15 septiembre 2006

Dottore in niente

A Julián Rodríguez he llegado tarde. No sé si me explico, he llegado tarde por pereza, por inconsciencia, no sabría decir por qué. Los primeros artículos suyos que leí los publicó cuando apenas tenía un libro en la calle. Pero, por esos azares del destino, no ha sido hasta este verano cuando han recalado en la mesa-baúl que ordena mi salón varios libros suyos. Del más reciente, Ninguna necesidad, ya se dio cuenta en estas páginas, pero creo que habría que hablar con mayor detenimiento del anterior Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás.
Gracias a un blog que lleva el propio autor se pueden leer las reseñas que los medios escritos más importantes de España han hecho de sus libros. Quizá habría que afearle a Rodríguez que sólo recoja a esos grandes medios, pero eso sería hasta cierto punto querer arrimar el ascua a la sardina de uno. Releyendo los comentarios que se hicieron sobre este libro –es curioso que cuando no sabemos cómo catalogar temática o genéricamente un libro resolvamos el asunto casi siempre del mismo modo, que es usando su morfología para identificarlo, así que tal vez los formalistas no estuvieron tan equivocados.
Lo primero que llama la atención del libro es su indefinición genérica. En la mayoría de las reseñas hablan de un diario, y creo que para hacerlo se amparan en la cita de Cesar Aira que abre el libro. No deja de ser curioso que obvien los agradecimientos y dedicatoria que cierran el libro donde el propio autor viene a decirnos que no es este libro un diario o una novela, ni tan siquiera los apuntes para unas conferencias o una recopilación de artículos, como parece indicar por lo que comenta. Julián Rodríguez ha erigido una poética, un modo de ver el mundo y de asimilarlo, de entenderlo. Cuando, como algunos reseñistas perspicaces apuntan, el propio autor dice que “narra porque alguien querrá saber” revela de un modo claro sus intenciones. Él desea realizar una acción política. Obvio decir que no es una acción enmarcada dentro de una ideología más o menos concreta, sino una toma de posición respecto a la realidad y una voluntad declarada de transformarla.
En los artículos recogidos en el blog –en casi todos- se elude hablar de esa cuestión. Los reseñistas son, en la mayoría de los casos, entusiastas de la literatura o meros trabajadores de ella –no van más allá en muchos casos de los osos o monos de los que habla Balzac en Las ilusiones perdidas- y por eso evitan o son incapaces de ver algunas cosas. O no quieren verlas, que puede ser el caso de algunos en la voluntad de desactivar la carga revolucionaria del libro. A modo de ejemplo, citaré lo que Juan Ángel Juristo –ese crítico que fue objeto de una divertidísima reseña realizada por Benítez Reyes en la revista Clarín- comentó en el ABC de las citas con que se abre el libro: “Por eso no en vano la obra se abre con tres citas un tanto curiosas, una de César Aira, otra de Karl Marx y otra de Galdós. Ni siquiera atendamos a la pertinencia de lo que dicen. Fijémonos sólo en los nombres, pues son opciones que el autor ha elegido, y con deliberación, pero bien es verdad que podrían haber sido otros.” Uno cree que leyendo así se debe poder hacer grandes críticas. Amigo Juristo, no pueden ser otros, tienen que ser Aira, Galdós y Marx –estos dos, por cierto, obviados en muchas reseñas, lo que no sucede con Aira, buena muestra de los tiempos en que nos movemos- porque suyas son las palabras y están ahí por lo que dicen. Claro que lo que no gusta es lo que dicen. O, como es posible en el caso de Juristo, no se entienden.
A lo mejor uno he hecho algo que no han hecho otros, que es leer el título del libro y entender de dónde proviene. Es el nombre de una exposición del artista conceptual mexicano Daniel Guzmán. De Guzmán, en el libro, se dice que usa materiales despreciados por la Alta Cultura para realizar sus obras, se cita a un crítico que afirma que “se sirve de ellos para hacer un retrato sádico de la sociedad (apuntes morales con los que el artista devolvía a la burguesía las bofetadas que recibía de ella)”, habla de que su obra es un “ajuste de cuentas”. Guzmán es un artista que ha leído a Debord, que usa el situacionismo para construir sus “cosas”. En las octavillas que sobre la instalación que da título al libro de Rodríguez repartía recurría a los situacionistas: “En última instancia, habían dicho Debord y Colman en 1956, cualquier signo, cualquier calle, anuncio, cuadro, texto, cualquier representación de la idea de felicidad que tiene la sociedad es susceptible de convertirse en otra cosa, incluso en su opuesto”.
No creo que sea casual que esta referencia aparezca en el libro y le de título, ni que haya unas citas de Marx y Galdós al inicio del libro –la de Galdós marxista, la de Marx galdosiana, por cierto- ni que el prólogo se llame “La lucha de clases”.
Que los críticos, acertadamente, hayan visto en la obra las referencias al arte y la fotografía en particular –no olvidemos el pasado como director de revistas de estética de Rodríguez y su calidad de pensador sobre la fotografía, que juega un papel fundamental en su obra-, las apariciones de hechos biográficos del autor que no se esconde tras máscara alguna, la dicotomía entre la vida campesina y rural y la tecnología y la sofisticación del mundo artístico revela que saben leer. Al final uno va a tener que agradecer que los periódicos contraten a gente que sabe leer para hacer las críticas de los libros.
Pero que ignoren, de modo premeditado o no, el sentimiento radicalmente subversivo de un libro ideado desde una perspectiva marxista, construido de un modo fragmentario y acumulativo, como los textos situacionistas, revela el estado de la crítica actual.
En las reseñas se aprecia un apego a la literatura, un huir de la realidad y del mundo a la hora de hacer valoraciones, una incapacidad evidente para hacer análisis transversales o comparativos sorprendente. Y claro, analizar libros desde la perspectiva exclusiva de la literatura, ejercer de bivalvos, es lo que tiene, a lo mejor por eso los críticos valoran la narrativa española desde esa perspectiva. Y Marías, Muñoz Molina, Pérez-Reverte y demás son grandes autores... para alguien que sólo sale de su casa a comprar el pan y recibe su sueldo del grupo mediático que toque y tan contento. Perros de su amo. Tal vez, por poner un ejemplo, un crítico de ensayo político, sociológico o incluso artístico, podría haber sacado más partido de la lectura de este libro.
Pero, y por eso el propio autor se considera narrador, todo esto está integrado en una narración más o menos clara, configurada desde una perspectiva política, pero siempre anclada en la realidad novelesca del autor. Eso justifica la adscripción diarística del texto que hacen muchos críticos. Este libro lo ha escrito Julián Rodríguez, y es él mismo el que allí aparece. ¿Literaturizado?, quién sabe, las citas están personalizadas hasta el extremo, las hace suyas, las integra en su discurso, es posible que él se ficcionalice, sería lo lógico para equilibrar el conjunto.
Conviene no olvidar nunca desde donde está escrito el texto. Desde el punto de vista de alguien que sabe donde está en el mundo, cómo ha llegado hasta allí, que es honesto para potenciar y justificar su crítica y que intenta cambiarla con sus textos. Como dice en una de las entrevistas recogidas en el blog: Narrar para no olvidar o narrar para transformar.
Rodríguez cita, expresamente, en el libro el aforismo situacionista: “Cuando la libertad se practica en un círculo cerrado se diluye en un sueño, se convierte en una mera representación de sí misma”. No creo que en esta España que piensa a garrotazos aunque use portátil y vista de diseño esté muy lejos de la realidad espectacular que analizaron Debord y sus compañeros.
En una sociedad que quiere olvidar –y olvida, y si no que nos expliquen a los españoles por qué la nietísima del dictador cobra dinero de todos los españoles por lucir palmito en un programa de la televisión pública mientras los familiares de muchos muertos no tienen ni una tumba en la que honrar sus nombres- y que está tan acomodada que cualquier cosa se considera revolucionario –basta con ver el desparpajo con el que los publicistas usan el adjetivo- la acción política de Julián Rodríguez debe ser desactivada o ignorada.
Su enorme capacidad literaria no puede –sería escandaloso- ser ignorada, y por eso los críticos literarios hacen al menos bien parte de su trabajo y reconocen lo irrebatible.

Julián Rodríguez Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás
Caballo de Troya, Madrid, 2004