15 abril 2011

Malas noticias para los buenos lectores

Me acabo de enterar que ha muerto Miguel Martínez-Lage y me ha entrado una angustia terrible. Porque Miguel, con el que uno conversó largo y tendido apenas tres o cuatro veces, era una de esas personas insustituibles dentro de un ecosistema literario eficiente, o sea: para que esto no sea un desastre. Era uno de esos traductores capaz de encarnar en su trabajo lo mejor y lo peor de la profesión: la devoción absoluta hacia los textos que reverenciaba y que traducía como nadie y las faenas hechas de mala gana por cuestiones meramente alimenticias. La diferencia de Miguel con el resto de los profesionales de ese medio es que no le dolían prendas a la hora de reconocer ese tipo de cuestiones. Él lo veía como un mal menor de una profesión muchas veces ingrata y que, en realidad, valoran tan sólo los que se han enfrentado a la complicada labor de ceder la voz de uno para transmitir las ideas de otro.
A mí este blog me ha dado muchos problemas, pero me alegro de haberlo comenzado y alimentado por las alegrías que, también, han venido con él. Una de ellas fue un post donde, de pasada, se mencionaba una aguda crítica que Miguel Martínez-Lage publicó en una revista virtual de la que él era uno de los responsables, La casa de los Malfenti, había hecho sobre la más que cuestionable traducción de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand que se editó en Acantilado. Yo allí daba a entender que era ese el origen del encargo que el editor de dicha editorial, Vallcorba, le había hecho a Miguel de su monumental traducción, que le valió el Premio Nacional de Traducción en 2008, de La vida de Samuel Johnson. Pues bien, a raíz de dicho post se puso Martínez-Lage en contacto conmigo para explicarme el verdadero origen de dicha traducción que no era el que yo, fungiendo de intrépido y astuto comentarista editorial, había sospechado y, error mío, difundido.
Miguel me explicó que esa traducción era un encargo de una editorial que, finalmente, no puedo editarlo. Él le había dedicado tres años a la traducción y se había encariñado con ella, entre otras cosas porque él era consciente de que el resultado estaba siendo especialmente bueno. Así que, con la traducción concluida, fue llamando de puerta en puerta a varios editores en busca de que alguien la sacara a la luz. Hay que decir en favor de Vallcorba que él dijo sí y que ahí está, en una de esas ediciones medio suicidas de libros enormes que tan buen resultado le dan. Hay que decir, por otro lado, que en los mails de promoción del libro apenas se indicaba el nombre del autor y que, como el propio Miguel me dijo, jamás nadie le invitó a la presentación del libro ni nada parecido.
A raíz de esa conversación se fraguó una amistad intermitente, ocasional, porque creo que en eso Miguel y yo éramos más o menos parecidos y cuando nos veíamos nos dudábamos en charlar con un cigarro y una copa de por medio, pero tampoco teníamos la costumbre de andar llamando o escribiendo para ver qué tal podía andar el otro. Yo siempre bromeaba con él diciéndole que, quizás, era el autor al que más veces he leído, porque no tengo calculados de modo preciso todos los libros que han pasado por mis manos con la traducción firmada por él. Cada una de las veces que nos vimos recuerdo haber pasado un rato estupendo. La foto que ilustra este pequeño homenaje se la hice en Teruel, en el acto de entrega de los premios nacionales, al que me invitaron los amigos de Contexto. Él me vio cámara en mano y luego me pidió un par de tomas con su familia, que lo acompañaba allí.
La última vez que nos vimos fue, creo, en el acto de entrega del premio Alfaguara a Rivera Letelier. Nos fuimos al bar que está junto al edificio de Santillana y estuvimos un rato bromeando. Yo el dije que me había encantado su traducción de ¡Absalom, Absalom! y que siempre le preguntaba a Santiago Tobón, el editor de Sexto Piso, por esa locura que era la Biblioteca Gaddis.
Y, bueno, hace media hora que me he enterado de que, con sólo cincuenta años, se ha muerto. Todavía no me lo creo, la verdad. No quiero creérmelo, de hecho. Me he sentido obligado, eso sí, a escribir todo esto. Por el respeto que le tenía y porque me parece que hemos perdido algo importante.