, habiendo transformado a un grupo de ciudadanos en un nicho de consumidores.
Con todo, lo más llamativo de los álbumes biográficos de Giménez es que no han perdido crudeza ni contundencia con el paso del tiempo. Si uno lee Paracuellos se observa un progresivo tono más relajado, y es porque, como el propio autor confiesa cuando le preguntan, él no sabía cuánto tiempo podría dedicarle a cada proyecto, así que comenzó por lo más doloroso, lo que necesitaba purgar de modo más urgente. Todo lector percibe que hay más crueldad, más angustia en los dos primeros álbumes. Noventa planchas que, incluso, destacan por su diseño abigarrado. Hay muchas viñetas, son muy pequeñas, y aún así están dibujadas con un detalle y una fuerza sobrecogedoras. Hay tanto que contar en esos dos primeros álbumes que ni siquiera la importaban factores como el tamaño de la plancha, postergar el efecto al final de cada línea de viñetas o de la página. Hay tanto lastre, tanta basura que limpiar en los dos primeros álbumes de Paracuellos, que sólo importan los hechos, la narración, fijar una memoria que, precisamente por el dolor que acumula, debe ser recordada. La sobriedad del blanco y negro, su fuerza expresiva y la contención en la experimentación gráfica, hacen de estos dos álbumes una apuesta decidida por escoger un vehículo sobrio y directo, conocedor como era Giménez del escalofriante poder de las anécdotas que estaban detrás de sus historias.
Los otros cuatro álbumes, que se producen ya a partir del año 2003, mantienen el mismo universo y no olvidan el dolor de los niños que se vieron obligados a vivir en los centro del Auxilio Social de la Falange, pero sí permiten que entre el aire, que además de la crueldad de muchos de los responsables de dichos centros aparezcan historias de amistad e, incluso, de bondad.
En ese sentido, la reedición en un solo volumen de 36-39 Malos tiempos es, también, reveladora. Muchos podrían haber pensado que Giménez se había deslizado al costumbrismo, que había olvidado el rotundo compromiso ético y político que, por ejemplo, destacó de Vázquez Montalbán a la hora de ensalzarle. Pero la reedición en DeBols!llo ha servido para recordar lo que los seguidores teníamos muy presente: en ningún momento se permite Carlos Giménez bajar la guardia y jamás permite que haya una grieta por la que algún oportunista pueda cuestionar su obra. Giménez, y lo demuestra en los cuatro álbumes de este ciclo, prefiere ser señalado por cuestiones ideológicas -por aquellos que no comparten su ideario- pero jamás se le podrá cuestionar desde posiciones ética o morales. Ahí reside la verdadera fuerza de su obra.
Pero, sin duda, por razones posiblemente muy subjetivas -quizás por la angustia de Paracuellos, en la que uno no se puede quedar-, de siempre ha sido Los profesionales la obra que uno ha preferido de todas las suyas. Por un lado porque era la más humana, por así decirlo, de ellas. Ya en su momento cuando, como él mismo ha contado, se reunió con los que fueron sus compañeros en la agencia de Josep Toutain, Selecciones ilustradas, y comenzó el proyecto, sabía que le daba para varios álbumes. Y, también, porque es una serie en la que, de un modo extraño, se destila el amor que siente el autor por cada uno de los personajes que son, además, sus amigos y compañeros. Por ejemplo, cualquier que lea estos álbumes tendrá una total seguridad del amor y cariño que Giménez les tiene a Adolfo Usero o Josep María Beà, sin ir más lejos. En Los profesionales hay una muy inteligente crítica hacia la dictadura, hacia el sinsentido en que obligaba a vivir a los españoles de entonces, pero la manera en que eso se conjuga con la vida de cada uno de los dibujantes, con las bromas y novatadas que se gastan y sus deseos y miserias es fascinante. En Los profesionales, como en Paracuellos, hay, sí, denuncia, pero sobre todo hay vida. Y esta persiste, sobrevive, más allá de aquella. En Paracuellos no hay espacio para el humor, para la risa. Como mucho hay un hueco para la camaradería, el cariño o el amor. En cambio, es prácticamente imposible no romper a reír en muchas de las páginas de Los profesionales. Y no porque el tono sea más blando, sino porque hay otro modo de enfocar esas historias.


Además, y en ese sentido es determinante, en Los profesionales puede ser que esté el narrador gráfico más suelto e intenso de toda la obra de Giménez. O, dicho de otro modo, ya ha llegado el momento en que el narrador, Pablito, llega a su madurez, y su autor, Giménez, traslada esa madurez a su estilo. En Paracuellos la historia está por encima de todo, más allá de la destreza en la narración, en Barrio es el costumbrismo y esas mismas historias las que se imponen, pero en Los profesionales la diagramación, la distribución de la página, el modo en que se narra, debe ser ya el del profesional maduro que protagoniza o contempla las historias. Por eso en estos álbumes se aprecia el cuidado hasta el detalle en cada escenario, en las referencias constantes y los homenajes que se van deslizando y, sobre todo en la fuerza gráfica de las planchas. Aquí sí es determinante qué viñeta es la primera de la plancha y cuál es la última, cómo se engarzan las historias, que van pasando de las seis u ocho planchas a dieciséis con total soltura. El montaje de narración e imágenes se acompasa a la perfección. En cada uno de estos álbumes se ve a un narrador que va creciendo, que asume retos, que no tiene miedo a incorporar personajes o desecharlos siguiendo las necesidades de la historia. Hay una naturalidad y sabiduría en cada plancha que va enamorando al lector. Como en la vida, todo cuadra, todo va encajando del modo más natural y preciso.
Y en ese sentido es paradójico el álbum que cerró la serie original y que, junto con los dos álbumes más realizados ya en la primera década de este siglo y que completan las anécdotas de entonces, sirve también como cierre de este volumen: Rambla arriba, rambla abajo. Es un álbum concebido de modo completo, las setenta planchas que lo componen funcionan de modo unitario. En realidad, se trata de un sencillo paseo por las Ramblas, con todo su paisanaje, que aparece retratado siguiendo el ejemplo del París de La educación sentimental, con un continuo detenerse en el detalle y la representación de todos ellos como un fresco total, que permite hacerse una idea bastante clara de lo que fueron aquellos años en la ciudad condal. Llena de pasajes imborrables, como la discusión del matrimonio anciano, las explicaciones del abuelo al nieto sobre la crueldad de la lucha por la vida o la del viejo que se obliga a asumir su mendicidad, en ella el ya entrañable alter ego de Giménez, Pablo García, sirve tan sólo como hilo conductor para la narración que refleja un país que no cabe ya en los estrechos corsés que el régimen quiere imponerle. La vida sexual y sentimental, la política, todo se da la mano en un álbum que fue diseñado con una pericia asombrosa. Si uno se fija en su lectura podrá ver como las viñetas se van haciendo más grandes a medida que avanza la narración. Al inicio son más pequeñas, hay más viñetas por plancha y al final las viñetas ocupan toda la página con total libertad. En ese sentido hay que decir que es en el formato y en la necesidad de adaptar las planchas originales al formato de la edición, donde puede encontrarse el único punto débil de esta edición, y eso se hace más palpable en este último álbum. Con todo, reparando en las numeraciones de las planchas, uno puede hacerse una idea muy aproximada de lo que quiero decir: las viñetas van haciéndose más libres, más abiertas, como los deseos, anhelos y las realidades de un país que, asfixiado ya, tan sólo quiere libertad. La identificación final entre las palomas y los pasquines no hacen sino intensificar esa lectura.
Los profesionales es mucho más que una curiosidad biográfica o un documento histórico, es sobre todo uno de los momentos culminantes del cómic. Y tenerlo en un sólo volumen y a ese precio un lujo para todo el que tenga la fortuna de poder disfrutarlo por primera vez.