En este relato Urdizil cuenta la historia de su encuentro con el desdichado Svatopluk Janda, un compañero de escuela, treinta años más tarde. El día en que casualmente se encuentran, Svatopluk le entrega un trozo de papel que había conservado celosamente durante todos esos años, donde el pequeño Urdizil había escrito varias veces esta frase: «No debo hablar ni soplar», que le había dictado como castigo el terrible maestro Petrak. Eran días negros, días en los cuales en las letrinas de los cafés «prosperaba el tráfico de pasaportes falsos», recordaba Urdizil. «Las joyas de la familia, valores y objetos preciosos eran entregados a personas hasta entonces desconocidas. Los que escribían cartas habían pactado con sus destinatarios un código secreto. Las cartas parecían poemas dadaístas: “El submarino está en el calentador… la gata está en la esquina de coser.”»
Con el último recuerdo del pasado en el bolsillo, Urdizil se dio a la fuga en un tren nocturno, a la hora precisa en que debía subir el guardia de frontera, que fatalmente se daría cuenta de que su visado de salida era falso. A las tres de la mañana oyó gritar en el pasillo el temido anuncio: «¡Control de frontera! ¡Visados de salida!» El empleado miró incrédulo los documentos que Urdizil se había sacado del bolsillo con disimulada desenvoltura. «Usted no tiene la cabeza en su sitio –le dijo-. “¡No debo hablar ni soplar!” ¿Qué significa?» Urdizil miró la hoja desconcertado. «Discúlpeme –repuso-, una hoja vieja se mezcló con mis papeles. Un viejo pedazo de papel de la época de la escuela.»
Buscó en sus bolsillos y añadió: «Aquí está, aquí, el visado de salida.» Los ojos del empleado se iluminaron. «Claro –dijo-, es eso –y se echó a reír-. No debo hablar ni soplar, también a mí me habrán hecho copiar algo parecido en mis tiempos, unas cincuenta veces quizás, es algo que pasa a menudo.» Y se moría de risa, tanto que hasta se le saltaban las lágrimas mientras sellaba el documento con el visado de salida falso. «No debo charlar ni soplar, mire un poco lo que me viene a ocurrir, y de noche», agregó, y se alejó riendo por el pasillo.
Así consiguió Urdizil huir de la ocupación nazi en Checoslovaquia y llegar a los Estados Unidos donde terminó su vida.
Hasta ahí llega el poder de la palabra.