Por otro lado porque permite recordar lo que es la literatura arriesgada, que busca violentar la condición misma del hombre exponiéndonos de un modo desnudo nuestros deseos y temores. Y esa literatura no es muy frecuente hoy día, y la poca que verdaderamente pretende hablarnos de nuestra condición de hombres se ve relegada a editoriales de escasa distribución o mínima difusión, y los lectores, por el contrario, se encuentran con una avalancha de títulos inanes que no dejan ver las piezas realmente interesantes de las librerías.
Hoy, pasados sesenta y cinco años desde que Camus la escribió, esta novela sigue hablándonos de temas presentes, de verdades, de sentimientos que todos podemos reconocer, incluso más en nuestra acelerada y fría sociedad que en el Argel colonial de entonces. Ese ser cauterizado, que apenas es capaz de sentir nada, se nos aparece como un personaje que esperamos encontrar hoy a la vuelta de una esquina o sentado a nuestro lado en el metro, y se nos hace un poco extraño verlo como un ser humano que deambulaba por el mundo hace tanto tiempo.
Camus elaboró una narración existencialista que señala el vacío mismo de nuestra existencia, y acertó al plasmar ese vacío en el tono gélido e incómodo de la novela. Muchas veces se ha usado como ejemplo de un narrador protagonista peculiar y poco fidedigno este Gregorio Mersault, del que sabemos que ve, qué hace y a veces que pensamientos tiene, pero del que desconocemos sus sentimientos. Durante buena parte del libro porque parece no querer compartirlos con nosotros, pero finalmente porque vemos que no los tiene, que los sentimientos es un lujo que no se puede permitir. El verbo sentir sólo se usa en primera persona con intención de expresar sentimientos del personaje en la página 108: “Yo no dije nada, no hice gesto alguno, pero es la primera vez en mi vida que sentí deseos de besar a un hombre”. El agradecimiento que siente por su casero Celeste tras testificar este en el juicio es el primer momento en que vemos a este personaje sentir. Y es sólo cuando se sabe condenado, cuando se enfrenta al párroco de la prisión que pretende que confiese antes de ser decapitado, en el último capítulo de la novela, cuando Camus deja que veamos el alma, los sufrimientos de un personaje. Y es en ese momento cuando se destapa la verdad aterradora de la novela: Mersault no tiene sentimientos, y lo que pretende hacer sentir el sacerdote no son sino tópicos heredados, costumbres, pero no quiere verle de verdad sentir, porque hacerlo supone reconocer que no hay más vida que esta, y que es este nuestro cielo y nuestro infierno. De hecho, al ser hostigado por el cura, Mersault le dice que la única otra vida que puede desear es “¡Una vida en la que pudiera recordar esta!, e inmediatamente le dije que era suficiente.”
Poder disfrutar una vez más de esta novela única es un placer al que nadie puede sustraerse, ni el que ya la ha leído, que tiene una ocasión inmejorable para poder disfrutar de ella de nuevo, ni el que no la ha leído, que tendrá el placer más intenso si cabe de caer en sus redes por primera vez.
Eso sí, el que vaya a buscar este libro en la librería que no se fíe de la portada que acompaña este texto. La editorial ha tenido el desacierto de cubrir esta preciosa cubierta en cartoné que ven, que va como anillo al dedo al tema y la intención de la novela de Camus, con una sobrecubierta o camisa horrosa que parece hecha para un libro de Paulo Coelho. Supongo que será, una vez más, culpa del departamento de ventas.
Albert Camus El extranjero Emecé, Barcelona, 2007