¿Hay vida más allá de la muerte? Sí, a tenor de lo que nos cuenta Rodrigo Fresán en una novela intensa, única, llamada Mantra. En el prólogo de la edición ¿definitiva? de La velocidad de las cosas, editada por Debolsillo –lo siento por el diseñador del logo, pero no estoy por la labor de respetarlo-, dice que Mantra relata el modo en que los muertos contemplan a los vivos. Para contemplar hace falta estar vivo, o al menos actuar como si uno lo estuviese.
Esta novela, que en realidad alberga tres –bueno, dos y un esbozo-, nace de la fascinación que el escritor –el fan, en realidad-, observa a México. Una fascinación que todos sentimos, porque el país azteca se nos aparece como un enigma permanente, indescifrable, cuyo secreto tal vez sea que no se puede desvelar, que no tiene solución. La gran narrativa mexicana ha convivido con la muerte –ahí está la obra de Juan Rulfo como botón de muestra- y Fresán, que es antes que ninguna otra cosa un consumidor voraz de cultura, lo sabe. No deja de ser curioso que este libro fuera, en principio, un encargo para una colección de libros de viajes. Y ese libro murió, se convirtió en un cadáver que desde el otro lado se le fue apareciendo a Fresán para convertirse en Mantra.
Los Mantra son el eje en torno al que gira el libro. La primera de las historias es la de un hombre aquejado por un tumor que sólo le permite lo que en un principio parece ser recordar, y que pronto se vuelve prueba de existencia, que es la figura de Martín Mantra, un compañero mexicano que apareció en la clase del enfermo y que, finalmente, entendemos que es el tumor en sí que está creciendo en su interior. Ese niño, niño prodigio con un encéfalo hipertrofiado, es el hermano de Marie Mantra, la pareja de un muerto obsesionado por los luchadores enmascarados, que se acaba tornando uno de ellos –como don Quijote- y que descansa en la ciudad de los muertos, que según la mitología azteca está bajo la ciudad de Tenochtitlán; esa es la segunda novela. La tercera, apenas esbozada, nos habla de un androide –un replicante, un robot- que vuelve a Tenochtitlán del Temblor –nuevo nombre del DF- para buscar a su padre tras habérselo prometido a su madre computadora –los ecos de Pedro Páramo son evidentes.
Basta con leer este pequeño esbozo para entender la ambición del libro de Fresán, y lo más importante es que esa desmedida ansiedad está diluida en medio de una narrativa subyugadora, que va destilando poco a poco un mundo único, cargado de referencias, que le da un sabor único. Fresán es uno de esos autores “mediáticos” según Tabarovsky llegaron a las librerías argentinas en medio de una ola de mercadotecnia y aprovechando una estela de publicidad y facilidad que los aupó como éxitos, y autores de referencia pese a su escasa calidad. Yo creo que, en esa valoración –y digo esto pese a estar muy de acuerdo con todo lo expuesto en Literatura de izquierda-, Tabarovski yerra, quizá llevado por su idea de relacionar la investigación con el lenguaje con el riesgo creativo. Fresán es como uno de esos enormes circos de tres pistas que están en constante gira por el mundo. Fresán sabe que al lector de hoy en día le llegan estímulos constantemente, y sabe que uno de los modos –tal vez no el único, pero sí el más efectivo- es tenerlo constantemente entretenido con varios niveles de lectura, de referencias, de acciones. Y en medio de ese aparente caos que el maneja con acierto va, poco a poco, trasladándose el mensaje de su obra. Radicalmente posmoderno en ese sentido –o, como prefiere Vicente Luis Mora en su Luz nueva, no-moderno- es, al mismo, tiempo, un autor con un pensamiento fuerte, capaz de transmitir al lector un pensamiento y unas sensaciones únicas. Fresán, lejos de quedarse en la anécdota divertida o resultona, ambiciona una literatura total, que admite en su interior todas las formas de cultura, alta y baja –revisar una vez más a Eco en sus ensayos, la narrativa no, por favor-, porque de ese modo puede crear recreando –como hace un músico electrónico con sus samplers- y añadiendo nueva luz no sólo a su texto, sino a aquellas referencias de las que bebe. Además Fresán no engaña, da sus recetas, lo hace al explicitar las referencias que aparecen en cada libro –esos epílogos entre culturetas y freakies, tal vez signifiquen lo mismo, llenos de nombres propios- y en las mismas estructuras de sus libros, que aparecen explicitadas de un modo casi continuo en la narración.
Leyendo de ese modo Mantra podríamos ver que la primera parte funciona como una metástasis en la que el tumor, Martín Mantra, va apoderándose del narrador, la segunda es un Vademécum o un libro de anatomía –textos con afán enciclopédico- en el que se ordenan alfabéticamente los distintos aspectos de la enfermedad del narrador, contados siempre por su doctora, Marie Mantra, que le va poniendo al tanto de la enfermedad que tal vez ella misma le ha inoculado, le va permitiendo conocerla. La tercera parte está contada por un ser que no puede enfermar, una androide, que viaja a la búsqueda de un padre muerto a un lugar que ya no existe, que tal vez nunca haya existido. Los caminos de la muerte son inescrutables, parece decirnos Fresán, pero están ahí al alcance del lector que transite por esta novela que es la hermana gemela de un libro muerto, un clon mejorado que nos abre a un mundo único, donde comenzar a tomar contacto con lo que más tememos: observar a los que siguen vivos desde la muerte, y sentir el dolor de no poder estar con ellos.
Rodrigo Fresán Mantra Mondadori, Barcelona, 2001