28 febrero 2006

Alí Polanco y los cuarenta académicos ladrones

No es broma, son cuarenta los académicos actuales.
No hace mucho tiempo disertaba por estos lares acerca de lo pedigüeños que son algunos trabajadores del cine y demás. Uno de los lectores más brillantes y animados del blog ha tenido a bien hacerme llegar cierta información que desconocía. Es, sencillamente, los medios por los que se financia la RAE.
Lo curioso de la RAE es que es una institución formada por viejas glorias -y a veces no tan glorias, y últimamente no tan viejas- que siempre sacan a relucir lo poquito que ganan por ser académicos, y están siempre dejando muy claro que, de dedicarse a esto, lo hacen por afición, quitándole el tiempo a la labor que les debe servir para dar de comer a sus hijos -por cierto, cómo es que los hijos de los artistas comen mucho más que los del resto de los profesionales.
Pues bien, resulta que la RAE se financia por una fundación formada por una serie de empresas que obtienen numerosos beneficios fiscales por su patrocinio y que cuentas con empresas como Telefónica (que sufragó el coste del Panhispánico), el Grupo Vocento, el Grupo Prisa, Caja Duero, IberCaja, Caja Madrid, Santander Central Hispano, Repsol YPF, Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, Fundación Endesa, El Corte Inglés, IBM, Iberdrola, Grupo Leche Pascual, Endesa, Fundación La Caixa, Espasa Calpe, Editorial Castalia, SM Ediciones, Fundación Santillana o Círculo de Lectores. Y, por supuesto, la contribución de todos los españoles a través de impuestos.
Este dinero sirve para pagar los emonumentos de los académicos, los gastos de los trabajadores de la casa que van desarrollando la labor lexicográficas de los diccionarios de la casa, y demás gastos. O sea, que el diccionario de la Real academia está pagado, como los están todos los demás que se van editando.
Cualquier internauta medianamente avisado sabe que el diccionario está siempre colgado en la red para realizar las consultas que el usuario estime oportunas, y siempre de modo gratuito.
Pero esto no sucede con el Panhispánico de dudas. Editado por Prisa -como todas las obras de la RAE de un tiempo a esta parte, desde que García de la Concha se largó/ le echaron de Espasa-, donde trabaja el que fue mano derecha de García de la Concha, este diccionario, cuya realización ha pagado ya una empresa y debería ser de acceso gratuito -me parece muy bien que cobren la impresión, pero no el contenido digital- no está disponible en la web.
Total, que ya tenemos un bandolero más grande que todos juntos, el amigo Polanco, que sigue siendo el que más caja hace aprovechándose del dinero de todos los españoles. Para enterarse bien de lo que he comentado en este post dirigiros a http://addendaetcorrigenda.blogia.com/
Exijo, desde aquí, el acceso inmediato a un recurso que hemos pagado todos, y que la Real Academia deje, desde ya, de ser una sociedad para el lucro de unos pocos.

24 febrero 2006

Todos los señoritos

No acostumbro, lo debo reconocer, a contar entre mis lecturas las obras de Javier Marías. Me aburren, me parecen vanas y huecas, mera retórica. En su momento, con mis tiernos diecisiete añitos, leí esas novelas que tan bien se vendían y de las que tanto se hablaba: Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. Las pedí prestadas del lugar más parecido al paraíso que conocía por entonces, la biblioteca municipal del centro cultural Buero Valllejo en la calle Boltaña -perdón por la emulación borgiana, pero es sincero. Y he de reconocer que, si bien no llegó a fascinarme como a algunos de mis amigos, que siguen teniendo a Marías como uno de sus popes y modelos, sí que me entretuvieron y aprecié el oficio que, después de veinte años escribiendo novelas, había conseguido este hombre.
Pero, pasado un tiempo, cayó en mis manos de nuevo Corazón tan blanco y releí el comienzo de la novela, y casi me da un patatús. No por lo que cuenta –si uno reduce de un modo escueto la trama de la novela está ante un culebrón de clase alta de esos que en la franja del mediodía dan para varios meses de peripecias- sino por lo abracadabrante del estilo. ¿Es necesario realmente barroquizar todo hasta el extremo para justificar un estilo? En el caso de Marías sí, porque aunque yo piense que para decir que la niña se pegó un tiro en el corazón no hace falta ir describiendo una por una las prendas que aparta –por cierto, ¿por qué las aparta?- y colocarse como narrador en un lugar tan rebuscado para poder construir esas frases ampulosas que dan un aire de escritura trabajada cuando no son más que sintaxis retorcida y poco meditada –es más difícil escribir claro y límpido como hace Cervantes que alambicado y pretencioso como hacía Cela, que en esto era un cuco, porque así al lector medio le da la sensación de que está leyendo algo “muy complicao” y está muy orgulloso de entenderlo, y el catedrático piensa que su deber moral es decodificarlo para los simples mortales, y así tiene para varios libros.
Pero, si hay algo que con el tiempo me ha molestado más de Marías ha sido su aire de señorito progre que no se rebaja, así lo maten, a ser como el hijo del vecino. Y que escoja esa actitud hacia él me parece muy respetable, pero que intente arrimar el ascua a su sardina con todo escritor que se tercie sí que me molesta bastante. Eso, más o menos, hace en un pasaje de su libro Vidas escritas que he leído, de rebote, en el blog El lamento de Portnoy:
Quiere la leyenda cursi de la literatura que William Faulkner escribiera su novela Mientras agonizo en el plazo de seis semanas y en la más precaria de las situaciones, a saber: mientras trabajaba de noche en una mina, con los folios apoyados en la carretilla volcada y alumbrándose con la mortecina linterna de su propio casco polvoriento. Es un intento por parte de la leyenda cursi de hacer ingresar a Faulkner en las filas de los escritores pobres y sacrificados y un poquito proletarios. Lo de las seis semanas es lo único cierto: seis semanas de verano en las que aprovechó al máximo los larguísimos intervalos que le quedaban entre una paletada de carbón y otra a la caldera que tenía a su cuidado en una planta de energía eléctrica. Según Faulkner, allí nadie lo molestaba, el ruido continuo del enorme y viejo dinamo era "apaciguador'' y el lugar "cálido y silencioso''.
De lo que no cabe duda es de su capacidad para abstraerse en la escritura o en la lectura. El empleo en la planta de energía eléctrica se lo había conseguido su padre después de que lo despidieron de su anterior puesto, administrador de la oficina de correos de la Universidad de Mississippi. Al parecer, hubo algún profesor que elevó quejas razonables: la única manera de obtener su correspondencia era rebuscando en el cubo de la basura de la puerta trasera, donde con frecuencia iban a parar directamente, sin abrir, las sacas recibidas. A Faulkner no le gustaba que le interrumpieran la lectura, y la venta de sellos decayó alarmantemente: a modo de explicación, Faulkner dijo a su familia que no estaba dispuesto a levantarse continuamente para atender a la ventanilla y mostrarse agradecido con cualquier hijo de perra que tuviera dos centavos para comprar un sello.
Pues supongo que sí, que el problema de este hombre es que sabía, desde muy niño, que la literatura era su objetivo, así se lo dijo su profesor de lengua y literatura en el instituto, y lo que hizo fue ser consecuente con su vocación y no estar demasiado a gusto con las molestia que pudiese encontrarse en el camino. Pero de ahí a considerar que un hombre que tiene que escribir una novela mientras está al tanto de la caldera de una central eléctrica no es pobre va un largo camino. De hecho lo fascinante de Faulkner es su fidelidad a la literatura más ambiciosa y exigente, porque intentó que funcionasen varias de sus novelas hasta que su editor le dio un ultimátum: la próxima vendía o ya no habría más publicaciones. Y el amigo Faulkner se descolgó con una novela de serie negra porque sabía que eran las que por entonces mejor vendían pero que, viniendo de él, no podía ser otra cosa que fascinante y extraña: Santuario.
Con esta vendió algo más, pero no fue hasta que le contrataron en Hollywood, donde arreció su alcoholismo, cuando Faulkner pasó a tener una vida desahogada. Por eso, que un señorito que no ha debido fregar un plato en su vida, y que tiene dos pisos junto a la plaza de la Villa, uno para vivir y otro para trabajar, venga ahora a hacer de cantamañanas y negar la mayor, esto es, que Faulkner pasó hambre y al borde estuvo de comerse las piedras, no deja de ser irritante.
Recuerda a esos que en el setenta y ocho -el año de verdad importante en España, señores, que en París diez años antes hubo muy pocos de los que se ponen las medallas ahora- pedían el no a la constitución por considerarla demasiado progresista y ahora sacan a relucir un constitucionalismo de generación espontánea. Hasta donde haga falta para arrimar el ascua a su sardina.

23 febrero 2006

Programas estravagantes, o estomagantes, o esto... mangantes

Con la misma mezcla de repulsión y fascinación ante la atrocidad con la que contempla uno las imágenes del exterminio judío, por poner un ejemplo, o de un enfermo de anorexia -creo que nos sucede a todos más o menos lo mismo, que la repulsión que sentimos no nos impide mirar esa puesta en escena de la muerte y nos quedamos contemplándolo fascinados- me quedé ayer a ver el programa Estravagario de la segunda cadena.
Por encima de la evidente incapacidad de Javier Rioyo para llevar un programa de libros, convirtiéndolo en un escaparate-catálogo de productos de o afines a el grupo Prisa, y evidenciando en cada entrevista que, o bien no se ha leído el libro, o bien que no se ha enterado de nada. David Torres, sobre todo, le supo parar lo pies y lidiar con el berraco que tenía entre manos en un par de ocasiones -uno sigue sin entender por qué se lleva a alguien a un programa para entrevistarle y luego no se le deja hablar-, y Javier Calvo -siento mucho decirlo pero su novela El dios reflectante es una de las peores cosas que he leído- con un aire más desenfadado, más irónico, también lo supo manejar en mayor o menor medida. Pablo Sánchez, el tercero de los invitados, que no reside en España y se topó de golpe y porrazo con el mastuerzo lo llevaba con la elegancia del sueco que o lo es o se lo hace.
Aunque el gran momento de ese programa dedicado a los libros, y por extesión al lenguaje, llegó cuando pasaron una entrevista realizada a Julian Barnes. Afortunadamente conservan la voz original del autor sin pisarla con un molesto doblaje, por lo que pudimos disfrutar del irónico y cadencioso decir del británico. Lo sorprendente vino cuando comenzó uno a fijarse -esa fijación por el detalle que ya me ha dicho mi terapeuta que me traerá cada vez más problemas- en los subtítulos. Ni una mayúscula. Ni en nombres propios, ni al inicio de frase, de hecho no existían los puntos, usaban las comas, y porque de no hacerlo eso sería un galimatías. De hecho yo tenía la ventaja de tener bastante soltura con el inglés, así que me enteraba de todo sin leer los subtítulos, pero una persona que no estuviera en mi situación se las desearía para entender el mensaje de Barnes. Pensé en mis amigos literatos que hablan francés y que estuvieran leyendo esos subtítulos.
¿Cómo demonios pretendemos que los jóvenes aprendan a escribir con corrección y no como si todo fuera un SMS y permitimos que, con el dinero de todos los españoles se fomente la mala ortografía? ¿Será porque, en honor a Neruda, el título del programa es ya una muestra manifiesta de la incapacidad de escribir correctamente? ¿Por qué tenemos que pagar todos los españoles la publicidad de un grupo mediático y de presión que tiene ya numerosos mecanismos para su promoción? ¿Por qué demonios ponen a este mastuerzo a hacer un programa de libros? Ha conseguido que eche de menos a Sánchez Dragó, y mira que me cae mal.

22 febrero 2006

La vida en technicolor

Hoy ha sucedido.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, quién sabe si no ha sido así, tres de los grandes tabloides españoles se han lanzado a poner un poco más de color en nuestras vidas. Para mi sorpresa, ha sido el día de hoy, 22 de febrero, cuando en El País, El Mundo y La Vanguardia se han animado a imprimir en color algunas de las páginas interiores de los diarios. Bueno, algunas no, las de la sección deportiva. El Mundo ha colocado tan sólo la portada de la seción deportiva en color, en La Vanguardia han colocado cuatro páginas en color, la portada de deportes y la siguiente, y otras dos, siguiendo, como es normal, la estructura de la rotativa para poder usar los mismos rollos de impresión. En El País no se han conformado con colocar la portada de la sección deportiva en color sin que han restructurado buena parte del periódico, integrando la información local tras la nacional y desapareciendo como cuadernillo interno, tal y como sucedía hasta ahora.
Alguno recordará la apología que se hizo en este periódico de acitudes quijotescas como la de los lectores asiduos del FAZ, que reivindicaban un periódico de alta exigencia con el lector en el que poder analizar la noticia con total libertad frente a la información apresurada, siempre superficial, de la imagen.
Por eso sólo se puede lamentar que, en su guerra con los tabloides gratuitos -que sirven sobre todo para alfombrar las calles como habrá podido comprobar cualquier transeúnte de las diez y media de la mañana- y la prensa ligera e intrascendente que se practica en los tabloides deportivos -y no se salva ni uno: Marca, As. Sport y Mundo deportivo, por citar los más grandes-, hayan decidido rebajar sus planetamientos y unirse al estilo fácil, al halago meramente visual.
Alguno dirá que es exagerado, porque a fin de cuentas ya colocaban fotografías en dicha seción y tampoco es que fuerna muy profundos los textos que las acompañaban, pero es que ahí radica el problema. Todo lector medianamente atento se habrá dado cuenta de que, en las informaciones culturales, económicas, políticas y demás, prima la palabra, el mensaje, frente al apoyo visual, de descanso y refuerzo que es la imagen. Así es un medio de comunicación escrito, la palabra es lo importante, porque es con lo que se comunica, y la imagen sirve de apoyo, justo al contrario que la televisión, donde un señor hablando a una cámara es menos interesante que ver las imágenes de lo que ha sucedido. Que la batalla por informar rápido la ha ganado la televisión y la radio es un hecho indiscutible, que la prensa ha encontrado en el análisis y el sosiego su principal camino hacia la subsistencia también, pero, ¿por qué caer en la rapidez, la ramplonería de la prensa deportiva? Ahí es donde comienza el problema, la prensa deportiva sale en color porque sus lectores no leen los textos, no es eso lo que buscan, sino volver a ver lo que contemplaron el día anterior, confirmar lo que saben. Un comprador de prensa deportiva ya sabe los resultados, pero va a comprobar si sus percepciones son ciertas, va a alimentar su afición -de ahí que los diarios deportivos se adscriban de un modo más o menos evidente a unos colores, siempre de un equipo grande, porque saben que eso les asegura lectores y tirada- y por eso quiere imágenes en color que poder mostrar en sus conversaciones en el bar o colgar de la pared.
La banalización que supone trasladar dicho sistema a la prensa, llamémosle seria, dicho sistema es que se abre la veda para que los textos de dicha sección sean directamente intrascendentes, mero relleno de página.
Hoy los diarios saben que su principal competidor es Internet, y la manera de atraer al lector es el color, dejar de tener la gris apariencia de un libro, de la letra impresa, para ajustarse a la estética del colorín y la revista de cotilleo pertinente. Pero, en ese trayecto, la prensa como medio se desvirtúa y se diluye su potencia. Esperemos que tan sólo estemos presenciando el ajuste del medio de comunicación a lo banal del asunto, mucho me temo que no es eso lo que sucede.

21 febrero 2006

La literatura y el cine

Comentaba ayer que la gete prefiere ver cine -y no digo ir al cine- que leer libros. Es obvio que es una actividad que, en la mayoría de los casos es mucho más cómoda y requiere de una participación menor por parte del receptor de la misma. Sentarse delante de la televisión nunca ha sido, la verdad, una actividad muy esforzada, antes al contrario, si lo fuera seguramente lo haría mucha menos gente de la que lo hace -o al menos lo haría durante menos tiempo, porque los últimos estudios revelan más de cuatro horas de media frente al televisor.
Pero, lo más curioso es la imagen que tienen los que se dedican a esto del cine de un escritor. No deja de ser extraño porque un guionista como Dios manda sabe que tiene que estar muchas horas al teclado para dar a luz algo decente pero, por alguna extraña razón, los escritores no salen nunca escribiendo en las películas. O lo hacen de un modo secundario, relativo, anecdótico.
En Las horas vemos una vez, una vez, a Kidman-Woolf escribiendo, lo mismo sucede en Capote, en Soldados de Salamina vemos a Sánchez Mazas recortar una hoja del cuaderno, pero no le vemos escribir nada, a Lola Cercas la vemos escribir, pero sobre todo no-escribir. Ahora mismo no me acuerdo de más películas recientes, pero esto se podría extender hasta el infinito. ¿Cómo demonios piensa esta gente que un escritor se hace escritor? ¿Poniendo "escritor" en el casillero del IRPF de profesiones?
Pero, claro, a esto se suman con alegría desenfrenada los editores. Basta con que aparezca una película para que aparezca una nueva edición del libro en cuestión retapada con algú fotograma de la película en cuestión. Y eso, hasta cierto punto, es lógico. Pero en el caso de la reedcición de la biografía de Grald Clarke sobre Capote roza el paroxismo. Le han cambiado el título para que coincida con la película y en la portada aparece una fotografía de Phillip Seymour-Hoffman caracterizado como el autor porque, claro, era tan difícil conseguir una del original.
Ahora Capote ya no es Capote, sino que es un actor, como pasó con la Woolf, con Sánchez Mazas, con...

20 febrero 2006

Cine y literatura

Cada vez que oigo en la televisión, en la radio, en alguna conversación, cada vez que leo algún artículo donde se comenta que la gente no da la importancia que debería tener al estudio de las disciplinas humanísticas me tengo que controlar para que no me de el brote y tenga que dormir en un psiquiátrico. Esto es como lo de los buenos modales, todo el mundo los echa de menos y los reivindica, pero nadie los cumple. "Si pudiera cambiar el mundo haría que la gente no te empuje en el Metro, la gente ya no tiene educación." Pero luego en los ascensores no decimos ni hola al vecino de dos plantas más arriba -que tampoco nos saluda a nosotros, claro- y así como con todo.

La literatura es, hoy por hoy, pasto de nostálgicos o de incurables excéntricos, a nadie le importa. Y sirva como botón de muestra la controversia que está generando la adaptación cinematográfica de ese montón de papel impreso al que llaman Código Da Vinci –me niego a llamarlo libro o novela y a considerar tan siquiera que eso sea un título, por eso va sin comillas y en letra redonda, lo siento, soy uno de los excéntricos o nostálgicos de los que antes hablaba.
El hatillo de hojas –me tendré que exprimir la mollera para lograr explicarme sin mancillar la palabra libro- que ha vendido cerca de cuarenta millones de ejemplares en el mundo, y ha suscitado veintinueve entradas en el registro del ISBN sólo en España –pueden comprobarlo: si teclean “código da vinci” aparecen 29 registros vivos- parece ser que no ha sido suficiente para que la organización –llamémosla católica integrista– Opus Dei se movilizase.
Ahora bien, en el momento en que se ha aproximado el estreno de la versión fílmica la polémica se ha desatado. En el Opus Dei están preocupados porque su recaudación va a bajar, y se han lanzado a dar entrevistas y declaraciones por todas partes. La razón es bien sencilla: dejar claro que, por un lado, todo esto no es más que ficción y, por otro lado, aprovechar el tirón para abrir puertas e intentar captar a nuevos colaboradores.
Sin entrar a analizar el lenguaje que usan en el Opus –que, sirva como indicio, es similar al de las sectas- sorprende la pasividad con la que han observado crecer el fenómeno mercantil del legajo y la actividad que ha despertado el celuloide.
Sorprende, eso sí, el inteligente uso comercial que hacen ahora las empresas de las campañas eclesiásticas, ya sea la reedición del, llamémosle libro, Camino de Escrivá de Balaguer o la promoción de la película de llas Crónicas de Narnia.
Es normal, tampoco hay que extrañarse. En un mundo en que Cristo tiene el rostro de James Caviezel.

16 febrero 2006

Mi mundo

Los limites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.
Ludwig Wittgenstein

Ando algo preocupado con lo que veo a mi alrededor. Sobre todo con los comentarios que escucha uno en el bar donde tomo el café cada mañana y a veces como sobre Cataluña y los catalanes. Tampoco es que me sorprenda, la verdad, porque un camarero fue legionario, uno de los parroquianos lleva siempre una mochila con el escudo de un regimiento de infantería, el dueño es del Real Madrid, y los periódicos que compran son el As y El Mundo. Al principio, cuando bajábamos mis compañeros del trabajo y yo, que pecamos todos de progres, nos miraban un poco raro, y ahora, que ya hay confianza y no nos han visto nunca en la sección de terroristas más busados de los noticiarios, se permiten alguna que otra confidencia que nos da a nosotros más miedo del que les dábamos nosotros al principio.
A mí, honestamente, que Cataluña sea o no una nación me da bastante igual. Me molesta, eso sí, que estén usando todo este asunto para tenernos entretenidos con chorradas en vez de gobernar para todos, se sientan españoles o no. Hoy por hoy ya me da lo mismo que Logroño se considere una nación o que Almería quiera montar una agencia tributaria propia. Lo que me preocupa es tener la sensación de que el dinero que me quitan del sueldo sirve para algo. Si el mundo es ya una aldea global, como decía McLuhan, y no hay diferencia entre vivir en Vallecas o el SoHo. y lo importante es el gobierno local para dar a los ciudadanos lo que la rutina les exige, reforzar la idea del gobierno local donde puede ejercer una labor participativa, a mí me da un poco igual ser español o madrileño administrativamente hablando. Mi entorno, mi hábitat, es para mí suficientemente importante como para preocuparme de mi nacionalidad.
Por eso me preocupa este ataque, incentivado desde algunas fuerzas políticas -algunos sociólgos europeos se preguntan cómo es que en España, con índices de inmigración tan altos, no se produce un rebrote de los partidos políticos de extrema derecha como en otros puntos de Europa, y es porque en su ingenuidad todavía se creen eso del partido de centro-derecha- que hace que en algunos momentos Cataluña parezca estar mucho más allá de los quinientos kilómetros que nos separan.
Yo a Cataluña la he tenido, la he sentido, siempre muy cerca. Primero porque la industria editorial ha estado, históricamente, afincada allí. Mis libros, mis tebeos, casi siempre estaban hechos allí. Pero es que además algunos de los autores que despiertan mi fanatismo son de allí. Yo no me imagino mi biblioteca, ni mi manera de leer y escribir, sin Monzó o Pámies y, de un tiempo a esta parte, Puntí y Moliner. Tanto he disfrutado que algunos de sus libros los he comprado en catalán, y acercarme a las librerías en Barcelona para buscar dichos libros me ha permitido conocer a autores como Pere Guixá, por poner un ejemplo.
Para mí esos autores forman parte de mi hábitat, de mi entorno, igual que autores ingleses -los que escriben en lengua inglesa-, franceses -apliquen el mismo criterio-, portugueses, alemanes y algunas lenguas eslavas sueltas. Y lamento mucho tener tan pocos árabes o asiáticos en mi ecosistema literario.
Así que no sé hasta que punto condiciona el lenguaje mi mundo, como decía Wittgenstein, pero sí que sospecho, cada vez con mayor certeza, la medida en que el lenguaje -o las limitaciones que demuestran a la hora de usarlo- condiciona el mundo de los políticos.
Mi mundo es más grande que el suyo. A lo mejor mi nación es más pequeña, pero es que nunca me he plenteado quedarme en casa para siempre.

15 febrero 2006

Publicar

Cada cierto tiempo sucede más o menos lo mismo. Alguien, con la intención de evidencir la nula capacidad de los editores de seleccionar los títulos a editar, les juega la misma mala pasada: enviar un texto de un autor de prestigio con el nombre cambiado para ver si la editorial se anima a publicarlo o no. Como gracia está bien, da para reírse en los corrillos y un par de ladillos en las paginas de los periódicos.
Uno de los casos más famosos fue el sucedido en 1992 -¿catorce años ya desde el mítico año?- cuando alguien envió un manuscrito de un libro de Marguerite Duras que Gallimard reedita periódicamente. Se trata de L'aprés-midi de M. Andesmas. Los autores de la broma-estudio hicieron una copia mecanografiada del texto y lo presentaron bajo el nombre Margot et l'important y firmado por un tal Guillaume P. Jacquet. Los cambios fueron mínimos, tan sólo los nombres de los personajes: Valérie se transformó en Margot y Michel Arc pasó a ser Michel Papin.
Las editoriales que quedaron en entredicho fueron tres. POL deniega la publicación del manuscrito basándose en problemas de línea editorial: "Desgraciadamente, ya que nuestra producción es muy reducida, nos vemos obligados a tener criterios muy restrictivos. Y el libro nos ha parecido que no se ajusta a lo que buscamos para nuestras colecciones". La nota de Editions du Minuit es más escueta: "Le devolvemos el manuscrito, que, desgraciadamente, no entra dentro del marco de nuestra política de publicaciones". La que salió peor parada de la inocentada gur Gallimard, que son los editores del libro pese a no identificarlo, y en su carta alegan que "el informe de nuestros lectores no ha sido favorable. Por tanto, no podemos retener la obra ni tan sólo para futuros programas editoriales".
Y hubo risas.
Leo hoy en La Vanguardia -ya saben, el periódico que hay que leer los miércoles- que en el Sunday Times londinense han vuelto a la carga enviando primeros capítulos de autores como Naipaul o Middleton atribuyéndolos a desconocidos a una veintena de editores y agentes. Nadie reconoció a los verdaderos autores y tan sólo una agente mostró interés por el texto de Middleton. Por supuesto, los autores plagiados han señalado la falta de olfato editorial.
Y ha habido más risas.
Pero, como casi siempre sucede con los medios de comunicación, en los que trabaja gente no muy brillante en la mayoría de los casos, la verdad, las conclusiones son, como casi siempre, las erróneas. Lo único que señala toda esta historia es que lo que se publica se hace por el nombre que aparece en la portada del libro. Porque tienen nombre publican muchos autores -y los que no lo son también como en el caso de Ana Rosa- independientemente de la calidad del texto. De hecho, lo único que a mí me queda claro de todas estas historias es que tanto el texto de la Duras, como el de Naipaul o el de Middleton no son textos comerciales, que es lo que buscan, sobre todo, las editoriales.
Sacar la conclusión de que los editores no publican esos textos por no considerarlos buenos es demasiado ingenuo. Muchos editores saben que el manuscrito tiene calidad, pero consideran que no se vendería ni regalándolo, y como se da el extraño caso de que las editoriales son empresas -dirigidas por personas con la fea costumbre de comer y pagar facturas- lo que se busca es hacer negocio, vender, y la mayoría de las veces los libros que venden no son los de calidad. Lo del editor preocupado por la cultura está bien, pero es uno de esos tópicos que están más gastados que lo de "las perlas de tu boca".
Por eso los informes de lectura de las editoriales tienen dos baremos, el de la calidad literaria y el de la salida comercial, es algo que toda persona que haya trabajado en este mundillo conoce. Puede ser que los informes de lectura fueran buenos en el aspecto literario pero señalaran lo inviable mecantilmente de la publicación. Ese es el asunto de toda esta historia, y de donde se desvía la atención echándose las manos a la cabeza diciendo que una editorial tiene una función cultural. De ser así no acaba de entender uno que las editoriales que mejores arqueos tienen sean las que publican a Dan Brown, Katherine Neville, Ken Follet y un largo etcétera de charcuteros de la literatura -dicho sea con todo el respeto del mundo a los charcuteros de verdad que me cuidan muy bien cada vez que voy a comprar cuarto y mitad de cerdo. De todos modos, por encima de todo est hay que decir que la enorme mayoría de libros que se publican son perfectamente prescindibles, así que no sabe uno si entristecerse porque no hagan caso los editores más a menudo a los informes que pagan -mal, pero pagan- de los originales.
Por oro lado hay muchas risas con lo de que no se conozca a los autores. Parece ser que los señores periodistas que hacen estas, llamémosles, encuestas sí que leen todo lo que se publica. Esa debe ser la razón de que escriban tan bien, de que nunca confundan un libro de cuentos con una novela, de que hablen de la adaptación al cine de la "novela" de Shakespeare tal o cual -lo que me recuerda la novela de Borges que estaba leyendo Menem o del seguimiento que hace Sofía Mazagatos a Vargas Llosa-, y mil perlas más que lee uno no ya en la sección de deportes, donde con leer la alineación de cada uno de los equipos es suficiente -como para el atacante en el campo es suficiente con "leer la defensa" del contrario que debe ser de lo poco qu leen muchos jugadores de fútbol de este país a tenor de como se expresan. Ha trabajado uno en varias editoriales a lo largo de su vida, y nunca le exigieron aprenderse algo más que los títulos del catálogo, como es lógico y normal, puesto que con eso es suficiente para desempeñar el trabajo con eficacia. Pero bueno, parece ser que, desde hoy, en Gallimard obligan a todos los lectores a leerse todos los libros de la editorial antes de darles un solo original para hacer un informe. La media de edad de dichos lectores debe andar por los sesenta, y eso si han llegado porque han tenido que dedicar mucho tiempo a leer todo el catálogo y no han tenido tiempo de trabajar y hace ya tiempo que se murieron sus padres y agotaron la herencia. Eso sí, si se les presenta un libro de la Duras seguro que lo reconocen en la tercera línea. La verdad es que estas noticias auguran un futuro prometedor para la profesión de lector editorial: sesenta euros por la lectura de un original y un informe después de haber leído los cincuenta títulos que edita por año la editorial, multiplicado por los casi cien años que tiene... Hagan cuentas.
Y, por encima de lo absurdo de todo lo comentado lo más preocupante, aquello que los autores, en su torre de edolatría, no querrían nunca reconocer: que tal vez el problema radique en que los libros en cuestión no son nada del otro jueves, que son malillos, vaya, y que si los han llegado a publicar es porque tienen el nombre que tienen, de no ser así otro gallo cantaría. Pero reconocer eso... nunca.
Me contaba el otro día un amigo que hay un escritor que publica con seudónimo, un autor español que ha vendido muchas ediciones de su primera novela, anda ahora negociando con los editores un anticipo de doscientos mil euros para la segunda. Y que impone la condición de usar un nuevo seudónimo y se niega a dar una sola entrevista o que se use para la promción referencia alguna a su nombre real o a su anterior seudónimo. Y no entiende por qué el editor le dice que no, que si él da ese dinero es para que se venda el libro, no para hacer el camelo. Pero claro, el autor debe ser como los periodistas de las bromitas, que piensa que el editor está en esto porque le preocupa la cultura, sin darse cuenta de que si estuviera más preocupado por eso no le habría publicado ni la primera novela, que es atroz, aunque, eso sí, le soltaría los treinta y tres millones de pesetas por amor al arte. No te jode.

14 febrero 2006

Las ilusiones

Así como ayer me quejaba de las decepciones que se lleva uno en esto de la literatura, hoy me toca hablar de las ilusiones. Creo que ya he contado por aquí lo de que a uno el cae un libro en las manos y empieza a leerlo y no puede reprimir la alegría que le embarga al ir pasando las páginas y obtener momentos de felicidad.
Eso me está sucediendo con La velocidad de las cosas, de Rodrigo Fresán, y me da un poco de miedo que, como con las relaciones, con un mayor conocimiento del otro lleguen las decepciones. Ya sabéis, lo guapa que es esa chica las dos o tres veces que has coincidido con ella en fiestas de amigos, y lo dulces que con las primeras citas hasta que empezamos a conocer esa desagradable costumbre de cortarse las uñas de los pies sobre el sofá, o de usar el mismo cuchillo para untar la mantequilla y la mermelada sin limpiarlo, lo que hace que, tras un par de desayunos, la mantequilla y la mermelada ocupen distintos botes en la nevera por mera convención social, aunque tú sepas que cogiendo cualquier de ellos vas a tener la cantidad de ambas sustancias que te es necesaria para tu tostada.
Por cierto, no sé porqué pongo este ejemplo si yo nunca desayuno, y las pocas veces que lo hago nunca son tostadas, y no se me ocurriría echarlas ni mantequilla ni mermelada. En fin, son las cosas de las metáforas, que muchas veces las hacemos sobre cosas de las que no tenemos ni la más remota idea, a lo mejor por eso podemos construirlas, de conocer mejor las cosas no podríamos simplificarlas para nuestras comparaciones.
No sé si con el paso del tiempo, son más de quinientas páginas de libro, me dará tiempo de desilusinarme. De momento dejo esta perla, con la que comienza el libro, como aviso de navegantes:
Con el paso de los libros y la sostenida práctica de esa imprecisa ciencia que, a falta de otro mejor, responde al nombre de Literatura, he comprendido, no sin algo de esfuerzo y bastante sorpresa, que en el fondo y en la superficie de todas las historias existen tan sólo dos categorías de escritores y, por lo tanto, dos categorías de lectores.
Están aquellos que al final de un cuento suspiran
¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí? y están los que optan por sonreír ¡Qué suerte que se le ocurrió a alguien!
Eso es todo, todos somos lectores de un modo o de otro.
Esto, leído de pie, junto a la estantería de una biblioteca, le deja a uno Knock Out, como diría Cortázar. No le queda a uno otra solución que llevarse el libro a casa para conocer mejor a este tipo.
Y madida que va leyendo uno el libro le van asaltando dudas cada vez más angustiosas: si cada vez que leo una de las frases geniales que están desperdigadas por él siento una envidia atroz, y si cada vez que termino una de las historias me alegra que alguien las haya escrito. Entonces, ¿qué clase de lector soy?

13 febrero 2006

Las decepciones

Una de las aficiones más divertidas que hay es descubrir, esplorar, llegar a sitios donde no parece haber llegado nadie y saborearlos sintiéndose el primero, el que primero ha puesto un pie allí, aunque luego uno descubra, para su sorpresa y desilusión, que no es el primero que ha andado por allí. Pero eso es lo de menos, a todos nos gusta sentirnos Cristóbal Colón, aunque luego siempre viene alguien que nos dice que ya estuvieron allí los vikingos, o Neil Amstrong, aunque, como cuenta Juan Bonilla en un genial cuento, se vea obligado a poner el pie sobre la huella que se encuentra en la luna.
Por eso rebusca uno en librerías de cualquier ciudad a la que va, y callejea por calles alejadas de los hitos turíticos de las guías con que uno se ha pertrechado antes del viaje. Y lo triste es que, en la mayoría de las ocasiones, no acaba uno demasiado convencido de haber hecho lo correcto. Ahora mismo tengo en mi casa los tres últimos libros que he leído, y ando algo disgustado porque la verdad es que tiene uno la sensación de que para volver con tan pocas ganancias se podía haber quedado uno en casa.
He dudado un poco en poner los nombres de los libros o no, porque me daba un poco de reparo ir por ahí hablando mal de la gente, pero la verdad es que me veo con una obligación moral de evitarle el mal viaje a los amigos que se dejan caer por esta página de vez en cuando.
Uno es Los caballos azules de Ricardo Menénzdez Salmón. Como botón de muestra se puede leer el cuento que da título al libro en la revista Avión de papel.
Por encima de la propia incongruencia del texto, de que el personaje narrador nos diga cosas que luego niega y de la pretenciosidad seudoliteraria que cualquier lector podrá vislumbrar, me molesta esta literatura de turismo de cartón piedra, en la que le lectura de un par de artículos sobre Pessoa y un viaje de fin de semana dan carta blanca al uso de una ciudad que no se conoce. Me gustaría que el autor me dijera dónde está la plaza Folgueira, o qué restaurante se llama Martins de Arcada. Es mejor callar cuando uno no sabe qué contar, amigo Salmón. Pero, eso sí, que se llevase el premio Juan Rulfo demuestra hasta qué punto la pretenciosidad vende todavía.
Otro es el de Harkaitz Cano. El único libro de relatos traducido al castellano, Enseres de ortopedia inútil, a él llegue por una antología de cuentos vascos publicada en Lengua de Trapo. El cuento que se recogía allí no estaba mal, hacía pensar en un autor de interés. Pero, como ya conté en este mismo blog, la lectura del libro va defraundando cada vez más. Los argumentos son infantiles, burdos, y el traductor demuestra, casi al final del libro, que ni siquiera conoce el idioma al que tiene que verter los textos. De pánico.
Y por último, el libro que, de los tres que menciono, he leído con más agrado y casi obligado por la fotografía que de la autora se incluye en la solapa. La fotografía es inquietante, porque en ella se ve a un mujer bella que mira a los ojos con la desesperación de alguien que tiene mucho que contar. Lo que sucede es que luego en los cuentos que forman el libro no se cumple esta expectativa. La mayoría de los textos son bastante autocomplacientes, carecen de un conflicto que justifique la narración, y el recurso de la falsa confesionalidad en la que se sostienen no acaba de ser convincente.
Hay, eso sí, algunos textos que me han gustado bastante, como el de la chica a la que persigue otra y por la que, como único acto de amor, decide cortarse el pelo para que pueda tener una imagen de ella más adecuada a la imagen de un chico. O la historia de la relación doble que establece una profesora de inglés con dos trabajadores de los ferrocarriles.
Pero, pese a que el texto destaca por su sencillez, por una asumida y buscada carencia de retórica que, después del libro de Salmón, he agradecido como agua de Mayo, su lectura le deja a uno la sensación de que de las escasas noventa páginas que ocupa, casi setenta podrían estar má trabajadas, y no me refiero al estilo, sino al fondo, se quedan algo huecas. Habría sido más interesante huir de la anécdota, porque lo que sí demuestra la autora es que sabe contar bien las cosas cuando quiere, y lo que se echa en falta es que quiera más a menudo.
Y así me he pasado el fin de semana esperando la revelación. Un cuento inolvidable, una llamada que me sirviera de excusa para dejar los libros y el ordenador. Pero nada. Un fin de semana decepcionante.

11 febrero 2006

Inéditos, o ya no tanto

Estas cosas me pasan por guardar los suplementos culturales de la semana y leerlos a la hora del café de los sábados. Unas chicas tan preparadas, con tan buena comunicación que participan a veces en los mismos jurados, las señoras Blanca Berasátegui y María Luisa Blanco. ¿O será tal vez que desde que Martín López Vega se fue a La Central no hay comunicación con Rodríguez Marcos?
No sé cómo ha podido suceder pero los lectores de El País y los de El Mundo han podido disfrutar de los mismos inéditos de Stevenson con tan sólo cuatro días de diferencia. ¿En El Cultural no están suscritos a El País? ¿Los de Prisa han estado más rápidos? En fin, o bien es que hay pocas novedades editoriales al año, o bien es que hay mucho topo y poca cabeza.
Con la de libros que se quedan sin su reseña aún mereciéndola en esos dos suplementos...
Creo que me ha salido muy Juan Palomo. ¿He dado en el Blanco, Blanca?

10 febrero 2006

Día a día

Leía ayer los dos artículos que en el suplmento El Cultural de El Mundo ha ido publicando Andrés Trapiello bajo el nombre de La loca de la casa I y II. El primero habla de la utilidad y finalidad de la filosofía, el segundo, que me ha interesado más, sobre la manera de usar la imaginación y el oficio del diario.
Comenta en dicho artículo el explosivo crecimiento que está viviendo el fenómeno de las bitácoras en Internet, y cuestiona el furor que se está viviendo con dichos blogs.
Uno que, como cualquier que lee esto ya sabrá, lleva una bitácora está de acuedo en muchas de las cosas que dice Trapiello en el artículo. Sobre todo con el escepticismo. Él dice que ya ha oído voces que proclaman la muerte definitiva de la novela a manos del blog -¿tendrá esto que ver con el vídeo que mató a la estrella de la radio?, ¿acabarán los novelistas condenados al olvido y a una necrológica en los márgenes de un periódico como sucedió con muchas de las estrellas del cine mudo tras la llegada del sonoro?- y coincido con él en que eso es un poco absurdo.
También coincido con él en contemplar con esperanza pero cierto distanciamiento la revolución que supone en la distribución del información la existencia de la web y de los blogs. Todavía no ve uno algo comparable con lo que supuso el Renacimiento tras la imprenta, como apunta Trapiello, pero tampoco creo que, en su momento, los que vivían dicha revolución se dieran cuenta de ello.
Pero, sobre todo, me ha parecido muy interesante la relación que ve entre las bitácoras y los diarios -y que es evidente y salta a los ojos de cualquier persona medianamente atenta- con la ventaja de la rápida interacción entre la entrada de cada día y las opiniones y comentarios de los lectores. De hecho creo que podría hacer un interesantísimo experimento que futuros tesinandos le agradecerían sobremanera a la hora de analizar su novela en marcha, el Salón de pasos perdidos.
El mecanismo que sigue Andrés para escribir su diario es, según he entendido de la lectura de sus diarios y de las conversaciones mantenidas con él, el siguiente: El toma notas en unos cuadernos de lo que le sucede cada día -al usar el verbo suceder me refiero a lo que le pasa, lo que lee, lo que pjensa, lo que se imagina, etc-. Los deja en la fresquera unos cinco años y los retoma para escribir los diarios que publica, que son la destilación literaria de esas anotaciones.
Pues bien, sería muy interesante que esas anotaciones que hace en los cuadernos aparecieran en un blog. No por ganar inmeditez y eliminar literatura como quieren muchos de los que se le acercan a comentarle aspectos de esos diarios, sino porque servirían como muestra de la manera de trabajar del artista.
Trapiello se dio cuenta hace mucho tiempo de que la modernidad estriba, en buena medida, en el análisis de los precesos de trabajo del artista. Nunca se han valorado tanto los bocetos, las muestras del trabajo como se hace hoy en día. Hace años a nadie le importaba tener un boceto de Miguel Ángel, porque no era una obra acabada, pero hoy sabemos que en sus esclavos, en la Pietá Rondanini, hay mucho Miguel Ángel, tanto o más que en la Sixtina.
Por eso sería muy útil una bitácora que ejerza de tal, que nos muestra la derrota de una travesía de la que ya conocemos los frutos, pero de la que no nos importaría conocer toda su trayectoria.

09 febrero 2006

La bata de paño

Cuando Borges se imaginaba la literatura como un enorme laberinto en el que uno se pierde, en el que se van encontrando nuevas puertas, eternos corredores, no andaba desencaminado. La lectura de un libro es, normalmente, la entrada a otro, y este a su vez a otro, hasta quedar perdidos en la enorme y vasta literatura. Todo libro es, por tanto, eterno, tal y como imaginó Borges en su libro de arena.
Mucho se ha escrito y dicho acerca de las similitudes entre Internet y ese libro eterno.
Las rutas a seguir en este mundo paralelo son infinitas. Ayer fui siguiendo el hilo -perdonen que continúe con la simbología del laberinto cual Teseo, piensen que soy un hombre con cabeza de toro, o un toro con cabeza de hombre- de la página Literaturas.com al blog de Edmundo Paz Soldán, y de este al de Iván Thays, hasta llegar a otro llamado Ficciones dedicado al autor más repetido en esta entrada. Una dura jornada.
Pero mereció la pensa porque en el camino descubrí a un colectivo llamado Bata japonesa que, ambiguamente, ha tomado su nombre de una genial carta del siempre tierno, siempre ingenioso, posiblemente el mejor autor peruano del siglo xx: Julio Ramón Ribeyro. Dice la carta:
Alida me trajo del Japón una linda bata de seda natural, un kimono, de amplio vuelo y anchas mangas. En la primera oportunidad que estuve libre en casa me la puse y allí empezó el desastre. No había perilla de puerta o esquina de mesita donde no me quedara enganchado. Cada vez que me lavaba las manos el agua me entraba por las mangas. El gato se dedicó a perseguirme y lanzar zarpazos a la flotante vestidura, creyendo que le estaba proponiendo un juego. Como estaba solo tuve que hacer la vajilla y cocinar y en consecuencia me salpiqué todo de detergente y en el momento de freír mi bistec estuve a punto de arder como una antorcha. Comprendí que la indumentaria, la vestimenta, es fruto y está adaptada a un modo de vida y una función. La bata japonesa era lo menos apropiado para un departamento parisién, que son muy pequeños y están atiborrados de muebles y objetos puntiagudos. La bata japonesa es solo cómoda y funcional en una casa japonesa, que está dotada de habitaciones que sin ser grandes son austeras, donde no hay casi muebles. Ni puertas, ni perillas, ni puntas. Aparte de ellos la bata japonesa no va con quien tiene que hacerse todo en casa, sino con quien lleva una vida contemplativa, ocupado en el ocio, la meditación, la conversación, servido por diligentes mujeres y no para quien vive en una sociedad donde la mujer emancipada ha forzado al hombre a compartir los trabajos domésticos más arduos. En suma, archivé la bata japonesa en el ropero y me puse mi vieja, desteñida y personalísima bata de paño. Muchos escritores cometen el mismo error. Atraídos por el exotismo, la moda, el lustre, dejan de lado su indumentaria natural y se revisten de la bata japonesa. Arruinan la bata, todo les sale mal, quedan disfrazados.
Me parece una de las mejores manera de definir lo que es el trabajo de un diario, el día a día de un autor quitándose la bata japonesa, o el traje de la oficina, para ponerse la bata de paño raída, y hablar, cómodamente, largo y tendido, de lo que a uno le pasa por la cabeza. Siempre con la esperanza de que ese algo sea un poco interesante.
Eso es un diarista -y en estos tiempos étereos el escritor de blogs- alguien que escribe con su vieja bata de paño.

08 febrero 2006

Capturar la realidad

Los blogs sirven para hacer promoción de los amigos, más todavía si las cosas que hacen merecen la pena.
Por eso os invito desde aquí a ver un sitio lleno de fotos digitales de todo tipo, auspiciado por gente conocida, en el que aparecen las imágenes que una amiga -Marta Peiró- registra. El sitio se llama www.captura.org y como muestra un botón, aquí tenéis una de las fotos de Marta.

Doble rasero

Anda el gallinero revolucionado -¿se puede decir gallinero a un lugar lleno de bípedos aunque sean implumes?, sí, porque nos comportamos como gallinas- con lo de las caricaturas de Mahoma en el periódico danés. ¿Quién le iba a decir a los daneses que iban a entrar así en la historia, ellos, tan calmados, que todo lo más tenían a un príncipe ideado por un inglés y a una selección que llegó de cenicienta invitada y se llevo una Eurocopa de un modo histórico?
A las totalmente desproporcionadas protestas de los países islámicos -que no están haciendo sino magnificar algo que, de no haber dicho ni media palabra, se habría olvidado a los dos días, como toda viñeta de periódico-, hay que unir los despropósitos que se están pudiendo leer en periódicos, escuchar en radio y televisión y hasta por la calle.
En el artículo de opinión que publica hoy en El País Olivier Roy se señala la falacia en la que están cayendo muchos al decir que todo este revuelo viene dado por la política privativa de libertades de los países islámicos, frente a la libertad del mundo occidental. Para empezar hay que tener en cuenta que el periódico danés en el que se publicaron los dibujos es inencontrable en Madrid, mejor no imaginarse lo que debe ser encontrarlo en alguno de los países islámicos donde se están produciendo los altercados. Por lo tanto se deduce que alguien -y todo apunta a la comunidad musulmana danesa- se ha dedicado a propagar la noticia con un afán evidentemente intencionado. Me gustaría saber si no está promocionado por algún gobierno con el fin de justificar la "cruzada" de George Bush y aliados para acabar con el "extremismo musulmán". Ahora que el apoyo a la política de ataques preventivos está en sus horas más bajas, qué mejor excusa que demostrar el extremismo de estos países y sus gobiernos. Ahora que Irán se muestra díscolo a las grandes potencias -¿por qué unos sí pueden tener armas nucleares y otros no?- sacar a relucir la idea de un mundo árabe peligroso y hostil hacia occidente parece más oportuna que nunca.
Por otro lado sorprende la facilidad con que el europeo se coloca la medalla de la defensa de las libertades y condena a comunidades religiosas foráneas por su extremismo.
En Madrid, el Centro Jurídico Tomás Moro se ha querellado contra Leo Bassi y el teatro Alfil por su obra "Revelación", ya que según ellos ofende los sentimintos religiosos. Dice, y copio textualmente del artículo publicado en La Vanguardia -una vez más hay que leer prensa de fuera de Madrid para saber qué sucede aquí, no sé por qué por aquí se tapan todos los excesos que se cometen, la verdad-: "El contenido de la obra y la intención del intérprete, como viene a reconocer éste durante la representación, es ofender a todo aquel que tenga creencias religiosas. Tal proceder está penado en el artículo 525.1 del Código Penal con una multa de 8 a 12 meses"
Bien, en España, por lo tanto, no existe esa libertad de expresión de la que tanto nos enorgullecemos. De haberse publicado esas caricaturas en España -donde se han reproducido- los representantes de la religión musulmana estarían en su derecho de pedir responsabilidades penales ante los jueces.
Esta asociación cristiana es la misma que presentó una denuncia contra Íñigo Ramírez de Haro cuando estrenó en el Círculo de Bellas Artes de Madrid la obra "Me cago en dios". De hecho, si hacen memoria, recordarán que hubo agresiones y actos violentos en una de las representaciones.
Los fundamentalistas no son diferentes, vivan en Islamabad o en Madrid. Si vamos a pedir a las autoridades del mundo islámico que los controlen vamos a exigir primero que en casa suceda lo mismo.
Como reza el dicho: o follamos todos o la puta al río.

07 febrero 2006

El infierno somos nosotros

Tantos años dirimiendo dónde debía estar el Edén de las Sagradas escrituras -uno ha llegado a ver en televisión auténticos colgados diciendo que el paraíso estaba en Galicia, o en las Canarias, y supongo que en todos los países debe haber ejemplares así-, hasta que por fin unos científicos han encontrado un lugar no hollado por el hombre lleno de animales maravillosos.
Parece mentira, pero están ahí todos, uno al lado del otro, al menos veinte nuevos tipos de animales. Ranas de 14 milímetros, pájaros con extraños y coloridos apéndices, canguros de árbol.
Qué no habría dado siendo niño por descubrir algo así.
Pero ahora, que me coge algo más resabiado, me pregunto hasta qué punto lo que me cuentan es cierto. Y aunque veo un montón de fotografías -no pongo los enlaces porque están por toda la web, es una maravilla, llevo horas alucinado- no termino de creérmelo. Y lo que es peor, tengo la sospecha de que antes o después se convertirá todo eso en un enjambre de turistas, o, peor aún, en un recinto de turismo de élite, para que no se eche a perder, al que podrán ir los niños de papá pero no la mayoría de los habitantes de la tierra.
Me ha entristecido muchísimo darme cuenta de que todo esto no hace sino confirmar lo que ya suponía. Que siempre habrá unos privilegiados y unos pobres hombres, y que si la Iglesia está donde está es porque se dio cuenta de eso bien rápido.

Últimas tardes con Marsé

Creo que hoy he tomado una decisión. Juan Marsé va a ser uno de los pocos indiscutibles de este espacio. Así que, ya que le tendré como referente, pido desde aquí a la Real Academia -cualquier cosa con ese adjetivo no puede ser buena- y al gobierno que lo quiten de sus quinielas. Ni académico, ni Cervantes, ni leches. Déjenlo vivir tranquilo y en paz.
Hoy, en el Diario Vasco -¿por qué demonios si uno quiere estar bien informado debe leer medios que no sean de Madrid?- aparece una magnífica entrevista a Marsé con la percha de la reedición de su novela Últimas tardes con Teresa en la editorial Seix Barral -es genial hasta para hacérsela a las editoriales, ¿qué fue de esa Biblioteca Marsé que estaba publicando Lumen?- en la que habla alto y claro sobre el arte y el mercado:
Siempre abundará la literatura que oculte las obras de arte auténticas, y ayudada además por los medios de comunicación. ¿Por qué se lee más La sombra del viento, El código Da Vinci y estas cosas y no Kafka...? Bueno, del mismo modo que se ve mucho más cine malo que bueno y se escucha una música infecta cuando la hay genial. No sé, pero quejarse por eso es absurdo. Y lo único que se puede hacer es enseñar a desarrollar el criterio personal y unas formas exigentes en relación con el propio arte, y esto ya es problema del sistema educativo de cada país.
Por cierto, espero que alguien le haga llegar estas líneas a María de la Pau Janer.
Aunque es mucho más interesante lo que nos dice sobre la corrección, sobre la continua depuración de la forma que se debe imponer un autor.
Yo nunca acabaría de corregir. Cuando se me propone una nueva edición de mis obras siempre las reviso, y la verdad es que disfruto haciéndolo. Es el trabajo más agradecido. Lo jodido es el papel en blanco, pues el resultado es siempre muy decepcionante, y no se parece ni de lejos a lo que uno pretendía. Así que me gusta trabajarlas cuando ya tienen cara y ojos.
¿Qué sería de nosotros sin Marsé? Pues seguramente seríamos poco más o menos como somos, tampoco habría cmabiado gran cosa, pero echaríamos en falta una voz de prestigio y honesta diciendo un par de verades de vez en cuando. No por creerse más que nadie, sino precisamente por no creérselo.

06 febrero 2006

La vida ausente

Por fin, de algún modo extraño, se ha hecho realidad esa creación de seres autónomos, de sueños tan reales como nosotros mismos que imaginó Borges en el entorno de unas ruinas circulares. La sucesión de ceros y unos, de días y noches, es el escenario en el que la gente se relaciona. Desde que, hace dos meses, me puse en serio con la bitácora, veo que llevo dos vidas.
Una es la de siempre, la que comienza cuando la alarma del teléfono móvil me despierta con los primeros acordes de la Gymnopédie de Satie -ahora no recuerdo qué número, pregunten a los de Nokia-, por la que discurro soñoliento mientras atravieso la plaza Mayor y cuando esquivo a los jóvenes jipis que me piden dinero para ONGs en la calle Preciados, la que malgasto ocho horas al día sentado frente a un ordenador en la oficina, la que apenas disfruto cuando por las noches llego a casa y me tiro en el sofá -que ideal vivir tumbado como hacía Onetti- a leer, a escuchar música o a ver la televisión.
La otra, la que me ha sorprendido, es la que tiene que ver con este espacio. Por el discurre la gente y no yo, mientras el otro lo han construido para mi, lo montan cada mañana para que esté todo listo y no vea la tramoya -y eso que me gusta variar las rutas de mis paseos para ver si les pillo e un renuncio, pero siempre están todos los escenarios bien ajustados, y los figurantes interpretan con una verosimilitud envidiable su papel- este otro lo construyo yo día a día, y me sorprende que la gente venga tan a menudo, y me deje recuerdos, notas de su paso por aquí.
Sólo de vez en cuando mis dos vidas se cruzan. Alguien deja una nota que tiene más que ver con la otra vida que con esta como comentario; otras se acerca alguien de la vida que duele, la táctil, la física, en la que se suda y se duerme, y te hace un comentario sobre alguna de las habitaciones que construiste en esta vida, o te echa en cara que él siempre viene a visitarte y tú nunca le visitas a él. Y tiene razón, a qué negarlo, anda uno tan ocupado en construir esta vida que descuida la del resto.
Y el hilo de los días se ovilla y se desenreda cada vez en un sentido, hasta que uno no sabe si vive una vida para hacer la otra, o si la otra es la que le permite entender la primera.
Sólo queda la certeza de que los días pasan.

03 febrero 2006

Amarás a Dios sobre todas las cosas

La Iglesia sigue siendo una institución fundamental en la Tierra. Por si alguien todavía lo dudaba, el arzobispo de Barcelona, Lluís Martínez Sistach, del que no se ha conocido declaración alguna sobre la nuevas leyes de civismo de la ciudad condal que marginan aún más a los mendigos -por ejemplo-, se ha encargado de demostrar los asuntos que preocupan a los altos cargos eclesiásticos. El reverendísimo -sí, lo reconozco, he tenido que buscar el tratamiento- se ha descolgado con unas declaraciones sobre la expulsión de Ronaldinho por tarjeta roja en la eliminatoria de la Copa del Rey que apartó a los culés de la competición. No es broma, ha considerado que es una sanción excesivamente rigurosa. Vamos, que él no lo habría expulsado del Paraíso, como hizo el vengativo Dios del Antiguo Testamento con Lucifer. Ronaldinho es mejor que el mismo diablo.
Aún temiendo caer en el populismo más zafio, me gustaría saber qué opina el señor Sistach de cosas que deberían preocuparle más. Como, por ejemplo, que en Rusia se destine menos de un céntimo diario al mantenimiento de cada niño alojado en un orfanato. Menos de un céntimo. Por muy barata que estuviese la vida en Rusia, que no lo está, no creo que dé para mucho. Imaginen tener que vestirse y comer con treinta céntimos al mes.
Pero, claro, estas cosas no le deben preocupar mucho al reverendísimo. El arzobispo tiene bastante con hacer sus declaraciones en la televisión catalana cuestionando a Jiménez Losantos -despídanlo, hombre, si son ustedes sus jefes- para mantenerse en la cresta de la ola mediática. Tampoco son tan importantes esos niños. Además, son hijos de Dios, pero menos, porque son herejes, ortodoxos e hijos del comunismo, mientras que Ronaldinho está bien visto a los ojos de Dios.

02 febrero 2006

Las relaciones

Aunque hablar de uno es horroroso -el yo es odioso decía Montaigne-, voy a volver a hacerlo.
He comprobado que mis relaciones con los libros se parecen en muchas ocasiones a las que tengo con las mujeres. Supongo que no soy especialmente original en eso, pero ayer por la noche contemplé como terminó de fracasar otra relación -con un libro, pueden estar tranquilos- y tenía una extraña necesidad de contarlo.
Creo que el proceso de las relaciones es, más o menos, siempre el mismo. Uno coincide con una chica en una fiesta, en un bar, en algún lugar y le atrae. Qué coño, le gusta. Así que se echa a hablar con ella y, si hay un poco de suerte, conseguirá pasar un buen rato y a lo mejor quedamos con ella otro día.
Con un libro, por ejemplo uno de relatos, sucede más o menos lo mismo. Cae en las manos de uno un libro, por ejemplo: una antología de cuentistas vascos un poco extraña que se editó en los Estados Unidos antes que aquí porque hay una cátedra de literatura y lengua vasca en Reno, estado de Nevada. Daría para todo un libro averiguar cómo se termina montando una cátedra de vasco en la segunda ciudad más grande del estado de Nevada tras Las Vegas. No se imagina uno a un harri-jasotzaile -ahí es nada, para los no vascoparlantes les aclaro que se trata de un levantador de piedras- dejándose las pestañas en el blackjack, aunque cosas más raras se han visto.
Pues bien, cae un libro en tus manos y le echas un vistazo, y lees unas líneas interesantes de la poética de un autor, luego el relato seleccionado. Y no está mal. Así que hace uno como con la chica, intenta verla más a menudo, lo que en el caso de un libro se traduce en que se va uno a la librería a comprar un libro que sea solo de ese autor. Uno enterito.
Así comienzan las relaciones. Una visita a una librería bien surtida de libros rarillos y el libro de Harkaitz Cano para casa. Unas cervezas un día, un cine otro, alguna cena. Cuando uno se quiere dar cuenta tiene un cepillo de dientes más en el cuarto de baño y algunas bragas en la colada. O bien tiene un nuevo libro en la mesilla de noche al que se le echa mano antes de dormir.
En algunas ocasiones, las buenas, uno lo vive con pasión. Solamente quiere estar con la chica/ el libro y todos los momentos que le dedica son pocos. Creo que no cuento nada nuevo.
Pero otras, por desgracia, no es así. Y lo que comenzó con mucha euforia -bueno, a mí me gusta empezar las cosas con euforia- se va desinflando. Uno se inventa excusas laborales o familiares para no ir al cine, o deja el libro en la mesa de café del salón donde están esos otros enormes y llenos de fotografías para que las visitas los hojeen. Lo va dejando de lado.
Hasta que algo sucede y uno ya no quiere ni ver de nuevo al libro. A mí me ha sucedido eso ayer. A medida que había ido conociendo más el libro me convencía cada vez menos. Si tiene una sonrisa bonita, Ya pero no la enseña nunca. Si es original, Sí, pero las historias no tienen ni pies ni cabeza. Es muy hacendosa, Sí, pero le huele el aliento. Las historias son divertidas, Sí, porque es casi imposible que haya tantos errores juntos, de no ser patético sería cómico. Y así uno, que debe tener alma de masoquista pero sin saberlo, se endilga el libro entero esperando no sabe muy bien qué -a lo mejor lo que soy es un optimista patológico- hasta que, en las últimas páginas, lee: "A los hombres les gusta infringir daño a sus semejantes", o algo así, y tira uno el libro al pasillo, donde estaba esta misma mañana junto a las guías telefónicas aún retractiladas que me dejaron hace un mes.
Cuando he salido de la ducha me he dado cuenta de que llevo mucho tiempo esperando encontrarme un buen cuento en otro libro que también de vez en cuando busco por ahí. Así que he cogido el móvil y he borrado su número. No vaya a ser que me dee por leerlo, infrinja las normas de respeto a mí mismo que tantas veces, tantas noches, me he saltado esperando un algo que ya ni me imagino, y me inflija más daño aún del que ya me he hecho gastándome el dinero en el puto libro y esperando que me de un poco del cariño que le he dado.

01 febrero 2006

La mendicidad subsidiada

Que la mendicidad se ha convertido en un modo de vida es un hecho innegable. Hay verdaderas mafias que se distribuyen las mejores esquinas, que "ambientan" a los mendigos con muletas y con niños si es necesario. Las pocas veces que un periodista ha hecho un trabajo de investigación serio ha demostrado que es más rentable pedir en la puerta de una iglesia de un barrio bien que muchos trabajos de ocho horas.
Por eso no debe extrañarnos que la gente del cine haya hecho de la mendicidad una posibilidad más de financiar una industria moribunda. Ayer, en el programa Enfoque del segundo canal de la televisión pública española, hubo un debate sobre el estado del cine español y sus principales problemas. Entre los invitados estaba David Trueba, un escritor y director cinematográfico solvente. Por eso ha sido una verdader desilusión ver que el señor Trueba considera que las ayudas que recibe el cine español no son tales, sino tan sólo una compra.
Como editor he de decir que me parecería maravilloso que el ministerio de Cultura me comprase por anticipado media edición del libro. Me permitiría abaratar costos, pagar dignamente al autor, y reservar mi dinero para la promoción del libro. Pero a David Trueba le parece que eso no está bien, que el Ministerio de Cultura debería dar dinero a fondo perdido -cosa que, por cierto, ya hace- para que se hicieran las películas.
Bien, es una posibilidad. Vamos a pagar a todo artista que se considere como tal para que trabaje, sin importar lo que haga, para que se divierta. Total, somos primer mundo, podemos permitírnoslo. El artista mendigo se torna así, más que una desgracia, una salida natural dentro de las muchas que puede tener un autor.
Aunque, puestos a ello, preferiría que el estado pagase a la gente por no escribir, por no pintar, por no hacer películas, por no opinar desafortunadamente en los medios de comunicación. A ver si así al menos alguien se haría artista porque sí.