22 noviembre 2006

Pon cuanto eres en los mínimo que hagas

Ha querido ¿el azar? que casi haya coincido en el tiempo mi lectura de dos libros de un mismo autor. Hace tiempo compré unos libros de la Editora Regional de Extremadura a través de la librería Boxoyo -¿mucha publicidad?, cuando la lees en El País no te quejas- y entre ellos estaba un pequeño libro de título maravilloso: Nosotros, los solitarios, de Javier Rodríguez Marcos.
La lectura del libro evidencia una calidad equiparable a la del título. Se trata de un cuento, una coda, y una breve nota final aclaratoria. Por la lectura de la misma sabemos que este texto está desgajado de un libro mayor del que formaba parte físicamente, aunque nunca lo fue temática ni verdaderamente, y que finalmente había decidido dejar que corriese solo por los estantes de las librerías. Escrito durante la estancia de su autor como becario de la Academia española de Roma –quién estuviese allí, en el Giannicolo, a un paso del Trastevere, a dos de la Via Guilia y del Campo di Fiori- narra la historia de un autor joven que ha conquistado el prestigio dentro de la profesión y se ve convidado a formar parte del jurado de un premio literario. Al leer las novelas finalistas –la escena en que se nos describe cómo selecciona a su favorita es antológica- descubre que la novela presentada es la suya, y se desencadena la trama que corre veloz hacia su final. Disculpen que no lo cuente, pero así obligo a la gente a gastarse los tres euros con setenta y cinco que cuesta el libro. Como ven es un precio pequeño para lo que el libro vale.
El estilo llano y lo acertado del ritmo del texto son, sin lugar a dudas las dos principales virtudes de un texto que se rige por una implacable lógica, como si se tratase de un bisturí va seccionando la historia para dejarnos ver su transcurso, y que desemboca en un final fantástico y, al mismo tiempo, perfectamente coherente con la historia. Está mal decirlo, pero sorprende tratándose de un autor que ha merecido su fama a través del verso, ya que no suelen destacar las narraciones de poetas por su rigor constructivo –y sé que al decir esto surgen un montón de excepciones que echan por tierra la afirmación, y aún así sabemos que no ando desencaminado.
La coda del texto viene a aportar una poética de la lectura y la escritura, casi un modo de entender la vida:


-Sí, es cierto que se lee para saber que no estamos solos, tanto como que se escribe para decir que lo estamos.

Que viene a ser una versión muy acabada del “escribir poesía es mi manera de estar sólo” de Pessoa –y sabe el que haya leído este libro que la cita no es casual.
Pero, además del texto en sí me ha gustado que el cuento se haya editado de modo independiente –y de un modo excelso, como es habitual en la Editora-, otorgándole a la narración, por sí misma, todo el reconocimiento que merece. Una de las fatigosas labores del cuentista es tener que recopilar sus historias en volúmenes que siempre tienen “poco lomo” a juicio de los editores. Pero este libro demuestra que en sesenta páginas puede haber muy buena literatura sin necesidad de llevar todo un cortejo detrás –que es uno de los defectos que tienen algunos libros de cuentos, que acusan mucho la macrocefalia de ocupar doscientas páginas cuando sólo unas veinticinco de ellas, de uno o dos cuentos, merecen la pena.
El cuento es, como algunos se han percatado, una epifanía. Hay momentos que sólo los puede otorgar un cuento. Pero por condicionamientos editoriales los relatos han tenido que ir en grupo, en pandilla, y de ese modo cuesta mucho distinguir a los brillantes de los prescindibles. A veces tiene uno la misma sensación al comprar un libro de cuentos que cuando va a la frutería: no puedes saber hasta que comes todas las manzanas cuántas estaban pasadas. Por eso habría que editar más cuentos así, de un modo exento, respetando la personalidad del mismo. Quizá de ese modo se evitaran esas recopilaciones que devalúan al género, y los autores tendrían la posibilidad de reunir los mejores de sus cuentos sin prisas, sin la necesidad acuciante de tener que llegar a las ciento y pico páginas para que alguien se lea el manuscrito.
Este cuento, junto a unos cuantos compañeros, fue presentado a un certamen de relatos, uno de los muchos que salpican el panorama nacional y que permiten sobrevivir a un puñado de buenos cuentistas y dar alas a muchos mediocres. Fue desestimado porque su autor mando una copia menos de las solicitadas por las bases –por cierto, ¿por qué hacen falta varias copias de un original para los premios?, ¿no sería más lógico enviar sólo uno para que se hiciera el proceso de selección y que la organización fotocopiara los cuatro o cinco finalistas para el jurado?, ¿hay intereses de los fabricantes de fotocopiadoras o de CEDRO en todo esto?-, se quedaron fuera por ser pocos. Como si se tratase de un partido de fútbol: no hay suficientes jugadores y no se juega.
Tal vez el azar en este caso jugó a favor del lector, ya que de ese modo ha podido disfrutar de un cuento único –si McLuhan estuviese aquí alabaría el título del libro como ejemplo de medio que contiene mensaje-, sobre los solitarios que leen y escriben, preciosamente editado –muy bien elegido el cuadro de portada-, que nos hace sentirnos un poco más acompañados.

Javier Rodríguez Marcos Nosotros, los solitarios Editora Regional de Extremadura, Mérida, 1997