11 septiembre 2006

Los días señalados

Eloy Tizón comenzó a publicar narrativa hace catorce años –antes había publicado, con sólo veinte años, en 1984, un poemario de muy difícil localización-, justo en las mismas fechas en que a mí me empezó a interesar la literatura de un modo serio, y desde el primer momento recibió las felicitaciones de la crítica y un reconocimiento escasamente unánime dentro del mundillo que conforman lectores asiduos, críticos, libreros y editores. En estos quince años ha logrado además que su libro de debut dentro de la narrativa, Velocidad de los jardines, haya sido reconocido en dos listas de enorme prestigio. La que hiciera el diario El País con el motivo de su veinticinco aniversario para elegir los cien libros españoles más significativos que se hubieran publicado en ese periodo, y la que realizó la revista Quimera para elegir los mejores libros de relatos españoles publicados en el siglo xx. Eloy Tizón tiene, hoy, cuarenta y dos años, lo que quiere decir que sigue siendo un autor joven, y que su carrera apenas ha comenzado como quien dice.
Yo, como ya he dicho, comencé a oír hablar de él en torno a los dieciséis años, y busqué su libro en el que, por entonces, era el abrevadero de mis lecturas: la biblioteca del Centro Cultural Buero Vallejo situado en la calle Boltaña del barrio de Canillejas. Allí no estaba –y creo que sigue sin estar, pese a que ya ha sido reeditado- este libro. Así que me quedé sin leerlo en su momento y, como suele ser habitual en el caso de los libros, no volví a buscarlo hasta mucho tiempo después.
Fue en la universidad, y no precisamente en los primeros años de la carera –que todavía no he acabado para vergüenza mía y del sistema educativo a partes iguales, porque ya sé que hace falta ser vago para no haberme sacado todavía la asignatura que me falta, pero tampoco olvido que hay muchos licenciados de filología hispánica por estos mundos de Dios que tienen menos idea que yo no ya de las materias de la carrera en general, sino de la misma asignatura que tengo pendiente, no sé misterios complutenses- cuando, en una de las numerosas razzias que hacía en la biblioteca –en la biblioteca los trabajadores y becarios temblaban apenas me veían entrar por la puerta, y se iban agenciándo los papeles en los que se indica la fecha de devolución y el pegamento de barra para colarlos a los libros que me llevaba, porque casi siempre los estrenaba yo, de hecho alguna vez hasta tuve que esperar a que tejuelaran algún ejemplar- que fueron sin duda algunos de los mejores momentos de mi paso por la universidad. En ellas conocí a Felipe R. Navarro, muchos libros de Benítez Reyes, de Hipólito G. Navarro, alguno de Andrés Trapiello, uno, Raval, de Arcadi Espada –por el que me acerqué a la facultad de Educación, porque estaba sólo en esa biblioteca y desconocía eso del préstamos interbibliotecario, y por cierto, qué gran facultad aquella, abarrotada de mujeres-, Javier Salvago, Onetti y muchos más que me llevé prestados a casa. Entre ellos pedí el primer libro de relatos de Eloy Tizón.
La lectura de Eloy Tizón me trajo vagos aromas de la poesía, de la precisión lingüística de Nabokov, vagos efluvios de una literatura que para fluir era exigente con el autor –todavía hoy creo que uno de los prosistas más limpios, uno de los escritores con una concepción más clara de lo que es la necesidad de escribir bien cada página de un libro, es Tizón- y que como contrapartida podía permitirse ser exigente con el lector, ya que este tenía a su alcance todo lo necesario para entender un texto pulcro y atinado como pocos.
Eran once relatos, una alineación de un equipo de ensueño, con dos cracks indiscutibles: La vida intermitente y Velocidad de los jardines. Si alguien, en algún momento, se plantea hacer una historia del cuento, tendrá que pasar por esas dos estaciones, y quedarse un rato en ellas. Y seguro que lo hará muy gustoso.
No creo que sea casual que en ambos casos se trate de historias parecidas, ambientadas en un entorno estudiantil que trascienden el tópico temático –vaya un pleonasmo que me ha salido- ya que van más allá de ser historias de aprendizaje para convertirse en verdaderos referentes de una literatura que posee el temblor de un pájaro, lleno de vida, en nuestras manos.
Las casualidades han querido que los años, y las amistades, le hayan puesto a uno un poco más cerca de Eloy Tizón. Y que haya leído sus novelas con desigual agrado. Pero, sobre todo, que esperase ansiosamente un nuevo libro de relatos. Por eso cuando, a la salida del trabajo –en realidad unos pequeños novillos escondidos de café-, me di una vuelta por la librería de al lado de la oficina y vi el nuevo libro de relatos no pude esperar a solicitarlo a la editorial. Lo compré y, escondido, lo llevé a la oficina. Lo leí del tirón esa misma tarde, apenas llegué a casa. Que hasta hoy, varios meses después, no se hable aquí de él, demuestra hasta qué punto estas anotaciones son tan desordenadas como la vida que lleva uno.
Algunos de los cuentos que ha recogido en su nuevo libro los había leído ya. Pájaro llanto en casa de un amigo que tenía un ejemplar de la revista Turia como lectura de baño –era J. que se pasa las tardes en la oficina haciendo la rosca a los directores de las revistas literarias para meter algún cuentecillo, poema o texto en ellas-, y de la que di buena cuenta. Pez volador estaba recogido en la antología Pequeñas resistencias que publicase Páginas de Espuma –junto a La vida intermitente, por cierto. Los volví a leer con el mismo agrado de la primera vez, y el mismo placer de estar ante unos textos espléndidamente trabajados, que están montados con el mismo respeto por la literatura y el lector del anterior libro de relatos y que ha hecho de Tizón un autor de referencia aún siendo tan joven.
Hay además, en este libro, tres nuevas estaciones de esas que hablado antes, en la que demorarse mucho rato no es molesto sino placentero. Se trata del ya mencionado Pez volador, de El mercurio de los termómetros y del cuento que da nombre al libro y lo cierra: Parpadeos. Son tres relatos que, por su entidad, justificarían por separado cualquier libro, pero que, para fortuna del lector, están encerrados en las ciento cuarenta páginas que tiene este.
Aunque lo más agradable del conjunto es que no se haya repetido, que los cuentos de este libro suenen –no podía ser de otro modo- a él, pero que no sean variaciones de los cuentos del libro anterior. Este libro deja traslucir a un hombre detrás del joven del anterior, que vive cosas diferentes y que encara de un modo distinto las mismas. Y no sólo en el plano de los argumentos, de las historias, sino en el tratamiento de las mismas. Si uno escribe bien, como le sucede a Tizón, no le quedan más narices que seguir escribiendo bien, -uno escribe como escribe por fatalidad-; pero además se aprecia una ampliación del estro poético del autor –no, no me he vuelto loco por hablar de estro en un libro de narrativa, porque la poesía es un algo que está en toda buena literatura, esté versificada o no-, su lirismo, la aparición de lo surreal, se mezclan con lo autobiográfico, con las referencias más directas y reconocibles, pero siempre, en todo momento, las historias suenan, resuenan, a Tizón.
Hay autores que escriben libros como otros van a la oficina, de modo rutinario, para pagar las facturas, para llegar a fin de mes o para estar siempre en las mesas de novedades. Otros, como Tizón, parece que sólo aparecen en los días festivos, y no porque sean domingos, sino porque al aparecer sus libros parece que sea fiesta.

Eloy Tizón Parpadeos Anagrama, Barcelona, 2006