15 febrero 2006

Publicar

Cada cierto tiempo sucede más o menos lo mismo. Alguien, con la intención de evidencir la nula capacidad de los editores de seleccionar los títulos a editar, les juega la misma mala pasada: enviar un texto de un autor de prestigio con el nombre cambiado para ver si la editorial se anima a publicarlo o no. Como gracia está bien, da para reírse en los corrillos y un par de ladillos en las paginas de los periódicos.
Uno de los casos más famosos fue el sucedido en 1992 -¿catorce años ya desde el mítico año?- cuando alguien envió un manuscrito de un libro de Marguerite Duras que Gallimard reedita periódicamente. Se trata de L'aprés-midi de M. Andesmas. Los autores de la broma-estudio hicieron una copia mecanografiada del texto y lo presentaron bajo el nombre Margot et l'important y firmado por un tal Guillaume P. Jacquet. Los cambios fueron mínimos, tan sólo los nombres de los personajes: Valérie se transformó en Margot y Michel Arc pasó a ser Michel Papin.
Las editoriales que quedaron en entredicho fueron tres. POL deniega la publicación del manuscrito basándose en problemas de línea editorial: "Desgraciadamente, ya que nuestra producción es muy reducida, nos vemos obligados a tener criterios muy restrictivos. Y el libro nos ha parecido que no se ajusta a lo que buscamos para nuestras colecciones". La nota de Editions du Minuit es más escueta: "Le devolvemos el manuscrito, que, desgraciadamente, no entra dentro del marco de nuestra política de publicaciones". La que salió peor parada de la inocentada gur Gallimard, que son los editores del libro pese a no identificarlo, y en su carta alegan que "el informe de nuestros lectores no ha sido favorable. Por tanto, no podemos retener la obra ni tan sólo para futuros programas editoriales".
Y hubo risas.
Leo hoy en La Vanguardia -ya saben, el periódico que hay que leer los miércoles- que en el Sunday Times londinense han vuelto a la carga enviando primeros capítulos de autores como Naipaul o Middleton atribuyéndolos a desconocidos a una veintena de editores y agentes. Nadie reconoció a los verdaderos autores y tan sólo una agente mostró interés por el texto de Middleton. Por supuesto, los autores plagiados han señalado la falta de olfato editorial.
Y ha habido más risas.
Pero, como casi siempre sucede con los medios de comunicación, en los que trabaja gente no muy brillante en la mayoría de los casos, la verdad, las conclusiones son, como casi siempre, las erróneas. Lo único que señala toda esta historia es que lo que se publica se hace por el nombre que aparece en la portada del libro. Porque tienen nombre publican muchos autores -y los que no lo son también como en el caso de Ana Rosa- independientemente de la calidad del texto. De hecho, lo único que a mí me queda claro de todas estas historias es que tanto el texto de la Duras, como el de Naipaul o el de Middleton no son textos comerciales, que es lo que buscan, sobre todo, las editoriales.
Sacar la conclusión de que los editores no publican esos textos por no considerarlos buenos es demasiado ingenuo. Muchos editores saben que el manuscrito tiene calidad, pero consideran que no se vendería ni regalándolo, y como se da el extraño caso de que las editoriales son empresas -dirigidas por personas con la fea costumbre de comer y pagar facturas- lo que se busca es hacer negocio, vender, y la mayoría de las veces los libros que venden no son los de calidad. Lo del editor preocupado por la cultura está bien, pero es uno de esos tópicos que están más gastados que lo de "las perlas de tu boca".
Por eso los informes de lectura de las editoriales tienen dos baremos, el de la calidad literaria y el de la salida comercial, es algo que toda persona que haya trabajado en este mundillo conoce. Puede ser que los informes de lectura fueran buenos en el aspecto literario pero señalaran lo inviable mecantilmente de la publicación. Ese es el asunto de toda esta historia, y de donde se desvía la atención echándose las manos a la cabeza diciendo que una editorial tiene una función cultural. De ser así no acaba de entender uno que las editoriales que mejores arqueos tienen sean las que publican a Dan Brown, Katherine Neville, Ken Follet y un largo etcétera de charcuteros de la literatura -dicho sea con todo el respeto del mundo a los charcuteros de verdad que me cuidan muy bien cada vez que voy a comprar cuarto y mitad de cerdo. De todos modos, por encima de todo est hay que decir que la enorme mayoría de libros que se publican son perfectamente prescindibles, así que no sabe uno si entristecerse porque no hagan caso los editores más a menudo a los informes que pagan -mal, pero pagan- de los originales.
Por oro lado hay muchas risas con lo de que no se conozca a los autores. Parece ser que los señores periodistas que hacen estas, llamémosles, encuestas sí que leen todo lo que se publica. Esa debe ser la razón de que escriban tan bien, de que nunca confundan un libro de cuentos con una novela, de que hablen de la adaptación al cine de la "novela" de Shakespeare tal o cual -lo que me recuerda la novela de Borges que estaba leyendo Menem o del seguimiento que hace Sofía Mazagatos a Vargas Llosa-, y mil perlas más que lee uno no ya en la sección de deportes, donde con leer la alineación de cada uno de los equipos es suficiente -como para el atacante en el campo es suficiente con "leer la defensa" del contrario que debe ser de lo poco qu leen muchos jugadores de fútbol de este país a tenor de como se expresan. Ha trabajado uno en varias editoriales a lo largo de su vida, y nunca le exigieron aprenderse algo más que los títulos del catálogo, como es lógico y normal, puesto que con eso es suficiente para desempeñar el trabajo con eficacia. Pero bueno, parece ser que, desde hoy, en Gallimard obligan a todos los lectores a leerse todos los libros de la editorial antes de darles un solo original para hacer un informe. La media de edad de dichos lectores debe andar por los sesenta, y eso si han llegado porque han tenido que dedicar mucho tiempo a leer todo el catálogo y no han tenido tiempo de trabajar y hace ya tiempo que se murieron sus padres y agotaron la herencia. Eso sí, si se les presenta un libro de la Duras seguro que lo reconocen en la tercera línea. La verdad es que estas noticias auguran un futuro prometedor para la profesión de lector editorial: sesenta euros por la lectura de un original y un informe después de haber leído los cincuenta títulos que edita por año la editorial, multiplicado por los casi cien años que tiene... Hagan cuentas.
Y, por encima de lo absurdo de todo lo comentado lo más preocupante, aquello que los autores, en su torre de edolatría, no querrían nunca reconocer: que tal vez el problema radique en que los libros en cuestión no son nada del otro jueves, que son malillos, vaya, y que si los han llegado a publicar es porque tienen el nombre que tienen, de no ser así otro gallo cantaría. Pero reconocer eso... nunca.
Me contaba el otro día un amigo que hay un escritor que publica con seudónimo, un autor español que ha vendido muchas ediciones de su primera novela, anda ahora negociando con los editores un anticipo de doscientos mil euros para la segunda. Y que impone la condición de usar un nuevo seudónimo y se niega a dar una sola entrevista o que se use para la promción referencia alguna a su nombre real o a su anterior seudónimo. Y no entiende por qué el editor le dice que no, que si él da ese dinero es para que se venda el libro, no para hacer el camelo. Pero claro, el autor debe ser como los periodistas de las bromitas, que piensa que el editor está en esto porque le preocupa la cultura, sin darse cuenta de que si estuviera más preocupado por eso no le habría publicado ni la primera novela, que es atroz, aunque, eso sí, le soltaría los treinta y tres millones de pesetas por amor al arte. No te jode.