15 mayo 2006

Tinta roja

El tango es uno de los géneros musicales más fascinantes que existen. Por un lado es netamente popular, cada uno de los acordes de sus canciones, el timbre de los instrumentos, su cadencia, todo, nos suena tremendamente popular. Es una música nacida de y para el pueblo. La misma historia del tango lo atestigua, nacido en bares de la zona portuaria de Buenos Aires, es una música nacida para expresar los sentimientos de los desfavorecidos y para ayudarles a escapar de la miseria que les rodea. El mito que rodea al tango como banda sonora de noches de borrachera de sexo en los lupanares de la Boca no puede ser más justa, exacta y verdadera, y lo es sin que sepamos si esa leyenda es cierta o no. El tango tiene impreso en cada una de las notas que encadenan su melodía la necesidad de escapar para ser libre y de conocerse a uno mismo para soportar la cárcel de la existencia.
Pero, y eso es lo más curioso del tango, pese a tener un origen indudablemente popular, tiene un elevado vuelo lírico. Por un lado por la destilación que el pueblo hace de sus ideas y sus palabras. Pocos poemas hay tan perfectos como los de la lírica popular, y ahí está la monumental recopilación que Margit Frenk Alatorre realizara por si alguien lo duda. Pero es que el tango tuvo, desde sus inicios, a poetas que escanciaron en vestiduras populares las más altas muestras de su arte. Por eso el tango tiene un repertorio de una altura literaria de difícil parangón. Y de ahí nace su fuerza, de la paradoja de sus ritmos enraizados en lo más íntimo de nuestro estómago combinados con unas letras, un mensaje que se nos clava directamente en el cerebro, en la parte más viva de nuestro intelecto.
Todo esto me viene a la cabeza por la música que he estado escuchando este puente de san Isidro de calores y muchedumbres a la puerta de casa, en estos domingos de cañas largos como un día sin pan que han terminado siempre con el nuevo disco de Calamaro puesto en la cadena para acunar el sueño de la borrachera, tan denso y ligero al mismo tiempo, del que uno se levanta con un mal sabor de boca y la vaga conciencia de haber hecho algo malo, uno no sabe qué, pero se conoce culpable.
Andrés Calamaro, se artista que perdió la cabeza después de un disco genial en el que retrató un año de vida –Honestidad brutal- para mostrarnos un año de anécdotas prescindibles en El salmón. No es extraño, si alguien nos cuenta todos y cada uno de los actos que componen su existencia no puede sino aburrirnos, y eso es algo que cualquier ser humano que ha escuchado una historia contada por alguien que se pierde en los detalles ya sabe. Ahora ha decido volver haciendo una de las cosas más íntimas que una persona puede hacer, no mostrar sus creaciones, que siempre tienen algo de vanidad, sino interpretar esas canciones que le hacen a uno feliz, que no suelen ser las de uno mismo salvo que la egolatría haya hecho mella en el sentido común, y mostrarlas el mundo tan limpias como uno las ve en su cabeza al cantarlas en la ducha, mientras friega los cacharros o al tender la ropa –todo el mundo sabe que es en las actividades mecánicas de la existencia donde más se echa de menos la banda sonora de las películas.
En Tinta roja Calamaro ha grabado unas canciones en las que reina el silencio, sencillas y honestas como una noche de tangos, en las que de vez en cuando se escucha a amigos del cantante, pero que siempre quedan en segundo plano. Este es un disco en el que la voz de Calamaro se hace dueña de todo el disco. Porque son las palabras que van compareciendo en la escucha lo verdaderamente importante. Son diez tangos clásicos, diez maravillas que se convierten en el disco más íntimo, más suyo de Calamaro, pese a no contar cosas verdaderamente suyas, sino por dejar que a través de su voz se expresen otros., los más grandes. Nadie puede decir que lo que escuche en este disco sea una novedad, al cantar Naranjo en flor demostró que, la mayoría de las veces, son las palabras de los otros cantadas en buena compañía las que más y mejor hablan de nosotros mismos.
Calamaro se ha dejado llevar por Javier Limón para dar a luz el disco más literario, en el que la palabra tiene más fuerza y presencia, de todos los suyos. Y eso, en un hombre que, como él, ha sabido construir un mundo de palabras tan rico y lleno de referencias, no es poco.