Constato, no sin placer, todo hay que decirlo, el auge de las pequeñas editoriales. Sobre todo en los medios más o menos restringidos de los suplementos literarios –que, según el último estudio sobre hábitos de lectura, influyen en menos de un cinco por ciento de población lectora, cuánto ruido para tan pocas nueces-, donde aparecen cada vez más textos de estas pequeñas empresas editoras y menos de las grandes que, en gran medida, no publican textos especialmente interesantes, la verdad.
De entre ellas me gustaría destacar a la editorial canaria –sí, en Canarias no sólo hay cayucos, pateras y hoteles de veraneo, también hay gente que escribe y piensa- Artemisa, que recientemente ha reforzado de un modo muy inteligente su catálogo con la aparición de dos colecciones hermanas.
Las informaciones que he recogido me dicen que la editorial está fundada por un arqueólogo en paro que, no dudó en ponerse a trabajar como albañil e invertir sus ahorros en montar esta editorial. Sólo por eso, todo hay que decirlo, habría que darle un abrazo a este hombre.
Pero vamos a pasar a las dos colecciones de las que hablo. De la más pequeña, la colección Clá no puedo decir mucho porque, aunque sabía de su inminente aparición, no ha sido hasta hoy que he visto las cinco novedades que sirven como pistoletazo de salida a la misma. A falta de una lectura detenida me abstendré de comentario alguno sobre la colección y los cinco títulos que de momento la componen.
La otra es la colección Clásica, que viene a dotar de coherencia a un catálogo que, en un principio, parecía algo desorientado. Pero la aparición de esta colección supone un envite muy serio al resto de las editoriales, tanto las grandes como las pequeñas. Primero por la selección de obras, donde se aprecia una voluntad clara de recuperar obras importantes, prestigiosas –en algunos casos fundamentales- en nuevas traducciones y ediciones dignas. Vayan las felicitaciones pues a Jordi Doce, Francisco León y María Sanfiel por la colección que dirigen, y su editor por darles cancha para montar esta colección. La han abierto con Blake, Bierce y Voltaire. Prometen a Wordsworth y Stevenson entre otros. Además de la acertada decisión de considerar clásicos a autores que permanecían en los márgenes de los manuales, el hecho de centrar muchos de los textos en una revisión de lo fantástico los hace especialmente irónicos y adecuados para todo paladar que quiera pasar un buen rato.
Pero, a qué mentirnos, estos libros entran por la mirada. Lo comentaba hace pocos días y vuelvo a hacerlo ahora: vuelve la portada tipográfica, la clásica, la que no se pasa, y parece que para quedarse. La variación de colores, las distintas ubicaciones de la justificación vertical de la caja de texto, son ideas que, por su sencillez y acierto, resultan magníficas.
El cuidado aspecto exterior de estos libritos –van siempre poco más allá de las cien páginas, no alcanzan las ciento cincuenta- es una muestra de buen gusto. Vaya por ahí nuestra felicitación a Marian Montesdeoca, la diseñadora.
El interior no está mal pero no alcanza la misma altura. La elección tipográfica no anda mal, el interlineado está justo pero aguanta la lectura, la inclusión de imágenes es adecuada –sobre todo en el volumen de William Blake, donde se revelan fundamentales-, pero hay algo que no encaja. Es posible que la voluntad de brevedad de los libros –no creo que sean los costes porque la edición, con sus guardas, con la elección del papel y demás es elegantísima y, hasta donde abarca mi experiencia, costosa- haya impuesto la necesidad de una caja tan desproporcionada. Es muy grande para el tamaño del papel, no respeta las paginaciones más clásicas, ni las proporciones de las cajas respecto al diseño del libro –lo que sorprende doblemente por comparación con el cuidado desplegado en el resto de los aspectos- y convierte a los libros en algo cansados para su lectura. Porque las páginas se hacen eternas y los pulgares se meten en la mancha de la impresión. Un poco más de margen, una caja más acorde con el formato, más pensada, es lo único que necesitan estos libros para convertirse en una colección deliciosa con títulos más que recomendables.
De los tres títulos editados hasta el momento he tenido el placer de leer completos el de Bierce y el de Voltaire, amablemente remitidos por la editorial.
La lectura de los cuentos de Bierce sirve para, junto a la reedición de su Diccionario del diablo, devolver a la actualidad a este autor. Los cuentos de este volumen son breves, todos ellos de temática fantástica, y en ellos se aprecia el pulido y acabado que da la práctica de la literatura periodística a un autor –avillana el estilo, dice siempre Umbral. Las narraciones son secas, y cuentan siempre con la colaboración del lector para terminar de unir las piezas del puzzle que es la historia en sí. Esto es lo que los convierte en textos modernos, por su escritura escueta, directa y la implicación que exige al lector. Pero, al mismo tiempo, se aprecia una excesiva superficialidad en los textos. Se parecen demasiado a esos cuentos que muchos escritores pergeñan –no se puede decir que estén muy acabados en la mayoría de los casos, la verdad- por encargo para ser publicados los meses de verano en los periódicos. Una vez resuelto el pasatiempo, el crucigrama, el autodefinido, no sirven para mucho más. Son textos efímeros, de una sola lectura, excesivamente ramplones, que no llegan a entrañarse en el lector.
En cualquier caso, son también una buena colección de textos de un autor que merece ser más conocido, leído y estudiado, porque su obra, como decía hace sólo unos días, no tiene nada que envidiar a las de muchos otros que sí están en los altares.
El otro libro es el de los cuentos filosóficos de Voltaire, que se abre con el clásico Micromegas. Dice la nota de prensa redactada por su traductora que los relatos de Voltaire están condenados a ser conocidos superficialmente, y dice una verdad irrefutable, pero se equivoca e las causas. Porque el olvido en el que ha caído Voltaire no es injusto. El tiempo, que suele ser el crítico más feroz e imparcial, ha dado ya buena cuenta de la literatura del siglo XVIII, en especial de la de la Ilustración, que se ha devenido en pasto de filólogos y estudiosos de la época. Hoy el lector tiene un concepto de la literatura, de lo que es literatura, que no concuerda en casi ningún aspecto con el de aquella época. Hoy un lector le pide al texto diversión y entretenimiento y si, además de eso, le proporciona cultura y nuevas razones para pensar, mejor que mejor. Pero los cuentos que Montesdeoca reúne en esta edición evidencian que la idea que de la literatura tenía Voltaire era muy distinta. Hoy un autor que quisiese hablar de lo que él habla escribiría ensayo, no narraciones que sirvieran como ejemplo de sus postulados filosóficos. En estos cuentos se aprecia una vocación meramente reflexiva, no una vocación narradora, y olvidar la narratividad de un texto hoy se paga caro. Sus cuentos han caído en el olvido porque son olvidables, porque no son cuentos, sino paradojas, como la de los diálogos platónicos. Pero mucho menos consistentes que la del griego y menos dotadas para proporcionar múltiples lecturas de sus postulados.
En cualquier caso, la colección Clásica se nos presenta como un proyecto ambicioso que viene a rellenar un hueco que cada vez se dejaba notar más en las estanterías de las librerías. Vaya nuestra más cálida bienvenida a esta colección que llega de ultramar, desde Tenerife. Aunque la impresión se haga en Barcelona, eso sí.