29 noviembre 2006

Mucho más que oficio

Conocí a Andrés Trapiello después de tener unas palabras poco piadosas con su poesía. La juventud, que es arrojada, tiene estas cosas. Cuando me enteré de su dirección exacta –ya conocía poco más o menos donde era por sus diarios, pero no lo sabía con exactitud- no tuve mejor idea que enviarle un original de un libro de poesía, que era a lo que me dedicaba por entonces, como debe ser en la juventud. Eso no entra dentro de lo extraño, han sido muchos los que a lo largo de la historia de la literatura se han acercado a algún autor que admiraban buscando su consejo y, quién sabe, su apoyo. De hecho hay gente que, sin tener los dieciocho años que tenía yo por entonces, sino que están ya bien creciditos, lo siguen haciendo, y no dudan en acercarse con manuscritos a los escritores de prestigio, e incluso a mí me vienen a veces con alguno –menos mal que uno se zafa con la elegancia habitual, diciendo eso de “tú estás loco o qué, ¿te he dejado yo algo para que lo leas?”-, aunque el mito viene muy bien para los escritores que, sin tener ni idea de dar clases de escritura, dan talleres, porque los que se matriculan en ellos lo hacen, supongo, por admiración –yo lo hice una vez y me salió rana.
Bueno, me he ido por los cerros del pueblo de mi abuelo, como acostumbro, y yo estaba hablando de que no tuve mejor idea que acompañar mis poemas con una carta en la que le decía a Andrés –como ya hay confianza apeo el tratamiento, porque sé que a muchos les molesta que le llame por su nombre de pila- que me gustaban mucho sus diarios, no tanto sus poemas, pero que sí me parecía una persona con mucho criterio, demostrado en sus libros de artículos, y que por eso le enviaba mis versos. La verdad es que casi toda la carta era elogiosa, y como toda carta de joven con pretensiones era un texto metaliterario en el que reflexionaba sobre la pertinencia de que los autores jóvenes busquen el apoyo y el consejo de los reconocidos. Pero había una frase en la que decía eso, lo de que sus poemas no me parecían para perder la cabeza, que me gustaban más los de otros compañeros de generación suyos, y Andrés, que es buena gente y paciente, pero tiene su amor propio, se quedó con eso en la memoria. De hecho a otro amigo que le envió una novela –por favor, que alguien haga saber de una vez a los autores jóvenes que eso de enviar a diestro y siniestro originales no lleva a ningún sitio- le comentó que yo debía estar un poco loco. Me he ahorrado mucho en terapias gracias a un diagnóstico tan certero, me ha bastado con asumirlo. No me contestó nunca, la verdad, pero sí que lo recordaba la siguiente vez que hablamos.
Había transcurrido un año, poco más o menos, cuando comencé a colaborar en una revista gratuita y me vi en el brete de pedirle un ejemplar de La España negra de Gutiérrez Solana –que por primera vez alguien publicaba íntegra en España- para hablar de ella. Le llamé a su casa para pedírselo y me dijo que sí, que no había problema, que me pasara por allí y me daba el libro. Y en ese momento tuve que confesar que me daba cierta vergüenza por toda la historia de la carta, de la confesión que él le había hecho a mi amigo y demás. La carcajada la oyó todo el mundo en la redacción de la revista. Me dijo que fuera para allá, con más razón todavía. Me recibió con las puertas abiertas, un ejemplar del libro de Gutiérrez Solana, y otro de la recopilación de sus cuatro primeros libros de poemas. Lo guardo en casa con cariño, porque en la dedicatoria dijo que me lo regalaba por haber tenido unas palabras poco piadosas con los poemas que albergaba.
Ahora tengo todos sus libros de poemas y cada vez me gustan más, sobre todo los más recientes. No sé si porque ahora sé más de poesía, o porque los veo con los ojos de un amigo. Creo que es, sencillamente, porque la poesía de Trapiello –esto hay que decirlo así por los buscadores- está cada vez más cuidada y sus libros tienen una pulsión lírica más intensa.
La Editora Regional de Extremadura ya había editado un libro de Trapiello –es por los buscadores también-; se trataba de una delicia, Capricho extremeño, que realizaron los propios editores, Francisco Tomás Pérez González y Julián Rodríguez, recopilando los fragmentos de los siete primeros volúmenes de su diario, Salón de pasos perdidos, que transcurrían en Trujillo, donde tiene casa Andrés, y reordenándolos para que formase todo un año con el sucesivo cambio de estaciones. Algo más que un capricho.
Ahora se recoge también una antología de su obra, en este caso de sus poemas. Y también realizado por un conocedor de su obra, José Muñoz Millanes, que ha seleccionado cuarenta y tres poemas de sus siete poemarios. Hay un cierto desequilibro en la selección. El más representado es Las tradiciones, de 1982, seguido de La vida fácil, de 1985, y los dos últimos, de 2001 y 2004 respectivamente, Rama desnuda y Un sueño en otro. Quedan menos representados el primero, Junto al agua, y cuarto, El mismo libro, y, sorprendentemente, Acaso una verdad, con el que ganara el Premio Nacional de la Crítica en el año 1993. Posiblemente esa escasez de muestras de ese libro se deba a la longitud de los mismos, que son poemas muy largos para una antología. Muñoz Millanes ha elegido, creo que buscadamente, poemas breves, para poder reunir una cantidad mayor, y para buscar una lectura menos esforzada para el recién llegado. Conviene no olvidar que una antología busca captar lectores, tiene una intención divulgativa.
Pero no ha sido esa la razón fundamental de la selección realizada. El editor en su prólogo explica los motivos que le han llevado a escoger esos poemas y no otros para el libro. Pero, además, y de ahí parte de lo ya comentado en este texto, me ha servido para entender además esa mayor querencia que siento por los últimos libros de poesía de Trapiello frente a los primeros –parecer que, por cierto, comparto con Álvaro Pombo, a tenor de lo que el reciente ganador del Planeta comentó en una lectura de poemas en la librería Rafael Alberti.
Muñoz Millanes aboga por la faceta rabiosamente moderna del libro Las tradiciones. Frente a la temática y estirpe simbolista que siempre se ha destacado a la hora de enjuiciar el libro, destaca la brevedad de las composiciones y la voluntad del poeta de ejercer de espectador accidental de los fenómenos físicos. Se produce así una impersonalidad en la que el poeta se encuentra frene al mundo como testigo. La evolución meditativa ante estos hechos, que culminó en las largas series de versos meditativos, casi analíticos, de Acaso una verdad, ha evolucionado a juicio de Muñoz Millanes en una impersonalidad frente al tiempo. En los dos últimos poemarios, Trapiello se trastoca en testigo del acontecer temporal, ahora los fenómenos de los que entresaca su pulsión lírica tiene lugar en la memoria involuntaria. Un objeto, un sonido, cualquier estímulo sensorial, le sirven como disparadero, como hilo conductor en sus poemas. Ese pasado feliz que aparece en sus versos se muestra frágil y huidizo, del mismo modo que antes sucedía con los fenómenos físicos.
El poeta intenta atrapar el tiempo, acariciarlo, revivirlo en cada poema. Puede que a primera vista parezca un oficio parvo, un oficio tonto y simple, al alcance de cualquiera, pero la atinada selección recogida en este libro demuestra que hace falta mucho oficio, mucho trabajo, para domar la inspiración y lograr estos poemas.
Andrés Trapiello Oficio parvo (Antología poética) Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2006