23 marzo 2007

De cómo me cambiaron el libro que yo iba a leer

No sé si habrá –de no existir habría que escribirlo- un tratado sobre la decepción. Seguramente en este momento algún poeta de la experiencia en plena reconversión en novelista de éxito –ladrillo mediante- estará tomando nota para cambiar de tercio sin que se note demasiado. Lo importante de todos modos, en lo tocante a la decepción, es que cualquiera puede sentirla, y todos sabemos en qué consiste. ¿Quién no se ha sentido decepcionado alguna vez?
La primera vez que supe de la existencia del libro Los antimodernos de Antoine Compagnon fue en la librería La Central de Madrid. En la planta superior tenían el libro original en la mesa de novedades. Lo ojeé con la curiosidad que todo adicto a los libros tiene por un libro francés, con esas portadas tipográficas, con aire elegante y alejado de la edición hispana, entregada al packaging de escuela de diseño. Y no tenía mala pinta. Con mi pobre francés, que me sirve para pedir la comida en un restaurante de París o para charlar con una librera mientras me invita a un café –y manteniendo luego la conversación en un cordial pero horroroso inglés- me dio la sensación de que el libro tenía su interés.
Esa sensación se vio reforzada cuando me llegó el correo electrónico del encargado de prensa de Acantilado, la editorial que ha decidido publicar el libro por estos lares, porque lo que se decía de él parecía interesante. Voy, para dejar claro que uno no se inventa las cosas, lo que dice la contraportada del libro:
¿Quiénes son los antimodernos? Ni los conservadores, ni los académicos, los timoratos o reaccionarios lo son, sino que, por el contrario, se encuentran entre aquellos modernos que lo han sido contra su voluntad: los que avanzan, como Jano (o como Sastre decía de Baudelaire) mirando al retrovisor. El presente libro analiza con detalle el filón de la resistencia a la modernidad que la atraviesa y que en cierta medida la define, y con él se obtiene un punto de vista distinto del de aquel modernismo que se ocupa ingenuamente del “progreso”. Compagnon cataloga algunos temas característicos de la corriente antimoderna de los siglos xix y xx, y, entre los temas y las figuras que los sustentan y articulan, nos enseña como [sic] los antimodernos han acabado siendo la auténtica sal de la modernidad.
Bien, independientemente de la errata –en una contraportada, sí- la realidad es que el libro tiene una pinta estupenda. Por fin alguien se va a acercar de un modo sistemático al pensamiento y obra de ese puñado de autores que han quedado como paradigmas de la modernidad, ahí está por ejemplo Baudelaire, que es insustituible como creador que es del concepto –lo que, por cierto, debería obligar a los historiógrafos a replantear eso de la Edad Moderna a la hora de nombrar el periodo histórico-, para demostrar que en buena medida esa modernidad está sustentada en un profundo conocimiento de la tradición y en una desconfianza palpable hacia cualquier innovación porque puede ser sencillamente eso, nueva, pero no interesante por el mero hecho de ser novedosa.
Así que uno solicita el libro a las amables gentes de Acantilado y, cuando lo recibe, se dispone a leerlo con devoción, con verdadero interés. Pero en ese momento sobreviene la decepción. Sólo he podido aguantar medio libro, que me parece que es suficiente esfuerzo y un margen de confianza más que generoso.
La razón es bien sencilla. El libro es un análisis centrada en autores franceses, no todos especialmente interesantes y reconocidos –abundan las referencias a autores de segunda y tercera regional-, y de su evolución histórica dentro de la tradición francesa –también abundan las referencias a la historia gala-, para demostrar que frente a los sucesivos movimientos “revolucionarios”, o que pueden ser entendidos como novedosos, un grupo de autores –que en algunos casos han terminado convirtiéndose en canónicos y en otros no, por lo que no se entiende la inclusión de unos y otros en el ensayo- se han mostrado recelosos, no enfrentándose a dichos movimientos sino ejerciendo el reverso de los mismos, ocupando, por así decirlo, las zonas abandonadas por ese movimiento.
Bien, la tesis puede ser más o menos interesante, pero desde luego es muy sencilla: cuando algo pasa unos salen en la foto y otros siguen trabajando en la sombra en los lugares que han quedado vacíos. Vale, es normal, lógico. Si se me rompe el vaso uso la taza, pero no es para andar partiendo pelos en tres.
Lo que sucede es que este libro ha sido premiado por algunas de las instituciones más rancias de la cultura francesa, y las posibilidades de exportación del libro se multiplican, pero luego viene la dura realidad: Los antimodernos es un libro plenamente francés, chovinista y que carece de verdadero interés fuera de su contexto patrio. Si Compagnon hubiera estado más listo –o si su objetivo hubiese sido lograr un libro de interés verdadero, que se hiciese preguntas que incumben a todo hombre independientemente del pasaporte que tenga, y no sólo local, pese a que esta opción sea mejor para la pedrea de los premios, ya se sabe que algunos prefieren ser cabeza de ratón- habría analizado algunas de esas premisas en autores fundamentales, independientemente de su nacionalidad o lengua en que escribieran –ni tan siquiera se acerca a Beckett, que escribió su obra más audaz en francés- y desde una perspectiva estética y literaria, no meramente política, sobre todo porque no se nos habla tanto de corrientes ideológicas como de situaciones contextuales, lo que no deja de ser irónico y poco interesante.
Así que uno se queda con la esperanza de que alguien escriba ese libro que promete la contraportada del libro, que analice de un modo verdaderamente profundo y esclarecedor las relaciones entre la modernidad y la tradición y cómo se han hecho estas patentes en la obra de los granes creadores.
Hasta entonces nos quedamos sin leerlo, porque este no es, desde luego, un libro que hable de eso.
Antoine Compagnon Los antimodernos Acantilado, Barcelona, 2007