No deja uno de sorprenderse de lo descerebrado de la actitud de los gobernantes. Se jacta la República Francesa de ser la madre de la democracia moderna y de tener una democracia a prueba de bombas que aguanta todo embate que, desde la izquierda o la derecha, se le quiera dar. Pero en las decisiones de sus gobernantes se ve de un modo claro que hay algo que no debe andar muy bien. Hace un año, poco menos, los jóvenes de las barriadas de inmigrantes -que pese a que han transcurrido ya tres generaciones se siguen sientiendo extranjeros en su propio país- le prendían fuego a todo. Hace seis meses los jóvenes burgueses salían a la calle para que nada cambiase, para frenar un "progreso" que sólo es tal para las empresas y holdings. Ahora el gobierno -el mismo que prohibió velos, cruces cristianas y demás indumentaria a los alumnos de colegios e institutos- decide que no se pueden ir a clase con complementos o vestimentas en las que aparezca la hoja de la marihuana. O sea, no se hace trabajo social, no se trabaja por integrar a los chicos, por frenar los intereses excesivos de las corporaciones, ni tan siquiera por informar a los jóvenes sobre las drogas -las mismas que ingerimos en grandes cantidades de farmacopea, cafés, refrescos de cola y demás-, lo importante es el aspecto, la apariencia. Una política de maquillaje, vamos.
Tal vez es el propio ministro Villepin el que dicta estas normas. Un hombre capaz de mantener las apariencias -pese a ser pillado in fraganti al intentar acabar con la carrera política de su principal rival dentro del partido, Sarkozy- o de educar a sus hijos, como demuestra el episodio de la detención de su propio hijo.
No anda uno muy puesto en literatura francesa, y menos en la actual -que es verdaderamente aburrida, con una gente tan pagada de sí misma que hasta el alma les bosteza- pero sí que he léido -¿cómo no hacerlo?- al enfant terrible de la literatura gala -¿por qué ir de gala es ir bien vestido sin más preocupación que la estética?- que no es otro que Michel Houellebecq. Y a mí, la verdad, me ha dejado tan pasmado como la política que ejercen por allí. Mucha honestidad, mucha pose de rebeldía, pero a la hora de la verdad es un tipo tan simplón como el charcutero que, entre loncha y loncha de mortadela te dice lo que haría él para acabar con "todos esos gamberros". Cuando habla de los musulmanes que pueblan las calles de París lo hace como un taxista, cuando habla de ingeniería genética parece el camarero que me pone el café. Todo simple, ramplón, pretencioso. Un tipejo cualquiera de esos que se pasan el día en el bar con el carajillo o el sol y sombra y perorando sobre cómo arreglar el mundo, pero que se hace el rarito con esos pantalones de cuello alto, con los cuatro pelos largos y despeinados, con unas gafas de sol que avergonzarían a un fascista de los que van a poner flores al Valle de los Caídos, y se busca uno para darse lustro unas amistades un poco modernas -productores discográficos, editores minoritarios, artistas de vanguardia- y ya está, uno es un referente social y literario. Pero luego uno lee Ampliación del campo de batalla y no va más allá que cualquier teleserie de las diez de la noche. Bueno, al menos en las teleseries los directores rijosos se preocupan de que las actrices sean monas. Y es más soportable.
Tampoco quiero que se me malinterprete, todo esto se puede resumir en que, con una sociedad así uno no puede esperar escritores más radicales. Es el signo de los tiempos: un hombrecillo que se está once horas al día fuera de casa y que se tiene que llevar el tupperware a la oficina se considera clase media, y un autor que reivindica el sexo libre y la legalización de las drogas es rebelde. Pues vale.
O tempora, o mores.