11 mayo 2006

Ya no tengo más palabras



Try then, as you work out your individual destinies, to remember that words, the right true words, can have the power of deeds. Remember, too, that little-used word that has just about dropped out of public and private usage: tenderness. It can't hurt. And that other word: soul--call it spirit if you want. If it makes it any easier to claim the territory. Don't forget either. Pay attention to the spirit of your words, your deeds. That's preparation enough. No more words

No sé si he leído a Carver, la verdad. Bueno, sé que no he leído a Carver nunca. He leído a sus traductores, que supongo que, ellos sí, han leído a Carver, al que pudo dar sus textos por acabados tal y como quiso. No el de sus dos primeros libros de relatos, que es un Carver cortado y rehecho por Gordon Lish, su editor. No. El único Carver que hemos leído de verdad, y ya digo que yo ni eso, es el de Catedral, el de Where I'm calling from, la antología que él mismo preparó y en la que publicó algunos de los cuentos de su primera época tal y como a él le hubiera gustado verlos para la posteridad -y en los que acepta la mayoría de los recortes que Lish le hiciera- y algunos inéditos que hemos leído en español como Tres rosas amarillas.
Por eso la publicación de este libro, que no tiene prácticamente nada inédito -olvídense los que piensen que es esta una edición de las de viuda que debe vivir con los textos que dejó el marido en el cajón-, es una novedad importante para el lector español. El libro se llamó Fires en su edición yanqui. Reúne un puñado de poemas que ya eran prescindibles en las dos ediciones que Visor hiciera con todos los poemas de Carver. Carver no era un versificador. También incluye cinco relato primerizos que le hacen un flaco favor a su memoria y que servirán para que el escritor joven e ilusionado vea que, hasta los más grandes, comenzaron balbuciendo. El fragmento de la novela es una curiosidad filológica que demuestra hasta qué punto el mercado presiona a los autores para que den obras vendibles. A veces me da por pensar qué habría sido de alguien con un sentimiento artístico tan hipertrofiado como Miguel Ángel de haber nacido hoy. Podría haberse convertido en un megalómano simpático como Hristo, o en uno antipático como Chillida. Aunque seguramente sería un artista de series -grabado, fotografía, videocreación- opciones reproducibles y vendibles dentro del mercado.
La mayoría de las reseñas son, también, prescindibles. En casi todas se muestra amable y cortés, opina pero nunca hace sangre, nada sin mojar la ropa. No, lo verdaderamente interesante de este libro suma apenas sesenta páginas de generosa maquetación. Las introducciones no son, desde luego, lo más brillante del volumen, pero sí son en buena medida lo más representativo del Carver ya exitoso, educado y amable con los que buscan su magisterio. No deja de ser curioso, como se puede comprobar en Mi parentela -uno de los textos incluidos en el volumen- que la mayoría de esos autores antologados por él son hoy desconocidos. A excepción de Tess Galagher, a la que conocemos por ser su viuda y que ya formaba pareja con él cuando hizo la antología, hoy no recordamos a nadie. Y no han pasado tantos años, sólo veinte. Pero a Galagher sí la hemos leído, y podemos afirmar sin miedo que es un epígono del propio Carver. Tiene su estilo, su fraseo, sus obsesiones. Lo que se puede copiar, lo que se le pega a uno de compartir la pasta de dientes, el retrete y la vajilla con un autor importante. Pero no su genio, su mirada, la poesía que en los mejores cuentos de Carver está palpitando a la espera de que alguien le ponga cuerpo y la deje caminar por el mundo, como hacía él.
Tampoco es lo mejor del volumen la sección Contextos, en la que se han recopilado las presentaciones que hiciera para sus libros o sobre su obra. Tiene un evidente interés filológico para un estudioso de su obra. Para un alumno o un profesor de talleres literarios hay por ahí algunas cosas que poder integrar en una clase, que meter en un artículo. No mucho más, son aspectos que a una persona que no escriba le van a interesar poco.
Tal vez lo mejor del libro esté al final. No sé cuál es el orden de aparición en Fires, la verdad. Colocar al final del libro un canto a la amistad tan sincero y patético como el texto que dedica a su relación con Ford y Wolff, donde vemos desfilar a tres de los mejores narradores recientes de la literatura anglosajona convertidos en un hombre estirado y dos alcohólicos que a duras penas tiran para delante, es una idea genial. Y mejor aún es el cierre, donde, partiendo de una frase de Santa Teresa analiza un texto de Chéjov para dar nueva luz al oficio de contar historias. Tal vez sea ahí donde mejor se aprecia el respeto y la marca que John Gardner dejó en su discípulo. Y que, como todos los grandes autores, haya sido capaz de irse con aires míticos, con esa frase final, posiblemente la última que escribió, sí con certeza la última que dijo como escritor ante un público.
El lector español podría haber sobrevivido perfectamente sin este libro, eso está claro. Pero es un libro necesario, en el que podemos mirar cara a cara a un autor. Un escritor no es sólo sus grandes obras, es también sus deslices, porque son los que le hacen humano. Y al saberle humano nos parece más impresionante que, siendo como nosotros de carne y huesos, mecánica de fluidos, un borracho pasando las tardes frente a un televisor a mil por hora, nos haya dejado cuentos tan maravillosos. Que siendo un estúpido como lo somos todos haya tocado un poco el misterio que es la vida. Que no sea un héroe, pero que sepa que todos lo somos.