Ha querido la casualidad que hoy, al salir de casa, me haya encontrado con el espectáculo del mundo algo trastocado. Los cubos de basura estaban exactamente igual que la noche anterior, cuando entré en casa a la vuelta del trabajo. Como una serie de piedras miliares marcaban el camino que los camiones de la basura debían haber realizado esta noche. He recordado casi al momento la noticia que escuché en las noticias la noche anterior: Huelga de trabajadores de la compañía de recogida de basuras que tiene la concesión de este lucrativo negocio en Madrid.
Yo vivo en la calle Embajadores, muy cerca de la plaza de Cascorro, donde el señor Gallardón todavía no ha decidido cambiar el paisaje -¿hay mayor megalomanía que la de querer modificar lo que el tiempo, la naturaleza y la lenta mano del hombre han construido durante siglos?, ¿por qué no incluir, por derecho propio a Gallardón en la lista de los faraones egipcios o Chillida, verdaderos popes del empeño enfermo de ser más que Dios?- y, por lo tanto, las aceras son estrechas, con lo que esquivar los cubos de la basura y las bolsas que ya empiezan a rebosar se hace muy difícil. Las mismas bolsas que esta noche, después de un día entero al sol fermentando, dejaran un olor nauseabundo en mi calle.
Lo curioso es que el mal olor era ya patente esta mañana. Casi todos los vecinos reconocíamos su procedencia: el Congreso de los Diputados. No se deberá, seguro, a las basuras amontonadas en la calle –con casi total seguridad intuyo que unos cuantos policías han recibido hoy con sorna el encargo directo del Delegado del Gobierno en Madrid de limpiar la plaza de las Cortes y aledaños de basura- sino a la presencia masiva de diputados con motivo del debate sobre el estado de la nación.
A lo largo del día los políticos harán más o menos lo mismo que los servicios de limpieza urbana de la capital: nada. Pero unos cobrarán a fin de mes sus sueldos y dietas y los otros verán como esta huelga merma un poco más su poder adquisitivo –que es a fin de cuentas por lo que se han movilizado o, mejor dicho, desmovilizado.
Mientras los basureros están en casa, tensos, a la espera de una llamada de algún compañero que les diga que se ha llegado a un acuerdo –o que el ayuntamiento ha abandonado su obsesión constructora para vigilar un poco por el mantenimiento de lo construido y ha obligado a las partes a un entendimiento-, sus señorías cumplirán la rutina de las sesiones plenarias. Escucharán el discurso del cabecilla o portavoz de su partido y mientras tanto se darán una vuelta por la capital, tomarán unas cañas en algún café o bar de la zona –y hay bastantes, se conoce que el político es buen parroquiano de tasca- o dormitarán en sus despachos. Hay diputados que realizan su discurso en solitario, mientras el resto de los “representantes del pueblo” ejercen como tales haciendo lo que la mayoría de nosotros querríamos hacer: cobrar por no trabajar.
Madrid se llena de basura por estas fechas. Los que están acostumbrados a manejarla, a tratar con ella –unos a lucrarse con ella y ocultarla, otros a malvivir recogiéndola- hoy son los protagonistas.
Si uno fuese agorero sacaría a colación las desagradables imágenes de la huelga de basureros en Málaga que acabó con una revuelta popular en las que los propios vecinos, hartos de convivir con las ratas, quemaron los detritus y sus contenedores por toda la ciudad.
Madrid, la capital que tan alto vuela a juicio de sus gobernantes, se llena a finales de este mes de mayo de basura. Y eso que ha sido, desde siempre, el mes de las flores.