06 octubre 2006

Hojeando los suplementos "culturales"


Vivimos tiempos extraños. Nuestro entorno se rige por la lógica más despiadada, que bajo la máscara de la “lógica del mercado” nos impone unos modos de vida regidos por el consumo, lo fungible, lo tangible, todo lo manipulable e instrumental entra dentro de las directrices del mercado, y por tanto dentro de lo social. Pero hay una realidad que se escapa a eso: lo privado, nosotros mismos, nuestras dudas e inquietudes, nuestros sueños, nuestros miedos y nuestras esperanzas. Nos hemos agarrado como si se tratase de un clavo ardiendo al imperio de la lógica, del silogismo. Y ese pozo del que sale lo más puro que tenemos, nuestra misma esencia que apenas sabemos observar y que intentamos entender, desentrañar, se ha abandonado. El pensamiento mítico, la elaboración de ritos y mecanismos que nos permiten sobrellevar mejor la existencia se ha abandonado en un recodo del camino. ¿Y para qué? ¿De qué nos sirve alejar la enfermedad y la muerte de nuestras vidas, recluyéndolas en hospitales, en fríos e impersonales tanatorios que cada veinticuatro horas contienen un duelo distinto? ¿De qué nos sirve reprimir nuestros instintos, olvidar el origen animal –excepto los bioquímicos, que no dejan de explicarnos todo lo que tenemos en común con un mono a nivel genético, lo que usan los teólogos para recalcar que esa diferencia es la mano de Dios- en pos de una “civilización” que nos embrutece cada vez más y convierte las urbes, la civitas, en una jungla?
Escribir no es trazarse una senda a seguir camino de la mesa de novedades de las librerías, escribir es un acto casi suicida en el que buscamos lo que tememos encontrar: a nosotros mismo. El consejo del oráculo délfico sigue siendo hoy el objetivo de todo autor. Conocerse a uno mismo es, en buena medida, conocer al ser humano y por extensión a cada uno de los individuos que forman nuestro entorno: la sociedad. El escritor emprende una búsqueda que, en la mayoría de los casos, no va llevarle a otro lugar que no sea el fracaso, pero la emprende con la certeza de que debe disfrutar del viaje, de ese camino, puesto que es ahí donde radica la vida, y por extensión la escritura.
Todo hombre elige cómo vivir en su entorno privado, y decide en conjunción de otros hombres libres el destino de la sociedad en el marco de lo público. Son los dos ámbitos en los que el mercado no debe entrar. Por eso, cuando uno piensa hasta que punto el tercero de los lugares de relación, el del ágora, el mercado, se solapa con los dos entornos que nunca debería pisar: el privado y el público, uno se pone a temblar de la deriva de la sociedad en la que nos movemos.
Escribir nos protege de eso, porque excluye por definición al mercado. Pero este usa ahora la literatura como una mercancía más. La literatura no se vende, la literatura no está en venta. Usemos sus silogismos: Lo que se vende no es literatura.