24 febrero 2006

Todos los señoritos

No acostumbro, lo debo reconocer, a contar entre mis lecturas las obras de Javier Marías. Me aburren, me parecen vanas y huecas, mera retórica. En su momento, con mis tiernos diecisiete añitos, leí esas novelas que tan bien se vendían y de las que tanto se hablaba: Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. Las pedí prestadas del lugar más parecido al paraíso que conocía por entonces, la biblioteca municipal del centro cultural Buero Valllejo en la calle Boltaña -perdón por la emulación borgiana, pero es sincero. Y he de reconocer que, si bien no llegó a fascinarme como a algunos de mis amigos, que siguen teniendo a Marías como uno de sus popes y modelos, sí que me entretuvieron y aprecié el oficio que, después de veinte años escribiendo novelas, había conseguido este hombre.
Pero, pasado un tiempo, cayó en mis manos de nuevo Corazón tan blanco y releí el comienzo de la novela, y casi me da un patatús. No por lo que cuenta –si uno reduce de un modo escueto la trama de la novela está ante un culebrón de clase alta de esos que en la franja del mediodía dan para varios meses de peripecias- sino por lo abracadabrante del estilo. ¿Es necesario realmente barroquizar todo hasta el extremo para justificar un estilo? En el caso de Marías sí, porque aunque yo piense que para decir que la niña se pegó un tiro en el corazón no hace falta ir describiendo una por una las prendas que aparta –por cierto, ¿por qué las aparta?- y colocarse como narrador en un lugar tan rebuscado para poder construir esas frases ampulosas que dan un aire de escritura trabajada cuando no son más que sintaxis retorcida y poco meditada –es más difícil escribir claro y límpido como hace Cervantes que alambicado y pretencioso como hacía Cela, que en esto era un cuco, porque así al lector medio le da la sensación de que está leyendo algo “muy complicao” y está muy orgulloso de entenderlo, y el catedrático piensa que su deber moral es decodificarlo para los simples mortales, y así tiene para varios libros.
Pero, si hay algo que con el tiempo me ha molestado más de Marías ha sido su aire de señorito progre que no se rebaja, así lo maten, a ser como el hijo del vecino. Y que escoja esa actitud hacia él me parece muy respetable, pero que intente arrimar el ascua a su sardina con todo escritor que se tercie sí que me molesta bastante. Eso, más o menos, hace en un pasaje de su libro Vidas escritas que he leído, de rebote, en el blog El lamento de Portnoy:
Quiere la leyenda cursi de la literatura que William Faulkner escribiera su novela Mientras agonizo en el plazo de seis semanas y en la más precaria de las situaciones, a saber: mientras trabajaba de noche en una mina, con los folios apoyados en la carretilla volcada y alumbrándose con la mortecina linterna de su propio casco polvoriento. Es un intento por parte de la leyenda cursi de hacer ingresar a Faulkner en las filas de los escritores pobres y sacrificados y un poquito proletarios. Lo de las seis semanas es lo único cierto: seis semanas de verano en las que aprovechó al máximo los larguísimos intervalos que le quedaban entre una paletada de carbón y otra a la caldera que tenía a su cuidado en una planta de energía eléctrica. Según Faulkner, allí nadie lo molestaba, el ruido continuo del enorme y viejo dinamo era "apaciguador'' y el lugar "cálido y silencioso''.
De lo que no cabe duda es de su capacidad para abstraerse en la escritura o en la lectura. El empleo en la planta de energía eléctrica se lo había conseguido su padre después de que lo despidieron de su anterior puesto, administrador de la oficina de correos de la Universidad de Mississippi. Al parecer, hubo algún profesor que elevó quejas razonables: la única manera de obtener su correspondencia era rebuscando en el cubo de la basura de la puerta trasera, donde con frecuencia iban a parar directamente, sin abrir, las sacas recibidas. A Faulkner no le gustaba que le interrumpieran la lectura, y la venta de sellos decayó alarmantemente: a modo de explicación, Faulkner dijo a su familia que no estaba dispuesto a levantarse continuamente para atender a la ventanilla y mostrarse agradecido con cualquier hijo de perra que tuviera dos centavos para comprar un sello.
Pues supongo que sí, que el problema de este hombre es que sabía, desde muy niño, que la literatura era su objetivo, así se lo dijo su profesor de lengua y literatura en el instituto, y lo que hizo fue ser consecuente con su vocación y no estar demasiado a gusto con las molestia que pudiese encontrarse en el camino. Pero de ahí a considerar que un hombre que tiene que escribir una novela mientras está al tanto de la caldera de una central eléctrica no es pobre va un largo camino. De hecho lo fascinante de Faulkner es su fidelidad a la literatura más ambiciosa y exigente, porque intentó que funcionasen varias de sus novelas hasta que su editor le dio un ultimátum: la próxima vendía o ya no habría más publicaciones. Y el amigo Faulkner se descolgó con una novela de serie negra porque sabía que eran las que por entonces mejor vendían pero que, viniendo de él, no podía ser otra cosa que fascinante y extraña: Santuario.
Con esta vendió algo más, pero no fue hasta que le contrataron en Hollywood, donde arreció su alcoholismo, cuando Faulkner pasó a tener una vida desahogada. Por eso, que un señorito que no ha debido fregar un plato en su vida, y que tiene dos pisos junto a la plaza de la Villa, uno para vivir y otro para trabajar, venga ahora a hacer de cantamañanas y negar la mayor, esto es, que Faulkner pasó hambre y al borde estuvo de comerse las piedras, no deja de ser irritante.
Recuerda a esos que en el setenta y ocho -el año de verdad importante en España, señores, que en París diez años antes hubo muy pocos de los que se ponen las medallas ahora- pedían el no a la constitución por considerarla demasiado progresista y ahora sacan a relucir un constitucionalismo de generación espontánea. Hasta donde haga falta para arrimar el ascua a su sardina.