20 octubre 2006

El corazón en armas

Uno de los mecanismos que se pueden esgrimir a la hora de plantear la autoridad de uno para hablar de un libro es destacar lo temprano del momento en que uno se percató de la calidad del mismo. Lo suele uno escuchar muchas veces, podemos imginar muchas confesiones en esta onda: "Desde la primera vez que lo leí sabía que sería un libro único, merecía la pena publicarlo y acercárselo a los lectores de todo el mundo". Podría ser una frase de Gide hablando de Proust, o de Barral hablando de Cien años de soledad, por ejemplo, a lo mejor es lo que dijo el editor de Falcones o de Zafón, los caminos del Señor son inescrutables.
Pero yo lo voy a decir. El primero de los cuentos que leí de La vida ausente fue Mientras dicen adios. Lo leyó Ángel Zapata en uno de los encuentros -con habitual empalago cultureta los llamábamos tertulias- a los que asistí todas las tardes de los domingos durante un año hasta que quedío claro que no no pintábamos demasiado todos juntos allí. No creo que sea un mérito mío haberme dado cuenta en el mismo momento en que terminamos de leer ese cuento que era una maravilla. Se dieron cuenta los que lo premiaron en Huelva poco después, y lo editaron en una edición preciosa que atesoro en casa -qué bonitas las ediciones de los cuentos sueltos, qué lastima que haya tan pocas. No es un mérito mío como lector ver que el cuento es bueno, ni haberlo leído antes que muchos. El mérito del cuento es de su autor, de Ángel Zapata.
A lo largo de ese año pude leer otros dos cuentos de los que ahora están incluidos en este libro: Las otras vidas y de Un día vendrá. La sensación fue la misma, esos tres cuentos estaban cortados por una patronista espertísimo, rematados con un gusto de costurera de encaje, diseñados por un autor que quería llevar el cuento hasta límites inesplorados. En ese camino de hacer tejidos cada vez más perfectos, de desbordar el género hasta violentar sus fronteras Ángel se quedó algo solo. Le abandonó la voz.
Todavía recuero el medio año, aproximadamente, o tal vez fue más, en que Ángel no escribió. O lo hizo en silencio, emborronando hojas que acababan en la papelera -en la de reciclaje, no se preocupen los ecologistas. Tenía entre manos un texto único, extraño. Es lo que hoy se ha llamado La vida ausente. Es el cuento que abre el libro.
Víctor García Antón, con la agudeza y generosidad que le distingue a la hora de hablar de los amigos, dice que ese cuento está en el lugar idóneo, porque así nadie puede decir que Ángel no puede escribir como quiera. Me recuerda en eso a los que dicen que Picasso es grande porque ya demostró en las épocas azul y rosa que podía pintar bien y por eso algo debía querer hacer cuando pintaba mal. Pero al hacer este comentario yo estoy cayendo donde Víctor no lo haría. Se llama maldad, yo no soy generoso.
No seré el primero que hable de La vida ausente. Sí recuerdo que Ángel en su momento me pidió que averiguara si algún libro se llamaba así. También que me amenazó cuando me vio titual un post de este blog con ese título. Ángel sí es generoso, pero no es tonto. Haber conocido antes al título tampoco me sirve como argumento de autoridad. Es un buen título, cualquiera que lo escucha por primera vez puede darse cuenta.
Yo, cada vez que releo ese cuento -lo he hecho ya unas cinco veces desde que me lo entregó Ángel para que le diera mi opinión hace ya un año, cuando me dejó el manuscrito del libro para que le ayudase a corregirlo, cuando le ayudé con él poco antes de editarlo, dos veces con el libro ya editado en mis manos- veo la historia de todo escritor. Por eso creo que nos llega tanto a todos -a todos los que escribimos, claro. En ese cuento se narra la huida, la fuga necesaria -o la marginación, a fin de cuentas da lo mismo que se vaya uno a los márgenes o que lo echen, importa que acaba ahí- del artista de la doxa. El artista no puede trabajar dentro de ella. Ahí trabaja el mercader, el tendero, pero no el artista. Tal vez esa sea la tragedia de la literatura actual, que pasan muchos comerciantes por artistas.
Lo que hace especialmente original -y maravillosa- a la historia que se nos cuenta allí, y por lo que creo que le costó tanto a Ángel terminarla es porque, frente a la lectura que haría cualquiera, y que sería romántica -usando la historiografía, no el lenguaje adolescente- y hablaría de lo maravilloso de apartarse, lo que cuenta Zapata es que eso es algo enormemente doloroso. No hay nada bello en eso. El autor huye de lo cutre del mobiliario de su casa, de la simpleza de su familia, de lo gris de su barrio. Pero también huye de la vida. De algún modo todo artista renuncia a la vida. Eso no puede ser maravilloso. Y por eso, el joven que viste de un modo estrambótico, que pasa las tarde aferrado a su taza de té con leche en un café intentando no naufragar, que debería sentirse un elegeido porque no entiende las conversaciones grasientas y resobadas de sus compañeros de colegio, apenas contiene el llanto. No hay nada agradable ahí. No es más feliz el que ve lo real. Al contrario, saber que ese vacío está ahí es angustioso.
Y cómo investigar en ese vacío. Sumergiéndose en el yo. Para los que no lo sepan lo diré ya. Zapata es psicoanalista. Bucea en el yo, en el suyo y en el de otros. Zapata es surrealista, en el sentido político del término, no en el chistoso. Esas dos condiciones, ese contexto, hace de Ángel un especimen extraño en la literatura de este país. Y por eso las narraciones decantadamente surrealistas del libro extrañarán a muchos. Yo no termino de entenderlas. El otro día, tomando unas cañas, Víctor y Juan Jacinto Muñoz Rengel comentaban conmigo -y estábamos todos de acuerdo- en que no entendemos todas y cada una de las cosas que quiere decir Ángel en ellas. Pero no creo que eso importe, me interesa más lo que me sucede cuando las leo, lo que experimento en el acto de lectura de las mismas. A veces me inquieto, a veces siento vértigo. No entiendo por qué la literatura debe ser distinta a hacer el amor. Podemos buscar sensaciones en ambos terrenos. Uno no folla para transmitir ideas.
El último texto que me dejó Ángel antes de dar por acabado el texto es Belvedere. Lo leí en su casa, maravillado por un texto que es pura poesía, en el que Ángel nos hace sentir la ruina de la vida de la clase media, la sordidez del matrimonio, la falsedad de los deseos que se nos han impuesto a través del estado del bienestar. Esa vida es una ruina, no está ausente, está podrida.
No puedo ser imparcial con un libro como el de Ángel. No se puede ser imparcial con un amigo. No debo serlo. No quiero. Conozco demasiadas cosas del camino que han recorrido estos cuentos como para tenerlos cariño. Ignoro las suficientes como para que me sigan fascinando.
No es mérito mío haberme dado cuenta de que es un libro fantástico. Eso lo puede ver cualquiera que lo lea.
Ángel Zapata La vida ausente Páginas de espuma, Madrid, 2006

Para los que estén interesados, recordarles que el próximo viernes 27 de octubre a las 19:30, en el Círculo de Bellas Artes, Sala Ramón Gómez de la Serna, es la presentación del libro. Asistirán el autor, el editor, Eduardo García e Hipólito G. Navarro.