12 febrero 2007

Deposiciones

Se ha señalado ya muchas veces, así que no va a ir un de descubridor de mediterráneos, pero el arte –y también el deporte, pero ahora no hablamos de eso- se ha convertido en una nueva religión. Por eso en todas las provincias hay pequeñas iglesias que ahora se llaman Museos de arte contemporáneo con las que los gobernantes intentan pasar a la posteridad a base de gastos faraónicos. Por supuesto, también hay entidades privadas que quieren tener su centro de culto y se montan sus fundaciones con sus salas de exposición y demás zarandajas. Si el verdadero sentido de esta expansión irracional de los lugares de exposición de arte fuera servir como marco para los artistas –incluso los malos, fíjense si está uno generoso- uno cerraría la boca y se metería la lengua donde le cupiese.
Ahora bien, resulta que, como no podía ser de otro modo, eso del arte, la cultura y la educación, se ve que importarles les importa más bien poco, y que el verdadero sentido de todo esto es darse publicidad y, a ser posible, sacar tajada con la exposición en sí.
Basta con ver lo insistentes que son las cajas de ahorros a la hora de restregarnos por la cara eso de la Obra social, o la guerra que dan los bancos con sus fundaciones. Vamos a poner las cosas claras, esas empresas se lucran de un modo exagerado a costa de los ciudadanos, y los gastos que hacen en fundaciones y mecenazgos les sirve para ahorrar una pasta en impuestos, así que no regalan nada a nadie.
Por supuesto, lo importante es ganar mucho dinero con el asunto. Para eso hay astutos organizadores de exposiciones que se llevan de gira exposiciones verdaderamente pobres que las instituciones y fundaciones compran a ojos cerrados. Y así le luce el pelo al arte.
Un buen ejemplo es el Centro de exposiciones Arte Canal. Las exposiciones que han pasado por ahí son todas itinerantes que se han comprado, y de las que siempre se han visto muestras mutiladas o con menor número de obras. Sucedió con los guerreros de Xi’an, sucedió con la exposición de los faraones y sucede ahora con la de Escher. Son, siempre, exposiciones de poco interés que son publicitadas de un modo masivo.
Los resultados son aparentemente buenos: colas en los accesos al recinto, repercusión mediática y la sensación de éxito de la exposición, lo que guarda poca o ninguna relación con la verdad.
La verdad es que la exposición de Escher es decepcionante, más aún: es prescindible. Uno se puede ir a una de las muchas librerías donde hay ediciones de las obras de Escher y le saldrá más rentable.
Hace once años, en la más modesta, pero mucho más interesante, fundación Carlos de Amberes, se celebró una exposición de la obra de Escher. El número de obras que reunieron allí era, más o menos el mismo que en esta. Pero su calidad era mayor. También hacía un repaso diacrónico de la obra del grabador holandés, pero ofrecía menos piezas de los primeros años de formación –los menos interesantes- y, por el contrario, se expusieron copias inmejorables de sus obras más representativas. En la que se puede ver hoy en Madrid sucede justo al contrario, hay muchas obras menores y las más relevantes son expuestas en litografías pequeñas y eso les obliga a proyectar imágenes de las mismas en las paredes para que se aprecie el detalle. Pero en la exposición de hace once años esas mismas obras estaban en copias mayores. Arriba y abajo, Cascada o Belvedere tienen xilografías más detallas que las que hemos podido ver en la exposición del Canal. De hecho, en la exposición de la fundación Carlos de Amberes se podía ver la plancha en madera de Relatividad.
Tal vez algún avispado se esté preguntando cómo es posible que sean igual de completas una exposición que usa el limitado espacio de la calle Claudio Coello que posee la fundación Carlos de Amberes y otra que dispone del enorme recinto de la plaza de Castilla. Y contestar a eso es lo más hiriente de todo el asunto. La realidad es que un tercio de la superficie de la exposición está ocupada por dos espacios verdaderamente idiotas: la “Mezquita isótropa” –que se vende como un laberinto en blanco y negro que cuestiona las tres dimensiones cuando en realidad es un espacio vacío que no sirve para nada- y la “Caja mágica” –que se vende como un recinto en el que las obras de Escher toman vida y en realidad es una sala con un par de maniquíes mal hechos, cambios de luces y música de Bach a todo meter, las Variaciones Goldberg para ser exactos. Por cierto, que la música de la dichosa “Caja mágica” no deja escuchar los videos que se pasan en un par de pantallas planas junto a ella –lo que viene siendo un problema endémico de las exposiciones en este país, donde no se tiene en cuenta las particularidades del arte audiovisual, como se demostró en la Casa encendida con la exposición de Erice y Kierostami, donde no se podían ver los vídeos porque el sonido pasaba de sala en sala. Uno se pregunta: ¿no habría sido mejor utilizar esos metros cuadrados malgastados en tonterías en una sala de proyección donde se pasaran documentales sobre Escher? Con los vídeos de los dos pequeños televisores y un par de documentales muy conocidos da para pases de hora y media o dos horas que servirían para aclarar muchos conceptos. Cuando en la Fundación Arte Canal se realizó una muestra sobre el arquitecto Álvaro Siza no les tembló la mano con un vídeo de una hora que era interesantísimo.
Cuando uno ha terminado de ver la planta noble le invitan a pasar por una pasarela con unas fotos enormes de Escher, donde se dan unas indicaciones someras de las técnicas del grabado –sí, yo también me pregunté por qué al final y no al principio- que lleva hasta lo que han cuidado más de la exposición: la tienda. Los metros cuadrados dedicados a la tienda vienen a equivaler a un tercio de la exposición, más o menos. En ella podemos encontrar todo tipo de merchandising sobre Escher, todo de su museo en La Haya –no es de extrañar, si uno entra en la web oficial sobre el artista se aprecia que a los herederos les interesa sacar buena tajada de las imágenes del artista-, y que le permite a uno llevarse pósters, camisetas, lápices, bolígrafos, tazas, posavasos, juegos de razonamientos, cerámicas, corbatas –por cierto, las repeticiones de Escher quedan muy bien como estampado-, etc. Sorprende este desparpajo comercial con la obra de un autor que se negó a que los Rolling Stones usaran imágenes suyas para sus discos y giras.
Resumiendo: estaría muy bien que los gerentes culturales disimularan, aunque fuera un poco, a la hora de evidenciar sus carencias. Cómo se echa de menos en Madrid a comisarios arriesgados y competentes como los del CCCB o el MACBA, por ejemplo.